Tirar a mi hijo por el balcón
Hace algún tiempo mi amiga María Ángeles me llamaba con asiduidad para el calvario que estaba viviendo. Acababa de tener una niña y apenas dormía, durante varios meses se convirtió en una zombie y perdió incluso las ganas de salir a la calle. Ella fue una de esas madres a las que les toca lidiar con un embarazo complicado, un nacimiento tortuoso y después unos primeros meses de vida terribles, con el cólico del lactante, la falta de apetito de la pequeña y las constantes llantinas incontenibles. Un día me reconoció que se sentía mala madre porque incluso se le había pasado por la cabeza en momentos de cansancio total el estampar a la niña contra la pared. Después añadía muy afectada: “Esto no te lo dice nadie; sólo te hablan de que es una experiencia preciosa, de que no se puede comparar con nada, y es verdad; pero nadie te explica que también es estresante, que hay días que sólo tienes ganas de llorar y que te sientes por momentos incapaz de seguir adelante. Es como si yo fuera la única que ha tenido problemas; como si los hijos de los demás hubieran nacido y crecido sin causar la menor molestia a sus padres”.
Claro que no es el único caso y tampoco será el último. Por eso sorprende la polémica encendida por la periodista Samanta Villar al reconocer a raíz de su último libro Madre hay más que una que “todas las mujeres se han imaginado tirando a su bebé por el balcón”. Y no es más que la prueba de que la sociedad todavía no es capaz de ser sincera consigo misma. Esto, unido al machismo aún imperante entre nosotros, puede explicar el revuelo causado por unas declaraciones obvias.
Mi amiga es una madre excepcional, pero el cuerpo tiene límites y el manifestarlo en voz alta no te hace ni más débil ni peor persona, sólo te convierte en un ser humano
Mi amiga es una madre excepcional, pero el cuerpo tiene límites y el manifestarlo en voz alta no te hace ni más débil ni peor persona, sólo te convierte en un ser humano. Yo mismo he vivido la misma situación pese a que mi hijo ha sido un ángel de bebé: comía bien, dormía del tirón...Sin embargo, no olvido que durante unos meses se despertaba 3 y 4 veces por la noche y era insoportable levantarse y volverse a acostar, tratar de dormir y cuando ya empezabas a coger el sueño, de nuevo el llanto infantil te devolvía a la realidad. Y después, por la mañana, había que trabajar, con ojeras, con mal humor o como fuera.
Todos los padres que conozco se han quejado alguna vez de sus bebés y ni siquiera por ello se han visto socialmente afectados, pero si es una mujer la que levanta la voz y dice: “Esto es insoportable”, entonces la machacamos, la consideramos una mala madre: ¿Cómo es posible que se queje así de un indefenso ser humano chiquitito, tan vulnerable? ¿No ha sido ella la que lo ha elegido?
Deberíamos empezar a soltar esos fantasmas porque el hecho de no manifestar nuestros pensamientos no significa que dejen de existir. Y es que una cosa es pasarse la vida quejándose por todo, sintiéndose víctima de todas las situaciones habidas y por haber y otra, igual de perjudicial para cada uno de nosotros, es evitar el lamento a toda costa. Ni siquiera nos permitimos hacerlo en voz baja, no vaya a ser que se nos note nuestra debilidad.
¿Es que ninguno de nosotros ha sentido alguna vez la tentación de golpear con fuerza a nuestro jefe, o incluso de matar a alguien? ¿Cuántas ideas absurdas y terribles tenemos a lo largo del día o de la semana? El hecho de pensarlas no implica que las llevemos a cabo y negar que las hemos imaginado sólo sirve para auto engañarnos.
El machismo ya no está bien visto, afortunadamente. Así que muy pocos tienen la osadía de justificar la violencia de género o incluso el trato diferenciado a un hijo y a una hija; pero eso no implica que no exista. Ahora es necesario ser más sibilino, más cauteloso a la hora de manifestarlo.
Entender que una madre no debería quejarse de su bebé hasta el punto de decir algo tan exagerado como que lo tiraría por la ventana encierra un poso importante de machismo. Sobre todo, porque luego llegan las ideas que lo justifican: “Claro, las mujeres no paran hoy en día de trabajar, y ya no tienen aguante para criar a los hijos”, “Ya no hay madres como las de antes”, “Pobre hijo, tener una madre así”. Y todas estas absurdas ideas llegan en gran medida desde las propias mujeres, a veces muy insolidarias y olvidadizas con sus congéneres.
Hay algo indiscutible: tener un hijo y criarlo es una experiencia que no se puede comparar con nada más. Y cuando el bebé crece desaparecen de nuestra mente todas esas ideas que se nos pasaron por la cabeza en momentos de enajenación y hasta dejamos de acordarnos que un día las tuvimos.
Si no fuéramos hipócritas empezaríamos a no castigarnos por lo que sentimos y a aceptarnos plenamente como seres que somos: capaces de salvar una vida en un momento dado o de acabar con otra. El que juzga a una madre o a cualquier otra persona sólo está asistiendo a la observación como testigo de su escala de valores proyectada en el otro, y si la califica como mala es porque está prestando atención a eso que le molesta de sí mismo. Así que hay un ejercicio que nos permitiría dejar de sufrir por las críticas que hacemos y es evitar juzgarnos a nosotros mismos; de esa manera, acabaríamos con las sentencias ajenas que proyectamos. Y es que cada persona es siempre su peor juez.