Los Tojunto, mi familia
Hoy quiero hablar de mi familia. Tuve la suerte de recibir de mis tíos el legado de una historia, patrimonio únicamente de ellos, de sus padres y de sus hijos. Así nació una novela, “El olor de la chirimoya” de la que ya han salido 4 ediciones y que venía a restituir el honor de los míos, después de varias décadas de esconder un secreto que escocía a los pocos que lo albergaban en su memoria.
Quiero pensar que ese trabajo ha sido uno de los puntos de partida para que mi extensa familia por parte de madre retomara una relación prácticamente perdida. Afortunadamente, el whatsApp ha permitido que durante varios meses nos hayamos comunicado desde el País Vasco hasta Andalucía, pasando por Canarias, Mallorca o Cataluña.
Hace un mes, se nos ocurrió la brillante idea de hacer una comida, a sabiendas de las dificultades de reunir a tanta gente. Pese a que al principio muchos dijeron que no podrían ir, lo cierto es que un cruce de decenas de casualidades permitieron que al final, el 90 por ciento de mis primos y sus familias confirmaran su asistencia. La guinda del pastel llegó del otro lado del Atlántico, cuando algunos primos de Estados Unidos me llamaron, sin tener idea de lo que programábamos, para anunciar que iban a venir a España en verano y que querían conocerme tras años de contacto a través de teléfono y correo electrónico.
De forma que el fin de semana pasado nos juntamos 55 personas, todos primos e hijos de esos 6 hermanos que en vida tuvieron rencillas que acabaron distanciándoles hasta el final de sus días.
La emoción corrió de mesa en mesa, de silla en silla y de mirada en mirada. Desde el primo mayor, de 77 años, hasta el más pequeño, de 3 y medio. A nadie nos hizo falta ninguna explicación del pasado, sólo hubo conversaciones distendidas llenas de cariño y música y baile para que nuestras vivencias presentes se transformen en los primeros recuerdos comunes para compartir en el futuro.
Mi abuelo Cristóbal y mi abuela Josefa fueron analfabetos, tuvieron 10 hijos de los cuales sólo 6 sobrevivieron, trabajaron en el campo durante toda su vida y nacieron y fallecieron en Otívar, cerca de la costa granadina. Su humildad les impidió mandar a hijos inteligentes a estudiar, por la falta de recursos económicos, aunque los valores que transmitieron a sus descendientes estaban estrechamente vinculados con el corazón y con una enorme capacidad de perdonar. Allí aún se les recuerda por su alegría, por su carácter acogedor y benevolente y, en especial, por establecer lazos familiares inseparables que llevaron a sus vecinos a apodar a la familia “Los Tojunto” (unos primos dicen que viene de que a la familia no le gustaba pagar nada a plazos, siempre quería pagarlo todo junto, mientras que la versión que a mí más me gusta es que se trata de una contracción de “todos juntos”, porque era una familia muy unida).
Dos días antes de que yo cumpliera los 7 años, mi madre me llevó con ella desde el País Vasco a Otívar porque la abuela se moría. Pese a su gravedad aguantó horas hasta que nosotros llegamos. Sus hijos pensaban que quería despedirse de mí y de mi madre. Recuerdo nítidamente la entrada en su dormitorio, el cabello suelto y blanquecino en vez de recogido en un moño como siempre yo la había conocido, los ojos hundidos, en una habitación húmeda, de paredes gruesas y azuladas y rodeada de todos sus hijos. No olvidaré cómo mi madre me pidió que le diera un beso en la frente y la forma en que su cara se amorató tratando inútilmente de decir alguna palabra. Después una lágrima furtiva salió de sus ojos justo antes de fallecer. No sé si en ese momento me legó el deseo de unir a la familia, pero lo que sí sé es que siempre he sentido orgullo de unos abuelos a los que apenas conocí.
Durante muchos años, los primos nos hemos dejado contaminar por la relación de nuestros padres y esta primera reunión del pasado fin de semana supuso una definitiva toma del poder familiar. Por primera vez, todos nos miramos a los ojos y nos reconocimos como partes de un mismo todo, ramas de un árbol único cuya función es ayudarle a florecer.
Vivimos en una era de soledades compartidas, de alegrarnos del mal ajeno y de anhelar lo que los otros tienen. Parece que estar con los familiares ha pasado de moda. La única forma, en mi opinión, de llevar una buena relación con ellos es mantener una distancia prudente, no juzgar lo que hagan como si estuvieran abocados inevitablemente al fracaso, no culparles por actos que nosotros hacemos igualmente y, sobre todo, saber estar ahí cuando ellos lo necesiten.
Todos tenemos una familia y me encanta tener la oportunidad a través de este foro de darle las gracias a la mía, cuyos orígenes parten de Otívar y sus tentáculos alcanzar a media España, porque en estos días me han enseñado que deshacerse de la culpa y practicar el perdón son los dos primeros pasos para cambiar el futuro.