Las vacaciones de mi infancia
Afortunadamente, los tiempos han cambiado. Cuando era tan solo un niño soñaba con el día en el que a mi padre le daban las vacaciones, a finales de julio. Como trabajaba en una fábrica de más de 1.000 empleados en un pueblo vasco de 10.000 habitantes, Ordizia, eso significaba que muchos vecinos coincidían con nosotros en el periodo estival. La mayoría eran andaluces, como mis padres, y más concretamente del mismo municipio granadino: Otívar. Así que recuerdo un viaje en autobús lleno de conocidos que regresaban a casa después de un año de trabajo, con la alegría que eso conlleva. En las primeras 3 horas avanzábamos poco más de 30 kilómetros porque paraba en todos los pueblos importantes del País Vasco a recoger viajeros y tardábamos entre 15 y 20 horas en atravesar la península, aunque nos recogía en Ordizia y nos llevaba directamente hasta Almuñécar, muy cerca de nuestro destino. A veces, recuerdo que el vehículo se averiaba de madrugada y teníamos que esperar dormidos a que abriera algún taller para que lo arreglara y pudiéramos continuar el camino. Al llegar a Despeñaperros, los inmigrantes retornados pedían flamenco y sevillanas: “Venga, que se note que ya estamos en Andalucía”. Y los hijos nacidos en el norte nos escondíamos avergonzados en los asientos posteriores para que nadie nos identificara con esas personas que palmeaban, cantaban y llamaban la atención del resto. Aquello parecía una fiesta más que un viaje y la mayoría de adultos se unía a ella. No nos hacía falta televisión, ni auriculares y los viajeros anónimos dejaban de serlo después de un trayecto semejante. Nada que ver con esos modernos autocares que hoy en día nos llevan del norte al centro y del centro al sur en un ambiente silencioso, repleto de auriculares donde se escuchan películas y música aislados de nuestro compañero de al lado, del que nunca llegaremos a saber ni su nombre ni ningún detalle de su vida. Claro que, pese a todos los avances, antes contábamos con un autobús que nos llevaba directos desde el País Vasco a Andalucía y ahora, inevitablemente, tenemos que hacer trasbordo en Madrid y esperar allí un mínimo de una hora.
Al llegar a nuestro destino parecía que nos habíamos tirado una semana dentro y hasta habíamos llegado a tomar cariño a los desconchones y desperfectos del autobús. En nuestras vacaciones no podíamos alquilar un utilitario así que dependíamos del autocar o el taxi. Desde Otívar sólo había 4 servicios diarios a Almuñécar, por cierto, los mismos que ahora; de modo que íbamos a la playa en el de las 8 de la mañana, y pese a que la distancia es de 15 kilómetros, tardaba cerca de una hora en llegar, sin aire acondicionado.
Desayunábamos churros con chocolate y permanecíamos junto al mar mañana y tarde; no tengo recuerdo de un solo día en el que nos atacaran las medusas, eso sí; las playas se llenaban de tortillas de patatas, ensaladas, sandías que introducíamos en el agua para que estuvieran fresquitas…Íbamos los 4 hermanos con mis padres, mi tía, algunos primos…demasiada gente como para hacer gasto de comida en un restaurante. Salíamos de allí cuando el sol se acostaba. Tomábamos la alsina para volver al pueblo a las 9 de la noche y cuándo llegábamos no sabíamos si acostarnos de lo cansados que estábamos o tendernos con pinzas al fresco de la noche, rojos como tomates porque la crema solar se consideraba más un producto de cobardes que una obligación: “los hombres de verdad, -pensábamos-, no la necesitamos”. Pero sí que nos hacía falta y tratábamos de minimizar las consecuencias de nuestra testarudez con kilos y kilos de aftersun que a esas alturas sólo aliviaba el dolor por segundos. Pese a todo, a los pocos días nos despellejábamos y pensábamos: “Ya no me vuelvo a quemar este verano porque sólo ocurre una vez”, mitos que venerábamos sin sentido porque no se basaban en ninguna ley científica y, a veces, nuevamente volvíamos a pelarnos.
Eran unas vacaciones en familia, en el hogar de mis padres, donde nos reencontrábamos con nuestros tíos y primos. No había ni dinero ni mentalidad para pagar hoteles o para hacer gasto en restaurantes, pero disfrutábamos reuniéndonos en el cortijo de mi tío para comernos un choto y bañándonos en una alberca acompañados de alguna que otra rana, o haciendo una paella para 20 en casa de mi abuela. Los niños, a partir de los 5 ó 6 años jugábamos en la calle hasta las tantas sin la supervisión de un adulto o en ocasiones nos uníamos a los mayores, que no frecuentaban discotecas, bares o restaurantes, sino que se sentaban en el tranco de la puerta, al fresquito, a contar chistes, o hablar hasta que el sueño les vencía. Y ese era el ambiente que inundaba las calles del pueblo y que se percibía cuando lo recorrías por la noche.
Y al final del verano, mis padres como el resto de andaluces que regresaban al País Vasco, se concentraban en el restaurante Vizcaya de Almuñécar, desde donde partía el autobús de vuelta, con enormes maletones y paquetes de cartón aún más grandes llenos de chirimoyas, aguacates, morcilla, chorizo, para nosotros y para repartir…una mezcla de olores que se filtraban a través del cartón y que provocaban la ira del chófer vasco y de carácter tosco que conocíamos de años atrás: “una maleta por persona, estos paquetes pesan por lo menos 30 kilos, no pueden entrar en el maletero”. Y a la vez que iba sacando esos paquetes, los viajeros se ponían de acuerdo y mientras unos lo entretenían, otros se esmeraban en volver a introducirlos en el autobús. Claro que como el conductor estaba acostumbrado, acababa viéndolos y los sacaba nuevamente hasta que, por supuesto, se rendía ante la insistencia de la gente. Los bultos de los viajeros andaluces llegaban al País Vasco sí o sí.
Hoy en día vamos a hoteles, alquilamos una tumbona en la playa y comemos en restaurantes después de tapear; pero no todo es perfecto: nos acechan las medusas en la playa, las tapas son menos generosas y los precios más altos y ya no es tan importante reunirse con la familia como descansar de un año agotador. No estoy de acuerdo con que cualquier tiempo pasado fue mejor pero estoy encantado con haber vivido ese tipo de vacaciones en mi infancia, sin mucho dinero pero repleto de vivencias. Nunca las olvidaré.