Viaje al corazón de los viajes
Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor un enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo.
Homero, Canto XII, Las sirenas.
Y así Ulises, el astuto rey de Ítaca, advertido por la hechicera Circe, logró eludir el atractivo canto de las sirenas, que hubiera significado el final de su viaje, de su retorno al hogar. Viaje, que durante más de veinte años le llevó a deambular de las costas de la saqueada Troya, al inframundo de los muertos, y de vuelta a la tierra de los vivos, espoleado por la nostalgia de la vuelta a casa. La Odisea de Homero, que narra el viaje de los viajes.
Sometido a numerosas aventuras y desventuras en la epopeya homérica, ninguna ejemplifica mejor la metáfora del viaje. Los peligros de quedar atrapados en su corazón, abandonado el punto de partida y desencantado con el punto de llegada, atrapado por el melancólico dulzor de costas extrañas. Vivir en un eterno bucle de tránsito entre un punto y otro, es el canto de las sirenas, al que todos hemos de enfrentarnos más tarde o más temprano, en nuestros viajes. Sean terrenales hacía lo desconocido, vitales hacía lo incognito, o entrelazados el uno en el otro.
Otro mito, de nuestro tiempo, Bob Dylan, lo ha entendido mejor que nadie. En su juventud, se inició una batalla que sabría nunca podría terminar de ganar, el reconocimiento de la propia verdad a través del reconocimiento de verdades ajenas. Tras el éxito, el fracaso de negarse a convertirse en el personaje que los demás querían que fuera. Su única manera de sobrevivir a las expectativas ajenas fue construirse innumerables máscaras; el rebelde trovador de izquierdas, el rockero traidor, el inconsistente padre de familia, el salvador del rock and roll, el furibundo predicador cristiano, la vieja estrella de Rock reconciliada con los tiempos modernos, el oscuro poeta de folk y blues, y finalmente, el crooner que recupera clásicos de la música popular norteamericana que el mismo dio por enterrados en una de sus encarnaciones anteriores. No hay metáfora que resuma mejor su viaje que la realidad de su vida, la del músico viajero, el bardo embarcado en una gira interminable, sin posible retorno al hogar. Pues no hay más vida posible ya para él que sobrevivir en la carretera de una gira sin fin. Dylan retomó el mito del héroe homérico, rindiéndose al canto de las sirenas, quemando sus barcos en busca de un hogar al que sabría que no podría volver, y un destino que nunca quiso encontrar, como un niño que renunciara a crecer.
Hay tantos tipos de viajes, como vidas posibles en cada uno de nosotros, tantos destinos, tantos hogares, como ilusiones y esperanzas, tantos monstruos que vencer en el viaje, como desencantos y fracasos.
¿Por qué iniciar un viaje? Qué nos motiva a abandonar lo conocido e ir en busca de tierras vírgenes, nunca holladas por nuestras expectativas. Qué nos hace abandonar la confortable seguridad del hogar, de los corazones conocidos y perdernos en la búsqueda de cantos de sirena que nos atrapen, o a los que enfrentarnos, para volver al antiguo hogar o crear uno nuevo. En ambos casos irreconocibles, pues nunca seríamos ya la misma persona. Modelados por los fracasos y las personas sacrificadas en el viaje, por los amigos y amores perdidos en las desventuras sufridas, por los éxitos que nos endiosaron, y que cegaron los faros que podrían habernos anclado en puertos, que nos hubieran devuelto la inocencia perdida, y renovado nuestros vigores.
Viajes al pasado, viajes de presente, viajes al futuro. Tres tipos de viajes, tres tipos de motivos, tres tipos de equipajes.
Viajamos al pasado cuando la nostalgia envuelve la melancolía de la infancia pérdida, de los amigos extraviados, de los seres queridos, tan ausentes en nuestra vida como presentes en nuestro corazón. Sentimos la felicidad conjugada en un pretérito perfecto, al que el presente convierte en pretérito imperfecto. Buscamos algo perdido en el presente y esperamos recuperarlo revisitando esos lugares donde todo aquello transcurrió; el colegio, una boda, un encuentro que nos definió, sonrisas y lágrimas cuyas huellas aún perduran, cicatrices de lágrimas derramadas, ocultas por el maquillaje de las sonrisas que sanaron nuestro corazón. Buscamos sin descanso los olores, los sabores, los ruidos, las vistas, los tactos que nos devuelvan todo aquello de nuevo a nuestras vidas. Eso son los motivos, equipados con la melancolía que nos acompaña en esos viajes destinados al fracaso, pues nada permanece nunca igual, ya sea porque sencillamente cambió, o porque nunca fue en realidad así. Difíciles, sí, pero, son viajes tan necesarios, como el beso nocturno de una madre a un hijo aterrado por la oscuridad que viene a arropar sus sueños.
Viajamos en el presente cuando motivados por la inquietud de descubrir nuevos lugares, decidimos explorar nuevas costas. Debilitado el estímulo del lugar donde nuestros sueños reposan, nos sentimos espoleados a encontrar nuevos alicientes que redescubran aquellos lugares, tan conocidos como agotados. Necesitamos una nueva mirada que refresque el hogar. No es la nostalgia lo que nos impulsa, sino el agotamiento que acompaña la aburrida cotidianeidad de esos lugares, físicos o mentales, que delimitan nuestra vida y nos hacen sentir encerrados, en prisiones reales o imaginarias. No buscamos cambiar de lugar, ni siquiera el estatus en nuestra vida, simplemente necesitamos recordar porque esos lugares, esos sentimientos, esas personas, fueron tan importantes y encontrar inspiración para que vuelvan a serlo. Son viajes, a veces incomodos, a veces fracasan, otras no, dependen en gran parte de la voluntad y de los nuevos filtros de colores que encontremos en el viaje, y que redefinan nuestra actual realidad. Difíciles, sí, pero son viajes tan necesarios, como el llanto de un niño, desprovisto de caricias que le hagan sentir, de nuevo, querido.
Viajamos al futuro cuando las cenizas del pasado ciegan el presente. El pretérito ya no emplea el verbo agridulce de la nostalgia, sino que despierta el amargo sabor de los verbos enclaustrados por un inoperante presente. Ya no es posible quedarse en el mismo sitio, ejercer una nueva mirada que revitalice nuestros sentimientos o ilusiones. Es hora de abandonar los puertos blancos e iniciar un viaje sabiendo que quemaremos los barcos al arribar. Desplazar el pasado, mover el presente, alcanzar un futuro, es el único pasaje que necesitamos, con el único equipaje de la esperanza en que las lluvias de ayer que embarraron el presente, de alguna manera, siembren las semillas que nos indiquen un camino, no más encrucijadas que nos devuelvan al punto de partida. La (des)esperanza es el único motor que necesitamos. Difíciles, sí, pero son viajes tan necesarios como las risas en un niño desprotegido, abandonado a una vida sin el refugio de seres queridos.
Hay un cuarto tipo de viaje, no enumerado antes, el viaje de la desesperación. Cuando el pasado ha desaparecido quemado por la barbarie ajena, cuando no tienes presente desgarrado por la avaricia y la violencia de la ambición ajena, y tan sólo te queda agarrarte a los despojos que quedan de tu vida, en busca de un futuro que te es violentamente negado. Arramblar con lo quede de tu vida, con los seres queridos, que aun te queden, perseguidos de frontera en frontera, encerrados y maltratados como si la humanidad te hubiera abandonado; atrás guerras, miseria y muerte, delante; vallas alimentadas con el miedo de la opulencia, con las fobias de los que se creen bendecidos por haber nacido en un sitio diferente, o tener otro color de piel. Y tan sólo queda, continuar el camino aferrado a lo único que importa, no ya tu futuro, ni tu presente, ni el desaparecido pasado, sino salvaguardar la inocencia de esos niños que juegan con sus inocentes risas, arremolinados en el barro anegado por las lágrimas de los adultos que fueron despojados de su vida por la humanidad perdida, de aquellos que aún se permiten dormir arropados por las sedas de su cómoda vida. Indiferentes a la desesperación del viaje ajeno.