Kierkegaard y las elecciones de la vida
Esos condicionales, esos “y si hubiera hecho esto y no aquello” que parecen llenar las tumbas que adornan las encrucijadas de nuestra vida.
No es fácil tomar decisiones en la vida. Y no me refiero a aquellas ocasiones en las que las dudas te aquejan, y no sabes si ver una película o un partido de fútbol, si votar a éste o aquél partido, o si tomar un helado de chocolate o ese innovador de menta con vainilla, y que se jodan las normas culinarias. No. Nos referimos a esas encrucijadas de la vida que se presentan, y toda tu vida te la pasas pensando que hubiera sucedido si hubieras tomado otra decisión, o si en lugar de haberte dejado atrapar por la indecisión, te hubieras atrevido a actuar. Friedrich Nietzsche lo tenía claro; estamos atrapados en un eterno retorno, y las decisiones que tomamos, o las que nos abstenemos de tomar, nos perseguirán eternamente, pues no hay otra oportunidad, ni otra vida que nos redima. Piensa bien tus decisiones y atrévete a vivir. Un pensamiento valeroso, que es más fácil de enunciar que de aceptar. No es fácil vivir así y sobreponerse al temor a tomar la decisión equivocada.
Quién no se ha preguntado alguna vez dónde irán todas esas decisiones que nunca tomamos; todas esas preguntas que nunca hicimos, por vergüenza o miedo; a las amantes, a los amigos, a aquellos que nos defraudaron o a los que defraudamos, a los amores no correspondidos que amamos en silencio, a aquellos personajes que se presentaron en nuestra vida y a los que nunca pudimos apreciar
Quién no se ha preguntado alguna vez dónde irán todas esas decisiones que nunca tomamos; todas esas preguntas que nunca hicimos, por vergüenza o miedo; a las amantes, a los amigos, a aquellos que nos defraudaron o a los que defraudamos, a los amores no correspondidos que amamos en silencio, a aquellos personajes que se presentaron en nuestra vida y a los que nunca pudimos apreciar. ¿Qué hubiera ocurrido en todas esas encrucijadas de nuestra vida si hubiéramos tomado un desvío diferente? Quién sabe si a través de nuestras preguntas o de nuestras acciones todo hubiera cambiado. Un inevitable y melancólico paseo nos espera en el mediodía y los atardeceres de nuestra vida por ese cementerio de las decisiones perdidas, quizá muertas, pero siempre merecedoras de unas bonitas lapidas a las que visitar en nuestro tránsito por las acequias abandonadas de nuestra memoria.
La física cuántica, su teoría de cuerdas, sustenta una de las más curiosas teorías científicas del último siglo, la de los universos paralelos, que viene a decir que cada decisión que tomamos, ir a la izquierda en lugar de la derecha, o a la derecha en lugar de la izquierda, crea un nuevo universo. Tomar café o té también, cualquier elección. Habría incontables versiones paralelas de nosotros mismos pululando por la existencia en torno a las decisiones que hemos tomado. Hay incluso una teoría que sugiere que en el horizonte de sucesos que se encuentra en un agujero negro, dos versiones, o más de nosotros, que provienen de esos universos espejos, podrían encontrarse e intercambiar experiencias. Bueno, más o menos, ya que en realidad no se cree que se pueda salir con vida de un horizonte de sucesos, ni qué pasaría si entramos en un agujero negro.
En cierto sentido, puede que la física cuántica me consuele al hacerme pensar que por ahí hay una versión mía que tiene todo el éxito del mundo, al haber tomado todas las decisiones correctas, mientras yo soy una de esas versiones un poco más pringadas que tomó todas las equivocadas. Pero es imposible, de momento, que esa acertada versión mía pueda contarme cómo diablos lo ha hecho. Y eso, queramos o no, esas dudas, esos tormentos de las decisiones que han marcado nuestra vida; ¿deberíamos haber estudiado esta carrera más útil que no aquella que tanto nos fascinaba? ¿Deberíamos haber intentado decirle algo a aquella chica que tanto nos gustaba? ¿Deberíamos haber intentado este trabajo y no aquél otro? Todas esas decisiones penden ahí, sobre nuestra existencia. Y nos producen esa angustia existencial que tantos quebraderos de cabeza nos han producido en los últimos siglos, además de dar de comer a un buen número de psiquiatras, psicoanalistas, e industrias farmacéuticas, como la que fabrica el prozac, dicho sea de paso.
De ello, de la angustia vital, existencial de O lo uno o lo otro, como se llamó uno de sus libros, era muy consciente Soren Kierkegaard, uno de los padres del existencialismo. Y un hecho marcó especialmente toda su vida, toda su angustia existencial. Un acontecimiento que convirtió en un hermoso legado literario y filosófico, a través de su obra. En 1837 conoció a una adolescente de 14 años de la que se quedó prendado. Nuestro atormentado joven contaba entonces con 23 años. Durante dos años intentó que la joven se enamorara de él, lo que no era fácil, pues ya se encontraba prometida a un hombre de buen porvenir, con un buen empleo como funcionario público. Algo debió ver Regine Olsen en nuestro atribulado pensador, pues finalmente aceptó romper su compromiso previo y establecer un noviazgo con la aprobación paterna, como mandaban los cánones de la época. Kierkegaard era un excelente escritor, y a pesar de que en sus textos hay cierta ambigüedad interpretativa, también era lo que hoy día consideraríamos un fundamentalista religioso, muy tradicional y apegado al cristianismo, en su sentido más estricto. Reprochaba continuamente la hipocresía de los cristianos contemporáneos en sus comportamientos sociales y personales. Tras un tiempo de una intensa relación, decidió romper el compromiso, rompiendo a su vez el corazón de Regine. Tendría que ocultarle demasiado, basar el matrimonio entero en una mentira, escribió. Atropellado y angustiado por su indecisión para asumir el compromiso, nuestro pensador se refugió en la filosofía, escribiendo algunas de sus obras más intensas y de una peculiar belleza literaria y existencial; O lo uno o lo otro (1843), una curiosa novela filosófica que contiene dos partes, jugando el filósofo danés con la técnica narrativa del encuentro por parte de un editor de un manuscrito escrito por dos personas distintas; por un lado las experiencias de un hedonista interesado en el arte, en vivir la vida, en seducir a jóvenes ingenuas- donde Kierkegaard pretende reflejar como se sentía seduciendo a Regine-, y donde lo único que le interesaba al seductor era su propio ego y sus propios sentimientos. Por otro lado, la otra parte del manuscrito representa a la personalidad más moralista e inflexible de nuestro filósofo; está escrito por un supuesto juez que adoctrina sobre cómo llevar una buena vida moral. Mientras las partes del texto del disoluto protagonista nos dibujan a un personaje incapaz de centrarse en algo, la otra, la del juez, nos muestra la serenidad y la firmeza del compromiso de una vida moral.
Después escribiría su conocida obra Diario de un seductor, donde volvía a reflejar la infelicidad de mantener relaciones donjuanescas por parte de un atribulado personaje, y La Repetición, donde otro personaje sufre de una relación desgraciada debido a una crisis religiosa. Lo cierto es que la joven a los dos años supero la ruptura, se casó y tuvo una vida aparentemente feliz con su antiguo pretendiente, mientras que el pensador danés sufrió enormemente al enterarse de que no podía recuperar a su antigua prometida, y nunca volvió a tener novia ni se casó. Una vida desgraciada, amargada existencialmente por la incapacidad de tomar la decisión que le incitaba a atreverse a amar , y comprometerse, aceptando que eso supondría una inevitable perdida y renuncia, pero también el gozo de un sentido, que por su vida posterior no parece que le diera la severidad de su vida moral. Siempre tendremos el consuelo de que su compromiso moral y filosófico nos dejó un legado literario que sustentaría a nuestros atormentados filósofos existencialistas del siglo XX, como Jean-Paul Sartre, que recogió en su obra el legado de la amargura existencial que nos produce vivir la vida sin un manual de instrucciones que nos diga cuál es la decisión correcta. Y siempre quedará la duda de qué hubiera ocurrido si al final de su vida le dieran a elegir a Kierkegaard entre una decisión y otra ¿cuál tomaría? Volvería a romper con Regine o se lanzaría sin pensarlo dos veces a una relación con ella.
Emerson decía que todo muro que se nos opone en nuestro camino y nos obliga a tomar otro diferente, es una puerta que se nos abre. Las oportunidades perdidas no tienen por qué destruir todos los caminos que han de venir. Al igual que todo callejón sin salida es una encrucijada que nos obliga a replantearnos el camino que hemos elegido, y todo laberinto en el que nos perdemos atrapados por las vicisitudes de la vida, sin saber en qué esquina torcer, no deja de ser una oportunidad de aprender que toda cárcel se encuentra en tu mente, y que es tu voluntad de vivir la que da sentido a la existencia, la que evita que te atrape la angustia de la indecisión o de las dudas sobre los caminos tomados. Quizá estemos destinados a elegir continuamente entre Nietzsche y Kierkegaard, entre correr el peligro de arder y quemarnos en las cenizas de nuestras decisiones o resignarse a convertir cada puerta en un muro, cada encrucijada en una trampa, cada oportunidad en un lodazal y cada indecisión en una prisión.