'La utilidad de la inutilidad'
Entrevista de Jean-François Duval a Emile M. Cioran
Vivimos en la era de lo “útil” y del propósito positivo. Desde que nacemos hasta nuestro último suspiro todo ha de servir a un propósito, todo ha de tener una utilidad. Lo fútil, lo considerado inútil, entra en la categoría del desecho social. No malgastes tu vida en futilidades, no desperdicies el tiempo, haz algo útil, conviértete en un engranaje que haga que la maquinaria social se encuentre bien engrasada. Somos como un reloj obligado a marcar las horas esclavizados a un mecanismo que ni sabemos cómo realmente es ni cómo funciona, hasta que el mecanismo se agota por el desgaste, y entonces sí, nuestra existencia se vuelve fútil y hemos de abandonarla. No preguntamos el sentido de tanta estúpida actividad en la que nos vemos envueltos cada amanecer, porque preguntar es caer en el nihilismo, y eso parece estar prohibido, porque te convierte en cínico, anarquista, escéptico, impío o quién sabe qué improperio te adjudicarán por preguntarte qué sentido tiene tanta pasión por creer en algo, sea lo que sea, que tarde o temprano terminará por destruirte a ti, a los demás, o más probablemente a ambos. Estás obligado a hacer cosas, sean las que sean, ¿cuántas estupideces y cuántas maldades podrían haberse evitado si hubiéramos decidido que quedarnos en la cama una mañana, o en el sofá una tarde, sin hacer nada útil, era mejor que salir a comernos el mundo?
Vivimos deslumbrados por la ilusión del sentido, de creer en un propósito que nos mantiene en marcha, como el conejo del anuncio de 'Duracell', hasta que se nos agotan las pilas y descubrimos que no solo nos hemos quedado paralizados, sino que no existía ningún rumbo preestablecido, y que no estamos ni más lejos, ni más cerca, de ninguna mítica meta en la que nos hubieran hecho creer
El escepticismo es un ejercicio de desfascinación, proclama Cioran en El aciago demiurgo, y esa es la clave. Vivimos deslumbrados por la ilusión del sentido, de creer en un propósito que nos mantiene en marcha, como el conejo del anuncio de Duracell, hasta que se nos agotan las pilas y descubrimos que no solo nos hemos quedado paralizados, sino que no existía ningún rumbo preestablecido, y que no estamos ni más lejos, ni más cerca, de ninguna mítica meta en la que nos hubieran hecho creer. Todos deambulamos desorientados como prostitutas en un mundo sin aceras suspira el pensador rumano en Silogismos de la amargura.
Necesitamos vivir aferrados a creencias sobre lo humano y lo divino, y defenderlas como si el mundo se acabara de no hacerlo. Renunciamos a todo antes que admitir que nuestras creencias podrían estar equivocadas, o peor, no tener sentido y ser absurdas. Hasta tal punto el absurdo que, si una verdad nos resulta insípida, y la mayoría suelen serlo, preferimos seguir instalados en la falsedad de una ilusión que alimente nuestro ego. La triste realidad es que las verdades suelen ser menos cálidas que las mentiras, y éstas nos suelen resultar mucho más útiles para mantener la ilusión de servir a un propósito, sea cual sea éste.
Solo hay una cosa que los creyentes, aplíquese cualquier religión o ideología al sustantivo, odien más que a los que creen algo aparentemente contrario, y es a los indiferentes, a los escépticos, a los desnudos de las ilusiones
Solo hay una cosa que los creyentes, aplíquese cualquier religión o ideología al sustantivo, odien más que a los que creen algo aparentemente contrario, y es a los indiferentes, a los escépticos, a los desnudos de las ilusiones. Un creyente puede desear barrer de la tierra a su creyente antagonista, pero sabe que ambos se necesitan para sobrevivir, pues sin tal antagonismo su propia fe, propósito y sentido, perderían fuelle poco a poco hasta irse desvaneciendo. Las creencias, en el sentido fuerte de las mismas, necesitan otras que se les opongan. Sin embargo, ambos creyentes se pondrían de acuerdo en perseguir y eliminar definitivamente de la faz de la tierra al equidistante entre ambos, aquél que ha decidido renunciar a creer. Vive desilusionado porque es la única manera de alcanzar la lucidez en un mundo dominado por locos que se creen los únicos que son cuerdos, todos los demás locos. Si el mundo es un manicomio, lo terrible es que aquellos que lo controlan, guardias, médicos y enfermeros, los poseedores de la llave, son los insanos mentalmente, mientras mantienen encerrados a los lucidos que se han dado cuenta del manicomio en el que hemos convertido la existencia.
No importa el precio que pague tu dignidad, ni tu ética, ni el daño a terceros, porque lo único que importa es que te pongas una venda, y sigas adelante, sin preguntarte por qué has de hacer las cosas que haces
En el libro del argentino Luis Jorge Jalfen, Occidente y la crisis de los signos, Cioran defiende que los únicos que han comprendo la ausencia de propósito de nuestra existencia, y por tanto los únicos verdaderamente lucidos son aquellos que han experimentado el fracaso, reiteradamente. Con dulce ironía rememora el pensador rumano esta anécdota: Durante mi juventud, frecuenté a alguien que tuvo sobre mí una influencia inmensa. Tenía que casarse y el propio día de la boda, en el último momento desapareció: abandonó a todo el mundo y a su futura esposa. Desde entonces llevó una vida de marginal. Es un hombre que afortunadamente no persigue ninguna meta en la vida; todas las veces que me lo encuentro, habla como un sabio. En cambio, el hombre que triunfa es el que solo ve su meta personal. Ahí está el llamado homo sapiens en su laberinto, hemos convertido a estos egocéntricos adalides del pensamiento positivo y del éxito en los gurús que orientan nuestra existencia. Te has de levantar cada día con un objetivo te dicen, porque te hará tener éxito, te sermonean llenándose los bolsillos con nuestra estupidez. No importa el precio que pague tu dignidad, ni tu ética, ni el daño a terceros, porque lo único que importa es que te pongas una venda, y sigas adelante, sin preguntarte por qué has de hacer las cosas que haces.
Lo curioso de la existencia es que los momentos de dicha que recordaremos en nuestro adiós, o que la gente que nos quiere recordará cuando hayamos dejado de 'incordiarles', son los más fútiles, aquellos que carecen de propósito o sentido
Lo curioso de la existencia, es que los momentos de dicha que recordaremos en nuestro adiós, o que la gente que nos quiere recordará cuando hayamos dejado de incordiarles, son los más fútiles, aquellos que carecen de propósito o sentido. Una sonrisa a destiempo, una lluvia inesperada que nos alcanzó en un día especialmente feliz, una comida sencilla que nos abrumó por la calidez inesperada de la compañía con la que la disfrutamos, y tantos recuerdos que son inútiles, y son más cálidos que cualquier propósito que hayamos perseguido con anhelo por su presunta utilidad. La realidad es que no hay un destino que tengamos que cumplir, no hay papeles predestinados que hayamos de interpretar, no hay un guion al que debamos ser fieles. No hay mayor ilusa ilusión que aquella que te asegura que tienes una hoja de ruta, como les gusta decir a los gurús posmodernos, que hará que te sientas completo si la cumples. Nada te hará más feliz que los momentos fútiles de tu vida, y solo basta una honesta retrospectiva para darte cuenta de ello.
La lucidez del desengaño de algo en lo que creías, fuera un amor, un afecto, una idea, una creencia, un iluso recuerdo que nunca se repetirá o un millón de cristales rotos más de las ilusiones pasadas, es la amarga e inútil, pero efectiva pastilla, que te mantiene despierto en un mundo de sonámbulos
En Breviario de Podredumbre Cioran nos alerta que la vida no es posible más que por las deficiencias de nuestra imaginación y de nuestra memoria. Solo el fútil presente, al que apenas prestamos atención dominados por lo que fue, o lo que será, es real, porque el pasado lo reconstruimos, dotando de un propósito y utilidad a cosas que no la tuvieron en absoluto, mientras mantenemos la ilusa mecha del propósito de un futuro por llegar. Negarnos a salir del presente, desencadenarlo de la cadena de propósitos del pasado y del futuro es la única y fútil solución del honesto desengañado, pero rara vez encontramos el valor para aceptar su validez. La lucidez del desengaño de algo en lo que creías, fuera un amor, un afecto, una idea, una creencia, un iluso recuerdo que nunca se repetirá o un millón de cristales rotos más de las ilusiones pasadas, es la amarga e inútil, pero efectiva pastilla, que te mantiene despierto en un mundo de sonámbulos. Es una elección.
E. M. Cioran encuentra explicación a nuestra ilusión de destino, tan común a la cultura e historia occidental, en la trágica caída en el tiempo del ser humano. Somos criaturas temporales y es esta tiránica dimensión, su vivencia, la que nos obliga al propósito. En Historia y Utopía un epitafio con forma de aforismo lo deja claro: Como el mal es inseparable del acto, resulta que nuestras empresas se dirigen necesariamente contra algo o contra alguien; en último límite contra nosotros mismos, porque como añade en La tentación de existir respecto a todo propósito de la voluntad de crear un sentido, algo útil: no hay obra que no se vuelva contra su autor: el poema aplastará al poeta, el sistema al filósofo, el acontecimiento al hombre de acción. Se destruye cualquiera que, respondiendo a su vocación y cumpliéndola, se agita en el interior de la historia: solo se salva quien sacrifica dones y talentos para, liberado de la condición de hombre, poder regodearse en el ser.