Luz en un campo oscuro
Si uno coge el folleto y empieza a jugar de antemano, sin ver aún la exposición, encontrará los primeros hallazgos. Dichoso encuadre como ruleta que de un lado, el vertical, rellena de rojo los espacios blancos, y de negro acoge título, lugar y fecha expositiva. Pero de repente suena en la horizontal, las barras rojas y negras se revelan como iconos de alta fidelidad. Uno adivina que entre Mallarmé, Juan Ramón, William Klein, o los más actuales Greta y Pividal se la juegan para habitar el campo oscuro de lo leído, lo visto, y lo escuchado.
Parece una batalla no librada, puro romanticismo que apuesta por las imposibilidades como espacio vivo de creación. No se escribe, luminosamente, sobre un campo oscuro es verso, y versus, sobre el que veintidós autores ofrecen su lucha artística. Se intuyen incómodos en uno y otro lado, como si quisieran inventar un tercero que, lejos del folleto en vertical u horizontal, bien podríamos estar en la oblicua, línea que describe la mirada del artista. Una línea que se manifiesta en la colocación de muchas de las piezas que podemos visitar hasta el 24 de junio en el Centro José Guerrero. Las letras de cartón reposadas de Harald Klingelhöller milimétricamente apoyadas unas sobre otras. Las imágenes reclinadas de un proyector apunto de tumbarse, The Long Poem Manipulates Spatial Organizations, de Rosa Barba. Las ocho fotolitografías en reposo de Javier Pividal, los libros en vitrina a punto de levantarse (Michalis Pichler, Fernando Millán, Sthepane Mallarmé). Incluso las páginas arrancadas de libros de Alfaro, azucaradas, en estado catártico parecen que al día siguiente tomaran otra inclinación.
“Es una exposición tesis”, decía en la inauguración Óscar Fernández, comisario de la muestra. El germen de esta exposición habría que rastrearlo en un asunto tan antiguo como inacabado: la relación problemática entre la imagen y la escritura. “Nuestro propósito es trabajar en este lugar convulso, donde la dificultad se transforma en estimulante desafío”. Hay que celebrar disponer de un Centro como el Guerrero en la ciudad, que nos plantea constantes preguntas, que nos invita a pensar, que nos obliga a jugar, que su espacio no ostenta la categoría de obra, como otros lugares del arte, para que justo arte sea lo que se expone. Tres plantas enhebran cada discurso expuesto, capas que se saborean en los intersticios de las escaleras como silencios que acomodan cada entrega. Las columnas son el único vestigio que reconduce lo expuesto, interactuando, recordándonos las ideas de Torrecillas.
El Guerrero, no solo por su colección, es una barbaridad. Un regalo que sigue a flote ofreciéndonos la posibilidad real de una imposibilidad, como la de un campo oscuro: creer en la obra de arte. Algo raro para la época del no tiempo, de la no verdad (o mentira y al revés), de lo líquido, de la sensibilidad alterada. Hoy quiero dar las gracias a cuatro personas que representan al equipo Guerrero (y da igual el orden). Son: Pablo, Marina, Ana y Paco. Es difícil de explicar, pero como en el video de Broodthaers, hay quien escribe bajo la lluvia y consigue que la tinta perdure.
He dicho tres veces jugar, como las plantas del Guerrero. Una de niños, otra de riesgo, y la última como derecho. No se pierdan esta exposición, no se pierdan ninguna del Centro José Guerrero.
Ignasi Aballí William Klein
Greta Alfaro Harald Klingelhöller
John Baldessari Maurice Lemaître
Rosa Barba René Magritte
Marcel Broodthaers Stéphane Mallarmé
Ian Hamilton Finlay Filippo Tommaso Marinetti
Alekséi Gan Fernando Millán
Marine Hugonnier Michalis Pichler
Alfredo Jaar + David Levi Strauss Javier Pividal
Juan Ramón Jiménez Rémy Zaugg / René Pulfer