Tener o no tener esperanza, esa es la cuestión
Decía el filósofo Francis Bacon, atribulado en su búsqueda por dar con la clave para un método experimental, que la esperanza es un buen desayuno, pero una mala cena. Aprender a gestionar la esperanza, tan necesaria, pero igualmente tan frustrante, es uno de esos pilares en los que se sustenta la búsqueda de la felicidad y el enigma del sentido de la vida. Nada más y nada menos, tal es el dilema de la esperanza. A los seres humanos la evolución, a diferencia de otros animales, quién sabe si más afortunados, nos ha dotado con la percepción y la consciencia del tiempo, que nos encadena al presente, lo único que vivimos propiamente, que sentimos propiamente. Pero esa percepción, es una flecha de doble dirección, por un lado, nos hace prisioneros de nuestro pasado y de su inamovible losa, y por otro lado, nos proyecta hacia el futuro, que no está sucediendo, ni ha sucedido, territorio desconocido, y por tanto, lo único que puede cambiar, o al menos eso esperamos. La nostalgia, la melancolía por alegrías o tristezas pasadas nos distraen del presente, pero no tanto como la espera, esperanzada o temerosa por aquello que nos ha de suceder. Molière, el dramaturgo francés del XVII, en su afán de moralista, preocupado por los excesos que las pasiones provocan en el ser humano, nos avisa que siempre salen errados nuestros cálculos cuando en ellos entran el temor o la esperanza. Cierto estoicismo ante esa espera, animosa o llena de pavor, inunda el trasfondo de sus consejos.
Dada nuestra incapacidad para vivir y disfrutar de la alegría y la felicidad, cuando realmente tendríamos que hacerlo, en el presente, y con quienes tendríamos que hacerlo, aquellos que nos quieren, buscamos algún sentido que nos proporcione pistas de que en el futuro seremos más felices que lo fuimos o lo somos, que nos anestesie de los sinsentidos que nos rodean
El término esperanza proviene del latino sperare, esperar, pues queda definido por ese estado de ánimo, anhelante de que se pueda realizar algún futuro ansiado. Algo que cambie la deriva de nuestro presente, e incluso altere el peso de errores pasados y los corrija. Para Heráclito, al menos lo que hemos podido deducir de los fragmentos que nos han llegado de su pensamiento, la esperanza nos permite esperar lo inesperado, aquello que nos despierte del letargo de la monotonía en la que estamos instalados. Dada nuestra incapacidad para vivir y disfrutar de la alegría y la felicidad, cuando realmente tendríamos que hacerlo, en el presente, y con quienes tendríamos que hacerlo, aquellos que nos quieren, buscamos algún sentido que nos proporcione pistas de que en el futuro seremos más felices que lo fuimos o lo somos, que nos anestesie de los sinsentidos que nos rodean. Creemos que ese futuro esperanzado cambiará nuestra suerte, y proyectamos toda nuestra energía, sin darnos cuenta que desperdiciamos momentos preciosos del presente, que muy pronto pasaran a ser un eslabón más de esa cadena de oportunidades perdidas que nos llevan a la nostalgia y la melancolía. Más aún cuando nuestros actos, fracasos o éxitos, los juzgamos no con la balanza de nuestros sueños, sino con sueños ajenos, con demasiada frecuencia.
La esperanza siempre es un riesgo, pues por muchas estadísticas y matemáticas que empleemos para disminuir los riesgos de lo que vaya a suceder, siempre en lo humano habrá un elemento caótico y de incertidumbre, es parte de nuestra naturaleza, quizá una maldición, quizá una suerte, pues sin ese elemento azaroso y caótico, la libertad no sería posible. Por mucho que pretendamos controlar las variables, están se nos escurren, el literato belga Maurice Maeterlinck nos advertía que la desesperanza está fundada en lo que sabemos, que es nada, la esperanza sobre lo que ignoramos que es todo. Si en algo se nota la paranoia de los tiempos modernos es en el afán por controlar lo incontrolable, el algoritmo de la conducta humana. Y aun así, qué somos sin ese salto al vacío de la esperanza, sin tomar ese riesgo. El retorico romano del primer siglo después de Cristo, Marco Fabio Quintiliano lo tenía claro; antes perder la vida que la esperanza. Esa lacra del suicidio que se lleva tantas vidas jóvenes, tantas ilusiones por cumplir, tantos sueños por realizar, no deja de ser un trágico fracaso colectivo de nuestra sociedad por permitir que aquellos a los que les debemos el futuro, adolescentes y jóvenes, no tengan esperanza. Cada suicidio de un adolescente o de un joven, por el acoso escolar o por motivos similares, no son sino trágicos síntomas de que les han robado sus esperanzas. El principal culpable es la miseria del odio al vulnerable, al diferente, y la indiferencia con la que aquellos que les rodeamos permitimos que estas cosas sucedan. Tragedias que son, como otras tantas, posibilitadas por ese mirar a otro lado, por ese esto no nos concierne, por esa cobardía, un puñal en el corazón de nuestra sociedad, que destruye el regalo más valioso que deberíamos obsequiar a nuestros jóvenes, la esperanza. Friedrich Nietzsche, que sabía mucho de esperanzas robadas a jóvenes corazones, iluminaba sus escritos afirmando que la esperanza es un estimulante vital muy superior a la suerte, y nos aconsejaba con la seguridad que solo tienen aquellos maldecidos por la incomprensión de la vida; Que vuestro amor a la vida sea un amor a vuestra más alta esperanza, y que vuestra más alta esperanza sea el amor a la vida. Este principio debería regir nuestros corazones, y nuestra prioridad como sociedad. Abandonarlo es abandonar nuestro futuro, nuestra responsabilidad, a nuestros adolescentes y jóvenes a los que les negamos lo más importante que les podemos legar; la ilusión por un futuro mejor.
Otra lacra de nuestra sociedad es cómo tratamos a nuestros mayores, a sus esperanzas. Mayores a los que coartamos la posibilidad de poder seguir teniendo sueños y esperanzas, que no son sino su dignidad. Aquello que da sentido a su vida, agarrados a ese riesgo por un futuro, que pudiera ser corto, pero con un porvenir por delante, un viaje, aún inacabado
Otra lacra de nuestra sociedad es cómo tratamos a nuestros mayores, a sus esperanzas. Mayores a los que coartamos la posibilidad de poder seguir teniendo sueños y esperanzas, que no son sino su dignidad. Aquello que da sentido a su vida, agarrados a ese riesgo por un futuro, que pudiera ser corto, pero con un porvenir por delante, un viaje, aún inacabado. Podemos tener un aburrido y monótono futuro de cincuenta años, o tener tan solo un futuro de uno, pero de tal intensidad que valga por cincuenta. A veces un solo invierno, a pesar de la intensidad de sus nevadas, lleno de experiencias y sabores, vale más que cien insípidas primaveras. Nadie es viejo mientras sea capaz de anhelar un día que ha de venir, mientras no pierda la esperanza. La vejez no es la edad que uno tenga, sino la renuncia a la esperanza, a creer que aún podemos soñar con el porvenir. El poeta Jorge Guillen lo expresa con contundencia al decirnos que cuando uno pierde la esperanza se vuelve reaccionario. Solo hace falta ver el daño que nos está causando toda una generación perdida, desesperanzada por la crisis provocada por la avaricia de unos pocos, y el caldo de cultivo del posfascismo, populismo intolerante, o voxes. Todos alimentados por el odio, cultivado en los corazones abonados de desesperanza. Donde la política debiera ser ilusión, deviene miedo. Aún está por ver las consecuencias que habremos de pagar por abandonar la ilusión y la esperanza en una sociedad más solidaria, más justa, más tolerante, más libre.
Creer que la esperanza tiene sentido en tiempos desesperanzados no tiene que implicar caer en la banalidad superficial con la que algunos gurús te hacen creer que la fuerza de tus sentimientos te abren cualquier camino, como si la vida fuera tan simple como uno de esos anuncios de colonias, que banalizan estereotipos con frases vacías. O esos memes de supuestos sabios de la felicidad, vacíos, que colonizan las redes sociales. Benjamin Franklin con ferocidad nos advertía de este peligro; el que vive de esperanzas muere de sentimientos. A veces nos quedamos atrapados por ilusiones alimentadas por anhelos o nostalgias que nos encadenan, y en esos casos es la voluntad crítica de la razón la que ha de filtrar nuestros sentimientos, nuestras pasiones. Abandonar determinadas ilusiones no es abandonar nuestros sueños y esperanzas, pues dejarlas morir, cuando nos agostan, más que nos alimentan, es lo mejor que podemos hacer para alumbrar nuevas esperanzas que nos impulsen. Son estas aquellas ocasiones, en las que las ilusiones dependen únicamente de la ceguera con la que nos negamos a ver la realidad, mientras que las esperanzas surgirán de nuestra capacidad para rasgar esos velos del engaño, o del autoengaño.
El peor error es creer que esas impurezas hacen que dejen de merecer la pena. Todo sueño siempre está acechado en sus límites por una pesadilla, pero ese amargo regusto nunca ha de evitar que soñemos
La frontera entre realidad y esperanza, es un lugar peligroso con el que lidiar para mantener la cordura necesaria, para no perder el empuje necesario en la búsqueda de sentidos, que no dejan de ser esperanzas por cumplir. El moralista francés la Rochefoucauld nos hiere al advertirnos de que prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos según nuestros temores. El miedo y sus preposiciones siempre entrometiéndose en nuestros sueños. No solo tenemos que aprender a gestionar cuándo tener esperanzas, o cuándo dejarlas abandonadas, si se han convertido en ilusas ilusiones, sino aprender que entre sueño y realidad, entre los colores con los que soñamos y los grises de la vida, hay un abismo de miedos, dudas, insatisfacciones, con el que hemos de lidiar para extraer lo mejor, y disolver lo peor. Todo es siempre mejor cuando se mantiene puro, como decía Miguel de Unamuno, las esperanzas que no se han cumplido conservan su pureza, pero la pureza no nos vale de nada en la vida, ni en el amor, ni en la política. Las esperanzas, como las revoluciones han de poner los pies en el suelo, y aprender que hay cosas a las que hay que renunciar, y cosas que has de cambiar, para que ese anhelo pueda sobrevivir a los avatares de la vida. Ni una persona amada será nunca como la hemos dibujado en nuestras ilusiones y esperanzas, ni nuestras revoluciones políticas conseguirán nunca ese sueño puro que nos gustaría. El peor error es creer que esas impurezas hacen que dejen de merecer la pena. Todo sueño siempre está acechado en sus límites por una pesadilla, pero ese amargo regusto nunca ha de evitar que soñemos. No, rara vez una esperanza es tal y como la soñamos, si se materializa nuestra ilusión. A veces esa decepción la vivimos como una condena, pero bendita condena, dónde encontrar la belleza de una ilusión, si no aceptamos sus sombras, cómo amar a alguien, si no aceptamos sus imperfecciones, Cómo tener esperanza, si no la reconocemos cuando se cumple.