'Un hombre bajo el agua'
Contamos historias porque ese acto, en apariencia inútil, nos garantiza la eternidad. Créanme. Es una cuestión de pura supervivencia. No me refiero a la supervivencia del escritor, sino a la de aquellos seres anónimos que protagonizaron unas vidas condenadas al olvido y que ahora, si levantasen la cabeza, se descubrirían entre las páginas de un libro o en los claroscuros de un lienzo o en el blanco y negro de cualquier fotografía abandonada sobre el defán de la chimenea. Así de sencillo. Y así de paradójico también, ya que para este fin da igual haber vivido previamente o no haberlo hecho jamás, da igual que la historia en cuestión sea real o inventada. Sí. Da igual porque la realidad nada tiene que ver con el hecho literario más allá de que, si nos descuidamos, el hecho literario acabará suplantándola sin pedir permiso. Algo así es lo que sucede en “Un hombre bajo el agua” (Expediciones Polares, 2019), la última novela del almeriense Juan Manuel Gil, una novela en la que su autor se cuestiona si es posible escribir ficción sólo con hechos, lugares, personas y testimonios reales. Para ello, sin atisbo de nostalgia, Gil regresa a su adolescencia y nos sitúa ante una trama en la que, como de costumbre, memoria y fantasía hacen su trabajo al alimón, apuntándose al oído los matices que terminarán por engalanar un acontecimiento inusitado, uno de esos que sacuden de vez en cuando nuestra intrascendencia habitual, con los ropajes de la mitología urbana. Disculpen. Realmente, quería escribir suburbana. Sí. Eso es. Porque el barrio en el que aparece ese hombre bajo el agua del que nos habla Juan Manuel Gil en su novela se asemeja bastante al barrio del río Besós por el que pasean los príncipes valientes de Javier Pérez Andújar o, mejor aún, a la plaza del General Orduña alrededor de la que se desarrolla la obra inmensa de Muñoz Molina o al pueblo sin nombre en el que el poeta Antonio Agudo comía de niño las berbajas, las collejas, los gordolobos, las tetas de vaca, los cardillos, los ajos porros y las cerrajas que le llevaba su abuela. Se diría que en la obra de Gil, como en la de otros escritores del extrarradio, luchan en combate desigual los últimos moradores de un mundo que se extingue contra el porvenir que acabará por conducirles hasta el avispero de cualquier ciudad futura. Es el suyo un submundo de desmontes y terraplenes, y de balsas y niños descamisados, y de veranos con moscas, y de calles sin asfaltar, y de barras donde se acodan la sed y el desaliento, un submundo que quedará para siempre en el limbo que marca la frontera entre el entonces y el ahora, entra la leyenda y la realidad. Sí. Es cierto. Algo así sucede en la novela de Juan Manuel Gil, aunque en verdad no suceda del todo. Porque “Un hombre bajo el agua” es una novela y también es la historia de cómo se va fraguando esa novela que nadie ha escrito todavía. Veamos. Cómo lo digo para no destriparles absolutamente nada del argumento. Una novela en los huesos. Eso es. Un esqueleto de palabras. O, mejor, de ideas. Exacto. Sí. Así, puedo decirlo. Un armazón en el que el proceso creador pasa a formar parte de la trama mientras su autor se pregunta, página tras página, si merece la pena escribirla a cualquier precio, si no se estará equivocando al recordarla e inventarla, o al unir sus múltiples piezas, o sobre todo al contarla como la va a contar a poco que nos descuidemos. Y esto es, de alguna manera, lo más asombroso de “Un hombre bajo el agua”, porque no todos los escritores nos permitirían componer su historia a medida que la vamos leyendo. No todos nos dejarían formar parte del proceso ni nos consentirían bucear entre sus anotaciones, grabaciones y testimonios literales. Pero Juan Manuel Gil sí lo hace. Y con ello nos hace cómplices de su osadía. Y también de su eternidad. De ahí que, si por una de esas casualidades del destino yo estuviese el viernes dieciocho por Granada, si la librería Picasso me pillase de paso hacia ninguna parte y si, además, tuviese la fortuna de haber obtenido para entonces la condicional de mis obligaciones cotidianas, no dudaría en acercarme a la presentación del libro de Juan Manuel Gil. No lo dudaría porque hay cosas que es mejor decirlas a la cara, de frente, sin titubeos, y yo necesito decirle que también quisiera vivir para siempre en alguno de esos libros que le quedan por escribir. Vivir como viven esos tipos que nunca aspiraron a tanto. Vivir. Tan sólo vivir. Si no es molestia.
Maestro de profesión, Martínez Clares fue director durante una década (2004-2015) de la revista Puerta de la Villa y, en la actualidad, es miembro del Departamento de Arte y Literatura del Instituto de Estudios Almerienses y colabora en diversos medios digitales y en revistas literarias.
Más información en: http://martinezclares.blogspot.com.es