El loco y la muerte de Dios
'¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió una linterna, en la claridad del mediodía, y corrió por la plaza gritando sin cesar:-
¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!? Como allí estaban reunidos muchos que no creían en dios,
sus gritos provocaron grandes risas'. Friedrich Nietzsche, La Ciencia Jovial, 1882.
Finales del siglo XIX; la sociedad, la política, la economía y la cultura europea se encuentran sometidas al tsunami de los cambios, la reacción y el progreso son dos ideales que entablan una titánica lucha por el dominio del alma europea. El socialismo, el comunismo y el anarquismo, nacen de la necesidad de contraponer una sociedad alternativa al depredador capitalismo que la industrialización desaforada está construyendo, sin importar la miseria que deja, en casa propia o ajena, con un colonialismo sin escrúpulos. La ciencia se encuentra por fin libre de las ataduras del Antiguo Régimen, y el darwinismo remata, ante la incredulidad de las masas adoctrinadas, viejos ídolos y mitos del nacimiento de la humanidad. Es una época abierta al optimismo, incluso coincide en el tiempo con uno de los momentos más felices de la biografía de Friedrich Nietzsche, ese peculiar triangulo vital con su amigo Paul Rée y la poetisa de origen ruso Lou Salomé, que acabaría en tragedia, como pocos años después sucedería con el optimismo de fin de siglo, con las guerras mundiales venideras. Justo en ese momento vital de la biografía del filósofo alemán aparecería su conocida proclama: Dios ha muerto. La humanidad, al menos en occidente, parece por fin, tras un siglo de luces, y haber recorrido un camino lleno de sangre en su despertar, estar a las puertas de un salto trascendental en su autoconciencia como seres dueños de su destino, o así hubiera debido ser.
La ciencia se encuentra por fin libre de las ataduras del Antiguo Régimen, y el darwinismo remata, ante la incredulidad de las masas adoctrinadas, viejos ídolos y mitos del nacimiento de la humanidad. Es una época abierta al optimismo
Cuando en La Ciencia Jovial, o en La Gaya Ciencia, según se haya traducido del original alemán, el filósofo formula la muerte de Dios, no realiza ninguna afirmación que resulte escandalosa o extraña a la intelectualidad de la época, muy consciente de la paulatina secularización de la sociedad. Otra cuestión, es que, en la medida en que ese proceso crece, la religión institucionalizada siga utilizándose como correa para el control social, más política que moralmente. Lo que sí que reprocha Nietzsche a esa elite intelectual, es ocultar, o no saber comprender, la verdadera magnitud de esa pérdida de fe, los abismos a los que nos aboca, pero también, las oportunidades que nos ofrece.
El cuento del loco que narra en su libro es una metáfora de la situación que se vivía en aquellos tiempos, nadie mínimamente ilustrado creía ya realmente en los mitos que la religión venía vendiéndonos para controlarnos, pero nadie parece dispuesto a asumirlo en la realidad. La historia narrada es la siguiente: Un loco corre en medio de la plaza del pueblo, un soleado mediodía, con una linterna en la mano, llamando a gritos a Dios, ante las risas de los pueblerinos, les reprocha el lunático que a Dios le habían matado entre todos, y que tras esa hercúlea tarea, ahora tocaba una aun mayor, convertirnos a nosotros mismos en dioses, si queríamos ser capaces de afrontar el reto de sustituir al dios caído. Ante la estupefacta expresión de los que le rodeaban, termina soltando la linterna, que ilumina su búsqueda, rompiéndola, y exclamando apenado: Aún no es mí tiempo. Este enorme acontecimiento todavía está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres.
En su tiempo se tergiversó el verdadero significado de las palabras de Nietzsche, como con tantos otros de sus pensamientos, y aun, hoy día, se banaliza o se simplifica excesivamente la muerte de Dios, relegándola a la anécdota de la disputa entre creyentes y ateos
En su tiempo se tergiversó el verdadero significado de las palabras de Nietzsche, como con tantos otros de sus pensamientos, y aun, hoy día, se banaliza o se simplifica excesivamente la muerte de Dios, relegándola a la anécdota de la disputa entre creyentes y ateos. No hay tal disputa para Nietzsche, pues la muerte de Dios no es una cuestión de fe, es el frio diagnóstico de una situación, al igual que el nihilismo resultante, y no ha muerto tan solo la figura de un dios bíblico, ha muerto una manera de imponer un único orden, un único sentido a nuestra vida, doblegada a la creencia en otro mundo, un mundo ajeno al de las penurias de la carne en la que vivimos, un mundo donde viven los ideales a los que una única manera de entender la moral nos encadena. La metafísica occidental es la principal culpable de la concepción dualista, que el cristianismo institucionalizado tan bien supo aprovechar; hacernos creer en dos mundos, uno ideal, y otro real, donde vivimos, que es el menos real, curiosamente, y nos impone una moral en la que lo suprasensible, es lo que ha de valorarse, mientras que el mundo sensible, el de nuestros instintos, el de la carne, el de nuestros apetitos, es el reino del pecado. La virtud solo es posible si apelamos al mundo suprasensible. Ser conscientes de que Dios no existe, que hemos asesinado la creencia en ese ente, no trata solo de superar el control de la religión, sino el control que se nos ha venido imponiendo en los últimos veinticinco siglos (desde el triunfo del platonismo en la metafísica occidental), que nos obliga a creer que nuestro bienestar vital depende de alcanzar un mundo ideal, donde las ideas de lo bueno, lo justo y lo bello, transcienden e iluminan nuestras siempre degradadas e imperfectas nociones de bondad, justicia o belleza. Vivimos en un mundo ilusorio, eternamente frustrados, por no poder alcanzar la perfección que nos guía, pero que siempre se encuentra fuera de nuestro alcance.
Dios ha muerto, y con él, el sostén de todas aquellas creencias que nos hacían creer que no somos libres, y sin embargo, ¿qué nos queda en occidente?, el nihilismo, el absurdo, el abismo de vivir sin valores
Al haber eliminado el mundo que dotaba de sentido al sensible, que le subordinaba, éste también ha quedado tocado de muerte, ha perdido todas sus referencias, de ahí surge el nihilismo. Nietzsche arremete también contra aquellos que pretende sustituir una fe absoluta por otra, a Dios por la Razón. La ciencia nos ha ayudado a desprendernos de falsas ilusiones, pero hemos pagado el precio de subordinarnos a su vez a ella, a una única interpretación posible del mundo; el positivismo, el reinado de lo numérico, de lo cuantitativo, lo medible, ha colonizado los valores donde antes reinaba únicamente la religión. Gigantes también con pies de barrios; contemporáneos de Nietzsche, el marxismo, el darwinismo, el cientifismo, en la medida en que se convierten en teleológicos- hay una fuerza natural, en lugar de sobrenatural, que nos lleva irremediablemente a un fin ya determinado-, sea la sociedad comunista, paraíso idealizado en la tierra, sea una perfecta evolución natural, ya sabemos lo chapucera que es la evolución, o creer que solo podemos entender el mundo a través de una interpretación cuantitativa de datos, con la consiguiente ceguera que provoca. Posiciones tan nihilistas como las de la religión. El sentido nietzscheano de la muerte de Dios también se refiere a estas ideologías, o cualesquiera que en el siglo XXI se presenten similares, bajo el dogmatismo de una verdad absoluta, de un sentido al que sacrificar nuestra vida, sumisos a fines superiores, que en algún momento, no nosotros, alguien alcanzará.
Dios ha muerto, y con él, el sostén de todas aquellas creencias que nos hacían creer que no somos libres, y sin embargo, ¿qué nos queda en occidente?, el nihilismo, el absurdo, el abismo de vivir sin valores. Prisioneros toda nuestra vida, tememos el mundo libre que nos espera fuera de los muros, no sabemos qué hacer, preferimos vivir en el nihilismo, en la nada, quedarnos en el abismo y crear sucedáneos de la fe perdida. Todo antes que abrazar la libertad. Nos quedamos paralizados por el miedo, decididos a quedarnos en la oscuridad, temerosos de la incertidumbre que es inherente a la libertad.
Se acusa a Nietzsche, por parte de aquellos que sostenían, o sostienen, las riendas de los dogmas y verdades morales absolutas, de ser un filósofo del nihilismo, del caos, de la anarquía, del sinsentido, cuando es todo lo contrario. Lo queramos o no, a pesar de los intentos desesperados y sangrientos por poner cadenas de nuevo a la humanidad, el nihilismo es un diagnóstico, no una propuesta
Se acusa a Nietzsche, por parte de aquellos que sostenían, o sostienen, las riendas de los dogmas y verdades morales absolutas, de ser un filósofo del nihilismo, del caos, de la anarquía, del sinsentido, cuando es todo lo contrario. Lo queramos o no, a pesar de los intentos desesperados y sangrientos por poner cadenas de nuevo a la humanidad, el nihilismo es un diagnóstico, no una propuesta, y lo que se pretende en la filosofía nietzscheana es asumirlo, y construir para la humanidad un mundo nuevo, real, del aquí y el ahora, salir del nihilismo con valentía, donde la vida se valore no como un tránsito hacía una imaginaria eternidad, sino como lo que es, la última oportunidad de dejar nuestras huellas en la arena, poco importa que los estragos del agua las borren poco después, siempre que esa huella sea tan profunda como los sentidos de los que dotes, bajo tu responsabilidad exclusiva, a tu vida. Ese, y no otro, es el sentido de la muerte de Dios. O nos convertimos en ciegos seguidores de falsos ídolos, religiosos o no, o aceptamos vivir sin valores en un mundo anegado de caos, o por el contrario, nos convertimos en el loco nietzscheano, nos convertimos en dignos huérfanos de los dioses caídos, y aceptamos llevar orgullosos la antorcha que Prometeo nos legó, negándonos a sustituir los cadáveres de los dioses por otros ídolos absolutos, sea la Nación, el Progreso, la Razón, La Humanidad, todos conjugados en abstracto. No somos rebaño, somos individuos libres, y la responsabilidad es individual. Solo los conservadores, o los cobardes, para Nietzsche, deben temer a este nuevo ser humano. Tiempos intempestivos le esperan a aquel que se aventure a este destino del ser humano, que tiene una única premisa, la libertad. Nuestra es la responsabilidad de vivir en la jovial alegría de la danza, o ser un mero y triste espectador, observando apesadumbrado a aquellos que se atreven a salir a la pista de baile, desperdiciando toda su vida, viendo a los valientes que sí que se atreven a danzar.