Sócrates y la fábula de la vida
- ¿Sabes dónde venden pescado?
- Sí, en el mercado
- ¿Y sabes dónde se hacen virtuosos los hombres
- No
- Entonces sígueme
(Sócrates a su discípulo Jenofonte)
Toda vida es una fábula, es una narración hilada a través de vivencias, experiencias que nosotros mismos decidimos interpretar de una manera u otra, o aquellos que nos conocen interpretan a su propia manera
Toda vida es una fábula, es una narración hilada a través de vivencias, experiencias que nosotros mismos decidimos interpretar de una manera u otra, o aquellos que nos conocen interpretan a su propia manera. Hechos que al ser observados por uno mismo o por otros se convierten en ficciones, con el mismo grado de veracidad que cualquier novela. Depende de la voluntad de poder que cada fábula encierra en su propio caparazón que unas vidas tengan más popularidad que otras, que unas trasciendan más que otras. Si nosotros escribiéramos una autobiografía sobre los hechos relevantes de nuestra vida, donde justificáramos cada una de las decisiones vitales que terminaron por definirnos, tendríamos una versión de la fábula de nuestra vida que seguro nos satisfaría, pues probablemente encontraríamos justificaciones más o menos acertadas a cada uno de los actos más discutibles que tomamos, pero si otra persona que nos hubiera conocido durante toda nuestra vida y hubiera estado a nuestro lado escribiera nuestra biografía ¿hasta qué punto coincidirían?, más aún, si tuviéramos varios biógrafos de nuestra vida, ¿coincidirían algunas de las biografías en sus interpretaciones de nuestros actos?
Interpretar una vida, y sus acontecimientos, es algo ineludiblemente complejo, lleno de matices que no pueden ni ser totalmente verdad, ni totalmente mentira. Y si eso sucede con vidas comunes y aburridas, bueno a veces no tan aburridas, como la mayoría de las nuestras, ¿qué sucedería con la interpretaciones de las vidas de personajes relevantes que han trascendido al olvido del tiempo? Exactamente lo mismo, pero multiplicado por un descomunal número de interpretaciones diversas que nos han dibujado a ese personaje de una u otra manera. Lo más común es que con el tiempo una de las fabulas de aquella persona, ya la haga indistinguible del personaje, como esas personas que vemos en la tele que de tanto interpretar un personaje absurdo para ganarse la vida terminan convirtiéndose en uno. Una de las interpretaciones tendrá sin duda más éxito, no necesariamente porque se acerque más a la verdad, o quizá sí, pero no creo que eso sea relevante, porque al igual que ocurre con nosotros, los que tenemos una vida común, lo que en verdad somos bajo esa capa de máscaras propias y ajenas que nos definen, es un misterio que nunca podremos resolver, y si pudiéramos ni siquiera estoy seguro de que importara.
¿Qué sucedería con la interpretaciones de las vidas de personajes relevantes que han trascendido al olvido del tiempo? Exactamente lo mismo, pero multiplicado por un descomunal número de interpretaciones diversas que nos han dibujado a ese personaje de una u otra manera
Con otro personaje histórico que ha trascendido la historia, por sus enseñanzas, y por la dignidad de su final, probablemente no sería tan complicado, ya que más allá de algún enfurruñamiento entre catedráticos que le han estudiado dándole interpretaciones distintas, no hay dogmas religiosos que dificulten la labor de conocer al personaje a través de lo que de él nos han contado, a la persona real, imposible, y como comentamos más arriba, ni siquiera importa, porque lo relevante es lo que nos inspiran esas ficciones, esas fábulas, que nos ayudan en esos momentos de la vida en la que tenemos más preguntas que respuestas. Y pocas vidas de fábula nos pueden inspirar más en esos momentos que la de Sócrates.
Parece razonable asumir que Sócrates era una persona muy sencilla, y que sus intenciones estaban bastante alejadas de esos profetas que median su sabiduría por el número de seguidores que pretendían conseguir. También le diferenciaba de estos su negativa a contemplar la vida como si ésta fuera un eterno sufrimiento, y flagelarse con privaciones estaba muy lejos de sus intenciones, le gustaban los banquetes, comer y beber, y de vez en cuando disfrutar del sexo, como a cualquiera de nosotros, sin perder la cabeza obsesionándose con los placeres, eso sí. Sus discípulos Jenofonte y Platón nos han dejado interpretaciones bien diferentes de su vida y sus intenciones, y desde luego Aristóteles, que ya le conoció a través de otros, también diverge, al igual que otras fuentes, así que haremos malabares para narrar la fábula de su vida.
Su familia pertenecía a lo que hoy consideraríamos clase media, su padre escultor, o un chapuzas de la época, no está claro, y su madre una comadrona. Nació en un suburbio de la periferia de Atenas, a una media hora de camino de la ciudad en sí. No era muy agraciado físicamente, pero algo de encanto debía tener su personalidad ya que era muy solicitado como amante, lo fue de uno de sus maestros siendo joven, Arquelao, y de algunos de sus discípulos, que se enamoraron perdidamente de él, como Alcibíades. A cualquiera con curiosidad le aconsejo unos párrafos de El Banquete de Platón donde se narran los desesperados intentos del enamorado discípulo para seducirle, ¡cuando lo escucho el corazón me late mucho más que a los coribantes!, exclamaba apesadumbrado por la indiferencia de su maestro, al que invitaba a ir al gimnasio, a ver si con los ejercicios físicos se mostraba algo más… proclive, o a banquetes, incluso haciéndole quedar hasta tarde hablando, para luego pedirle que se quedara en su casa a dormir que era ya muy tarde para volver solo a casa, a ver si así... Recordemos que en esta época las relaciones entre hombres eran vistas con total normalidad, eran un hecho cultural más, que ni los definía con una identidad sexual ni con otra. Son los tiempos sombríos que vendrían después los que al postergar a la mujer a un único papel en la vida, tener hijos y servir a los hombres, se obsesionarían los profetas de la moral con encerrar la vivencia de la sexualidad bajo el ortodoxo prisma del dogma.
En el otoño de su vida, con unos cincuenta años, se casó con Jantipa, poco probable que fuera por amor, dicen algunas de las fuentes de la época, dada la tirantez que desde un principio parece presidió su relación; no está claro por qué lo hizo, probablemente porque quisiera tener un hijo. Pero eso son especulaciones, y también es probable que realmente estuviera enamorado de su mujer, y apreciara en ella la fortaleza de su carácter. Tuvieron un hijo que llamaron Lámprocles. Lo que estaba claro es que no era muy partidario del matrimonio, cuando le preguntaba algún amigo si debía casarse, le respondía; haz como te plazca, en ambos casos te arrepentirás. Y también parece claro que Jantipa era una mujer que debía amar mucho a un marido que apenas llevaba dinero a casa, más que una renta que heredó de su madre, que no le hacía mucho caso y pasaba todo el día fuera con amigos y discípulos, discutiendo, bebiendo y comiendo. Diógenes Laercio narra la anécdota de como un día debió perder la paciencia con su marido y le arrojó un cubo lleno de agua, a lo que impertérrito Sócrates le dijo: sabía que tarde o temprano el trueno de Jantipa se transformaría en tormenta.
Hoy día Sócrates se quedaría extrañado de todas las cosas que necesitamos para vivir; móviles cada vez más sofisticados, coches cada vez con más lujos, prendas cada vez más ridículas, pero de marca, y mil cosas más...
Tuvo otros dos hijos, tal y como nos narra Aristóteles, con otra mujer, Mirto. O bien fue una segunda esposa, para algunos, con la que se casó por bondad para ayudarla pues era hija de Arístides el justo y se encontraba en un apuro económico (eso narra Plutarco) o bien, fue una amante, una concubina que terminó instalándose en su casa, las malas lenguas de la época aseguran que tras conocerla una noche que se embriagó demasiado. No viene mal volver a recordar que era otra época, con otras costumbres, y que incluso el propio gobierno de Atenas preocupado por la natalidad animaba a tener hijos con mujeres diferentes.
Como todo ciudadano ateniense cumplió sus deberes cívicos en el ejército, donde combatió con valor, y entre otras cosas salvó la vida de su discípulo y amante Alcibíades, al que cargó entre sus hombros herido para alejarle del campo de batalla. Cada vez que el naciente imperio ateniense le llamó al ejército (la última vez con 47 años), las anécdotas de sus servicios contadas por sus contemporáneos, cuentan historias de su bravura en combate y su imperturbabilidad ante el enemigo, incluso en las derrotas. Su vida coincide, extraño en estos tiempos, con los valores morales que durante toda su vida defendió. Hoy día se quedaría extrañado de todas las cosas que necesitamos para vivir; móviles cada vez más sofisticados, coches cada vez con más lujos, prendas cada vez más ridículas, pero de marca, y mil cosas más que sacrificamos al altar de los dioses del consumo masivo. Un día se quedó embobado ante una tienda de artículos de lujo y exclamó: ¡mirad cuantas cosas necesitan los atenienses para mantenerse vivos!
Probablemente nuestro filósofo fue el primero de aquellos atrevidos pensadores que decidió mirar a sus contemporáneos, y no a la naturaleza, en busca de las respuestas esenciales de la vida; En el Fedro Platón pone en su boca la siguiente respuesta cuando alguien le invitaba a una excursión con fines de estudio de la naturaleza: ¿Pero qué pueden enseñarme a mí los árboles y el campo, cuando la ciudad pone a mi disposición todos los hombres que quiero y todos ellos tan instructivos?