'Yo y mis múltiples yoes'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 22 de Mayo de 2022
Caballero Luna, personaje de Marvel.
Marvel
Caballero Luna, personaje de Marvel.

'Por lo tanto, la identidad de una persona se extiende hasta donde un ser inteligente puede repetir como propias, o sea, percibir en la actualidad, las operaciones pasadas con la misma conciencia que tuvo de ellas en su momento, y con la misma que tiene de una operación actual'. John Locke

Recientemente Marvel, en su exitoso camino a saturarnos la pantalla y los televisores con los protagonistas de sus viejos comics, que tantos buenos momentos de entretenimiento han proporcionado a infantes y adultos durante tantas décadas, estrenó una de sus series más peculiares, Caballero Luna. No por la calidad de la misma, que prefiero dejar a críticos especializados juzgar sí la tiene o no, ni a su capacidad para entretener que dependerá de cada espectador y sus expectativas, sino por la peculiaridad del héroe protagonista. Nuestro personaje obtiene sus poderes de un antiguo dios egipcio, Khonsu, que busca castigar a todos aquellos que han realizado algún mal. La trama se complica cuando descubrimos que el protagonista posee un problema de personalidad múltiple causado por una trama continuada de su infancia. Una personalidad más violenta es la marioneta del dios egipcio, y la otra, ajena, vive una plácida vida alejada de las heroicas y trágicas vicisitudes de la primera, hasta que ambas se encuentran y colapsan, al enfrentarse dos personalidades diferentes en un mismo cuerpo. Un mismo cuerpo y una misma mente compartiendo dos personas que no coinciden en prácticamente nada de aquello que nos define aparentemente como un yo individual, diferentes caracteres, diferentes gustos, diferentes personalidades, y por tanto diferentes yoes.

Y si nos ponemos finos, hay días en los que nos cuesta reconocer a nuestro yo actual de aquél que vivió hace tan solo unos pocos días. Todo cambia, nada permanece, o eso pudiera parecer en ocasiones

Brandon Sanderson, uno de los escritores de fantasía épica más populares y con mayor éxito en la actualidad, no sabemos si influenciado o no por los comics del personaje de Caballero Luna, escribió una trilogía de relatos compilados en un libro Legión, las múltiples vidas de Stephen Leeds, donde el protagonista también posee como característica tener múltiples personalidades, radicalmente distintas, con diferentes virtudes y conocimientos que le permiten adaptarse a los retos que ha de enfrentar en sus aventuras. Más allá de dignificar y visualizar un trastorno mental, frente a la tendencia que posee nuestra hipócrita sociedad de barrer bajo la alfombra todo lo que no encaja en los moldes preestablecidos, ambos personajes nos sirven para plantearnos una cuestión que ha perdurado en la filosofía, y en la ciencia, desde hace siglos: ¿Qué es la identidad o sustrato que nos define en tanto yo? ¿Podemos afirmar que somos la misma persona a lo largo de toda nuestra vida? ¿Es el yo una ilusión de nuestra mente? Aunque no tengamos ningún trastorno de personalidad que multiplique radicalmente nuestro yo en diferentes personalidades que coexistan al mismo tiempo, es difícil admitir que seamos la misma persona ahora que cuando éramos niños, adolescentes o jóvenes, o el que seremos cuando el invierno nos alcance en nuestras postrimerías. Y si nos ponemos finos, hay días en los que nos cuesta reconocer a nuestro yo actual de aquél que vivió hace tan solo unos pocos días. Todo cambia, nada permanece, o eso pudiera parecer en ocasiones.  

Si nos enfrentáramos cara a cara con nosotros mismos, transcurridos años y experiencias que nos han marcado, amores, desamores, tragedias, ilusiones y desilusiones y mil heridas más que nos han llevado a lo que somos, ¿podríamos estar de acuerdo en algo? ¿Nos reconociéramos como la misma persona?

Nuestro cuerpo cambia con el tiempo, nos hacemos más altos, para luego menguar con el implacable devenir, nos volvemos más anchos o delgados, nos salen arrugas, y tantas otras cosas, incluida la sustitución de nuestras células a lo largo de las décadas de nuestra vida. No es lo mismo una semilla que un árbol. No es lo mismo nuestro yo de niño, nuestro yo adolescente o nuestro yo joven, con aquello que sea que seamos actualmente. Ni seremos mañana la misma persona que ahora mismo escribe. ¿Qué permanece y qué no? Si las religiones tuvieran razón y un alma o algo similar sobreviviera a nuestra carnalidad, se plantean cuestiones interesantes: ¿qué alma es la que sobrevive? La que nos representa en nuestra infancia, la de nuestra juventud, la de nuestra madurez, o aquello en lo que nos hemos convertido a las puertas de la muerte. Si nos enfrentáramos cara a cara con nosotros mismos, transcurridos años y experiencias que nos han marcado, amores, desamores, tragedias, ilusiones y desilusiones y mil heridas más que nos han llevado a lo que somos, ¿podríamos estar de acuerdo en algo? ¿Nos reconociéramos como la misma persona? Más allá de algunos gustos, que también habrán cambiado o evolucionado, probablemente tendríamos más en común con algunas personas de nuestro actual entorno que con nuestro yo del pasado.

Si tienes los recuerdos y experiencias del zapatero, serás éste, aunque ahora vivas en el cuerpo del príncipe

John Locke, el filósofo británico del siglo XVIII, creía que nacemos con la mente como si fuera una tabula rasa en la que la experiencia escribe nuestra personalidad, y sí, ciertamente podemos ser el mismo ser humano, pero no somos la misma persona a lo largo de nuestra vida. Locke nos propone un ejercicio mental, para plantearnos esta cuestión; imaginemos un zapatero y un príncipe, uno viviendo en una modesta casa y el otro en un espléndido palacio. Ambos se levantan una mañana con los recuerdos intercambiados. Los del zapatero en la mente del príncipe, los del príncipe en la mente del zapatero. Presuntamente son el mismo ser humano, pero no son la misma persona que la noche anterior. El príncipe seguiría siendo él mismo, pero en el cuerpo del zapatero, porque lo que nos define es la continuidad psicológica de los recuerdos que permanecen en nuestra memoria. Si tienes los recuerdos y experiencias del zapatero, serás éste, aunque ahora vivas en el cuerpo del príncipe.

Hoy día no nos comportaríamos igual que hace unos años, en algunos casos para bien, al haber aprendido de errores pasados, en otros quizá para mal, al haber perdido por las decepciones y desilusiones capacidad de atrevimiento o empuje

Locke plantea algunas cuestiones éticas que incluso hoy día se encuentran reflejadas en los ámbitos jurídicos. Si has cometido un crimen, pero no eres consciente de haberlo hecho, porque no lo recuerdas, ¿eres culpable? Hay cuestiones que más allá de las implicaciones jurídicas sobre la culpabilidad tienen que ver precisamente con la evolución de nuestra personalidad a través de la experiencia y los recuerdos. Somos responsables de lo que hicimos en el pasado siempre que seamos capaces de recordarlo, aunque hayamos cambiado radicalmente nuestra personalidad. Es pues para Locke, la continuidad de la memoria la que nos define. Mientras recordemos aquello que hemos experimentado somos el mismo ser, aunque no seamos exactamente la misma persona. Hoy día no nos comportaríamos igual que hace unos años, en algunos casos para bien, al haber aprendido de errores pasados, en otros quizá para mal, al haber perdido por las decepciones y desilusiones capacidad de atrevimiento o empuje.

La fragilidad de los recuerdos que nos definen es una cuestión que también tiene su importancia en la constitución de nuestro ser, en tanto es sabido por múltiples investigaciones científicas que construimos nuestros recuerdos

La fragilidad de los recuerdos que nos definen es una cuestión que también tiene su importancia en la constitución de nuestro ser, en tanto es sabido por múltiples investigaciones científicas que construimos nuestros recuerdos. Nuestras percepciones no solo están mediadas por nuestras expectativas presentes, que añaden cualitativamente datos a lo que nuestra fisiología percibe cuantitativamente, sino que aquello que recordamos hicimos cuando éramos un adolescente, esta mediado por factores de nuestro cerebro que han editado los recuerdos. Para hacernos sentir mejor, o quién sabe por qué. Pero ni siquiera podemos tener una fiabilidad absoluta pues estamos construidos sobre historias que nos contamos a nosotros mismos. Y como toda historia que se escribe, hay elementos parciales que la determinan, algo se ilumina, algo se ensombrece, algo se escoge, algo se descarta. Nada permanece, ni siquiera nosotros mismos.

El problema básico reside en que somos aquello que experimentamos en tanto conciencia, pero no podemos transmitirlo objetivamente a nadie

El problema básico reside en que somos aquello que experimentamos en tanto conciencia, pero no podemos transmitirlo objetivamente a nadie. Hay un elemento permanentemente subjetivo en nuestra percepción del yo. Hay en neurobiología indicadores que nos indican, y que son objetivamente mesurables, estados de nuestra conciencia, pero no siempre funcionan porque podemos experimentar subjetivamente alteraciones emocionales y no mostrar alteraciones fisiológicamente mesurables. Cómo mides una angustia o un miedo que permanecen activos en segundo plano, pero que no son observables empíricamente en un laboratorio. Esa conciencia de no ser el cuerpo, de estar en uno, o dentro de tu cabeza y observando tus experiencias, emociones, memoria, es una ilusión. Somos procesos neurobiológicos en permanente cambio debido a la experiencia y cómo la procesamos, pero no hay nada más allá que este en un plano diferente a esos procesos. Somos esos mismos procesos. Y por tanto el yo, o como sea que deseemos llamarlo, es algo tan dinámico y se encuentra en un proceso de cambio permanente, que probablemente seamos el mismo ser humano a lo largo de toda nuestra vida, pero son múltiples personas las que la viven. Aprender cuál es la más fiable y la más saludable para vivir felices y ayudar a los demás a serlo, es nuestra permanente tarea. La única posible mientras lidiamos a duras penas con los yoes con los que convivimos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”