Sierra Nevada, Ahora y siempre.
Opinión sobre el regreso de 091 por José Luis Martínez Clares

'Año Cero'

Cultura - José Luis Martínez Clares - Sábado, 13 de Febrero de 2016
Miguel Rodriguez

La música se agarra a la juventud: la música con su parafernalia de cueros y greñas, de tupés y litronas, de sueños quebrantados y resaca; la música que es la argamasa de la tribu, que diseña sus vestiduras, sus leyendas y sus vicios sin ánimo de crear tendencia, que se cuela en la mirada de sus adeptos, en sus ojos desafiantes de animales apaleados; la música con tanta prisa por vivir, tan marginal y tan efímera. Y sin embargo, veinte años después, sigue aquí, con nosotros, como si de una maniobra de resurrección se tratase, ella que nunca quiso perdurar, sonando incansable en nuestra memoria.

En aquel estupendo documental titulado “Catorce años sin piedad” que dirigió Antonio Hens para Canal Sur, Tacho González -baterista de los 091- contaba que decidieron dejarlo antes de resultar patéticos. Su disolución fue, por tanto, un último estertor de auténtica dignidad. Aquella noche inolvidable de Maracena, mientras se eclipsaba el mes de mayo del noventa y seis, firmaron su certificado de defunción ante los ojos incrédulos de miles seguidores, los mismos que, a la mañana siguiente, sin alardes innecesarios, con la contención de la que manan las emociones verdaderas, no rogaron a Dios por su alma sino que comenzaron a exigir directamente la resurrección. Pero su final no fue un capricho de mentes ingobernables; fue un adiós meditado y definitivo. No debemos olvidar que los Cero habían escapado al yugo de la industria durante tanto tiempo que no debieron encontrar otra salida, para seguir siendo mínimamente libres, que convertirse en perennes habitantes de ese purgatorio en el que dan con sus huesos todos los grupos de culto. Pero ya nos dijo Bob Dylan que nadie es libre del todo, pues hasta los pájaros están encadenados al cielo.

Los Cero no dejaron herederos conocidos, pues se fueron como se van los vagamundos o los poetas románticos, sin hacer testamento, con las manos vacías de versos, versos que derrocharon en vida. Nadie continuó su senda y nos quedamos huérfanos demasiado pronto, sin referentes, cuando todavía soñábamos -ilusos- con ser tan nocivos como Jim Morrison, con enamorarnos de las flores del mal, con exprimir hasta la última gota de las horas perdidas. Algo nos incitaba a pensar que nuestras vidas no durarían más de cinco minutos y había que vivir deprisa porque eran tiempos propicios para perderlo todo: el amanecer de Granada, la soledad furtiva de la Torre de la Vela, la euforia que nos proporcionaban las copas en La Pantera Rosa o el Bay-bay.

Tal vez, fue esa misma urgencia la que llevó a los 091 a finiquitar el último siglo allá por 1989, coincidiendo con la caída del muro de Berlín. “Qué fue del siglo XX” supuso una de las cimas creativas para unos músicos que, como nosotros, tuvieron la fortuna de ser lo suficientemente jóvenes como para ahorrarse la movida y lo suficientemente viejos como para llegar tarde al letárgico Indie rock. Rockeros insobornables, perdedores sin últimas voluntades, poetas eléctricos que bebieron de las mejores fuentes, que se acodaron en las peores barras, con ellos Granada empuñó, al fin, una guitarra eléctrica y la ciudad, a cambio, se quedó para siempre en la atmósfera de sus temas, dotándolos de sus matices más poéticos pero también de los más urbanos, sucios y deleznables, pues la efervescencia social y la confusa realidad que se palpaban -y que se siguen palpando- sobre el asfalto de sus barrios obreros dieron forma a sus letras más comprometidas. Valga como ejemplo “La vida que mala es”, quizás su canción más tarareada, su letra más granaína, en la que fusionaron un riff de guitarra al más puro estilo Bo Diddley con una copla del Sacramonte que ya cantaba, en su momento, el místico Enrique Morente. “Miras la vida como una carrera / y no naciste para ganar, / por más que corrías no viste la meta, / busca un hombro en el que llorar”. Y eso hicimos aquella noche de Maracena todos los que asistimos al levantamiento del cadáver.

No merece la pena buscar culpables: entre todos nos bastamos para redactar su necrológica. Los Cero nunca pudieron saborear el triunfo en vida. Hubo diversos motivos para que las discográficas les dejasen morir ante nuestros ojos, sin administrarles siquiera unos mínimos cuidados paliativos. Lo explica el propio José Ignacio Lapido en el libro “En cada lamento que se hace canción” (Editorial Comares, 2008), un magnífico ensayo de Jordi Vadell sobre las letras del poeta eléctrico: “Nunca tuvimos una compañía que creyera en nosotros. Pasamos por cuatro distintas en nuestra trayectoria y sólo la última, Big Bang, sabía realmente lo que queríamos”. Además, los Cero siempre se negaron a participar en las chorradas que tanto gustan a los medios y nunca entraron en las trampas del mercado. Lejos de limar asperezas con las listas de ventas, fueron endureciendo, disco a disco, su pop originario y huyeron de las suavidades que exige la industria, lo que les alejó del gran público definitivamente. Ni siquiera en el último trance suplicaron que alguien les facilitase la extremaunción.

Al sempiterno desinterés de la industria por todo lo que huele a calidad, hay que unir las características de cada uno de sus siete discos de estudio. Los temas que trataban en sus canciones y el lenguaje que utilizaban para contarlos no conectaron con una masa acostumbrada al consumo rápido y fácil de entretenimiento. Los 091 hicieron sobre todo música para las penas. Sus canciones versan sobre la soledad existencial, el inexorable paso del tiempo, la confusión, el desamor cotidiano o la crueldad de la vida. Nos encontramos, sin duda, ante los grandes temas de la Literatura con todo lo que eso conlleva. En palabras del propio Lapido: “Nuestras letras no eran del tipo de letras que los quinceañeros tararean alegremente. Necesitaban cierto esfuerzo de comprensión que está claro que el público mayoritario no estaba dispuesto a hacer”. ¿Quién no sabe, por ejemplo, después de escuchar a los Cero, que una tormenta no puede ser real si antes no ha sido imaginaria? Por todo ello, la banda granadina acabó sumergida en la estética del Loser. Consideraron, quizás, que la derrota es la única manera de ser justos.

No seguimos el cortejo fúnebre de los Cero, pero, durante este tiempo, tampoco hemos ido a ninguna otra parte: nos quedamos plantados en la esquina de siempre dejando nuestros cantos de cisne en manos de José Ignacio Lapido -ese Dylan nazarí que aún esconde versos debajo de las piedras-. Gracias a sus discos, hemos sobrellevado el duelo hasta hoy, porque -créanme sin necesidad de meter sus dedos en mis llagas- dos decenios después de aquella desesperada noche del noventa y seis, los 091 regresan a la vida, una vida que a muchos se nos hace poesía cuando en nuestras madrugadas se enredan aquellas viejas canciones de cuna y de rabia.

Los 091: tan frescos: conservados en formol: sin la parafernalia de cueros y greñas, de tupés y litronas, de sueños quebrantados y resaca: los Cero que aún son la argamasa de esta tribu que sólo deseaba ser piel roja: los Cero que vuelven para ponernos un espejo delante de los ojos como ya hicieran a mediados de los ochenta, cuando todavía éramos demasiado jóvenes para escuchar los aullidos de más de cien lobos, pero ya nos aglomerábamos en las barras de los garitos donde comenzaban a gestarse numerosas bandas que siempre serían anónimas para el resto del mundo. Allí, entre nosotros, también estaba Joe Strummer -lider de los Clash- que se había encaprichado de los 091 y que ahora no podrá volver a verlos en “su” Granada, porque el tiempo no respeta a nadie. Ni siquiera a los genios. Veinte años después, cuando ya merodeaban el olvido, los 091 pudieran convertirse en el último motor que aún ruge en este disciplinado cementerio de automóviles, ya que todo indica que su gira “Maniobra de resurrección”, además de un retorno pasajero a este reino de los vivos, supondrá el éxito que siempre se les negó. Sepan que este 2016 podría ser, al fin, el año Cero.



José Luis Martínez Clares nació en 1972 en Gor (Granada), lugar del que pronto emigró, junto a su familia, para disfrutar de la infancia en Barcelona. A los nueve años, regresó a la tierra que le vio nacer para terminar de criarse y, posteriormente, cursó estudios de Ciencias de la Educación en la Universidad de Granada. Desde 2002, reside en Roquetas de Mar (Almería), donde ejerce como maestro. Amante del cine, fotógrafo amateur y poeta, con el comienzo del nuevo siglo crea y dirige la revista digital CineGor.com, que fue durante años lugar de encuentro para los amantes del cine clásico. Como fotógrafo, ha participado en numerosas exposiciones y es miembro de la Asociación Fotográfica Másdeluz de Roquetas de Mar. A su llegada a Almería, emprende una fructífera colaboración con diversos medios escritos de ámbito local y provincial, y, desde 2004, es director de la revista Puerta de la Villa. Martínez Clares es autor de dos libros de poesía: en Palabras efímeras -su primer poemario publicado por el Instituto de Estudios Almerienses en 2010-, ya dejaba constancia de sus universos particulares en una serie de poemas de hondo argumento, plenos de sensibilidad y con un estilo que manifiesta su absoluta devoción por las palabras. Con Vísperas de casi nada –editado en 2011 por el Ayuntamiento de Aguilar de Campoo (Palencia)-, obtuvo el VII Premio Águila de Poesía. Con su último poemario, Lo que mirarán tus ojos, logró este año el VIII Premio de Poesía "Federico Muelas" de Cuenca.