El tufo
José Torres Hurtado ha reaparecido en la puerta de los juzgados (el chaquetón doblado como un capote de paseo, el sombrero pellizcado del ala como el castoreño del picador, el porte curvilíneo de matador veterano) para replantear un silogismo que marearía a los santos padres: La Policía es buena; la Guardia Civil es perfecta, luego la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (que depende de la Policía y forma parte de los cuerpos de Seguridad del Estado) es arbitraria y secuaz.
La sinrazón del razonamiento del exalcalde y exdelegado del Gobierno en Andalucía es, me temo, de carácter más práctico que lógico. Torres despotrica de la Udef porque fue la sección policial que irrumpió en su domicilio, registró su casa, se llevó los ordenadores, lo embaló en un par de cajas de cartón y se lo llevó a comisaría a declarar como si fuera un paquete de Seur. El exalcalde omite decir quién contrató a los transportistas, quién pagó el porte, con qué finalidad le dieron curso y por qué usaron un aparato más propio de una película de Berlanga que de una comedia trascendente al estilo de las que dirigía entonces el exministro Fernández Díaz.
Y no es que lo ignore, no. Incluso en alguna ocasión los ha señalado aunque en esta ocasión, ante la juez, se ha reservado los nombres y los cargos de los compañeros de Granada que vendieron su honra por menos de diez denarios. Tampoco ha aclarado si los demás casos que ha investigado esa abominable unidad impura de la delincuencia fiscal (los cursos de formación, la denuncia contra Podemos, la investigación al PP de Valencia o los pagos de la Gürtel) pecan de la misma condición capciosa.
Pero de lo que quería hablar hoy es de una curiosa asociación de ideas e imágenes en la que incurro cada vez que leo una crónica relativa a las supuestas irregularidades y conchabamientos que rodearon la apertura del Serrallo Plaza. En su última comparecencia en el juzgado Torres Hurtado ha dicho muy serio que no tuvo ninguna relación (“ni siquiera por teléfono”) con el promotor del centro comercial García Arrabal, la estrella más rutilante en otra época del firmamento del urbanismo granadino.
Pues bien, basta con leer esas palabras para que surgen claras en mi memoria algunas de las numerosas imágenes de la puesta de largo del Serrallo aquel 27 de marzo de 2012: García Arrabal bajo una televisión de plasma con el rótulo “gracias papá”; la mamá acariciando la sotabarba del marido con los ojos líquidos de emoción; el hijo repartiendo besos llenos de azúcar como en los concursos familiares de Canal Sur; Sebastián Pérez con la mano derecha sobre el corazón; el hijo y el desconocido Torres Hurtado (de terno negro y corbata dorada) sentados codo con codo y hablando mientras se acariciaban las puñetas de la camisa para comprobar que los gemelos seguían en su sitio; políticos haciendo de figurantes mientras paseaban con la mano elegantemente desmayada en el píloro y todo, todo, en medio de un glamour lujoso y un intenso olor a limpio que (ahora lo vamos sabiendo) quería disimular el tufo amable de la complicidad.