La tecnología: mito y realidad
Desconfiar de la tecnología, o creer ciegamente en ella, son los dos lados de la moneda de una esquizofrenia producida por ir a una velocidad de vértigo tal, que lo que vale para hoy, está desfasado para mañana, tecnológicamente hablando. Esa esquizofrenia se acentúa entre los fanáticos que creen que la tecnología nos va a salvar de arder en el infierno de la precaria realidad, y sus opuestos, que abogan por la desconexión tecnológica, como único remedio para volver a un paraíso perdido de una sociedad libre de tecnología, que nunca existió. Siempre ha habido un difícil equilibrio, y controversia, entre el ser humano, su cultura, sus valores, y las herramientas de las que, desde la revolución neolítica, se ha valido para domesticar el mundo, y al resto de animales con los que comparte ecosistema. Son antiguos los textos de sabios, eruditos, y otros ilustres cascarrabias, que desde que el mundo es mundo, se han venido quejando de las transformaciones que la naturaleza humana ha venido sufriendo, a peor, desde que fuimos expulsados del paraíso del buen salvaje, en la inocente terminología de Rousseau. Fácil, lo que se dice fácil, no debía ser la vida para las tribus prehistóricas, y apostaría a que si algún romántico, bien acomodado con su vermú, les hiciera ver lo encantadora que era su vida, probablemente hubiera terminado en la olla común. Ni que decir de esos nostálgicos políticos y filósofos romanos, que viviendo en cómodas mansiones de una de las civilizaciones que mejores ingenieros ha dado a la humanidad, domesticando con sus herramientas tecnológicas el calidoscopio de pueblos y etnias que constituían su imperio, añoraban la sencillez de la vida rural. Para ellos claro está, no para los esclavos que se la hacían posible.
La revolución industrial, cambió, y con su cambio destruyó, el ecosistema social de millones de personas, mejorando la vida de algunas, empeorando las de otras tantas. Nada nuevo bajo el sol del progreso tecnológico humano, que por mucho que lo mitifiquemos, siempre tiene cadáveres escondidos bajo su alfombra
Los propios griegos, Platón entre ellos, narraban como la introducción de la escritura en el ámbito de la cultura, que no deja de ser una herramienta tecnológica, había alterado significativamente el espacio y vigor que la memoria colectiva, sus mitos y narraciones orales, tenían en la constitución de su cultura. La imprenta, tecnología sobre la tecnología de la escritura, fue en su momento no menos objeto de controversia. Hasta qué punto extender la fruta prohibida del conocimiento al populacho no iba a traer complicaciones y disturbios. Algo de razón tenían esos involucionistas, revoluciones la acompañaron. La revolución industrial, cambió, y con su cambio destruyó, el ecosistema social de millones de personas, mejorando la vida de algunas, empeorando las de otras tantas. Nada nuevo bajo el sol del progreso tecnológico humano, que por mucho que lo mitifiquemos, siempre tiene cadáveres escondidos bajo su alfombra.
Siglos después, otra revolución tecnológica se nos ha venido encima, con sus apóstoles, teología y dioses, con nuevos nombres; Google, Facebook, Apple, Microsoft y otros muchos que pueblan el nuevo panteón, que ofrecen lo mismo que los antiguos dioses; dádivas para hacernos más fácil la vida presente, y nos la hacen, pero también dádivas que nos hacen olvidar aquello que sacrificamos al usarlas. Tampoco nada nuevo bajo el sol. Esta nueva revolución es la compañera imprescindible de otra que ya iniciamos hace algunas décadas, la automatización de los puestos de trabajo. De tal forma han incidido estas revoluciones en nuestras vidas, que las burocracias económicas y políticas las han convertido en la excusa perfecta para una nueva guerra fría, que justifique su choque de civilizaciones y mantenga la tensión en el mundo, tan necesaria para que sigan obteniendo beneficios los mismos de siempre, y queden atrapados en la rueda del avance tecnológico, también, los mismos de siempre, sino que se lo digan al pobre que ha perdido su trabajo, manual o especializado, por la dichosa automatización, o por el pobre que tan ilusionado por gastarse el sueldo de un mes en un móvil de nueva generación Huawei, se encuentra en la disyuntiva en los próximos meses de ver cómo se ha convertido en el pisapapeles más caro de la historia de la humanidad.
Siglos después, otra revolución tecnológica se nos ha venido encima, con sus apóstoles, teología y dioses, con nuevos nombres; Google, Facebook,
Apple,Microsoft y otros muchos
que pueblan el nuevo panteón, que ofrecen lo mismo que los antiguos dioses; dádivas para hacernos más fácil la vida presente, y nos la hacen, pero también dádivas que nos hacen olvidar aquello que sacrificamos al usarlas
Valga este largo preámbulo para apuntalar dos conclusiones básicas; Siempre va a existir controversia con los avances tecnológicos, y siempre habrá ganancias y pérdidas. En lo económico, en lo cultural, en lo político, en lo personal. Lo importante es, como con todas las encrucijadas, y estamos ante una de las más importantes de nuestra historia colectiva, ser plenamente conscientes de las ventajas y de las desventajas, para maximizar unas, para minimizar las otras. A ser posible con mesura, y sin caer en el absurdo de los fanáticos que solo ven ventajas, seguidores ciegos de sus nuevos dioses, ni tampoco de los herejes que abominan y nos gritan que la desconexión tecnológica es la única manera de salvar nuestras almas, como antaño abominaron otros de la aparición de la agricultura, la escritura, la imprenta o los ferrocarriles, y que pretenden que volvamos a la edad de piedra de una inocencia perdida, que nunca fue tal. Ni unos, ni otros. Y para eso, para empoderar las ventajas, y disminuir las perdidas sí que hay algo que debemos hacer, asegurarnos que somos nosotros los que dirigimos los avances, controlamos su aplicación, y democratizamos su uso. Fácil de decir, complejo de poner en práctica.
La automatización supone muchas ventajas competitivas para la economía industrializada de los países más avanzados, en eficacia, en ahorro de gastos, pero como contrapartida supone un alto coste humano, al menos a corto y medio plazo. La OCDE lleva años alertando de que el 14 % de los empleos de las treinta y seis economías más ricas del planeta están en riesgo de extinguirse, el 21´7 % en el caso de España. Estas son las cifras más optimistas, porque algunos Think Tank no tan mediatizados por los gobiernos elevan considerablemente esos porcentajes; las consecuencias ya las estamos viendo, cada vez hay menos dependientes que nos atienden en los grandes centros comerciales que hemos convertidos en templos modernos de los nuevos dioses; las intenciones son drásticas, Amazon Go, por ejemplo, pretende conseguir tiendas sin dependiente alguno. Puede que sea ideal para las empresas a la hora de ahorrar costes, y maximizar beneficios, o para el cliente deslumbrado por tal demostración de poderío tecnológico, pero que se lo digan a esas personas que ahora van a tener que depender de empleos precarios con otras tecnológicas como Globo o Uber que apenas les van a permitir una vida digna para ellos, no digamos para sus familias. A largo plazo, probablemente esta transformación supondrá ventajas sociales importantes, pero si no queremos que ese supuesto futuro paraíso que empodere a la humanidad, no lo disfruten cuatro ricos, mientras el resto de la humanidad malvive, la política, la educación, la ciencia y la ética han de ir de la mano.
La informática, y la última divinidad creada a su albur; los algoritmos, no solo han pasado a dominar la economía, sino que su prevalencia ha empezado a domesticar a la política
La informática, y la última divinidad creada a su albur; los algoritmos, no solo han pasado a dominar la economía, sino que su prevalencia ha empezado a domesticar a la política. Todo pasa por su filtro. Sus ventajas, en todos los campos de la acción humana, son indudables, pero también lo es, que nos está cambiando nuestra naturaleza, nuestra cultura, en direcciones, que no sabemos hasta qué punto nos beneficiaran o nos harán daño. Y, es ahora, cuando hemos de reflexionar muy bien sobre cada paso que damos, y controlarlo; con dos máximas: 1. Mientras más democraticemos su uso, y menos permitamos que unos pocos controlen estos grandes imperios y distribuyan las dádivas a su gusto con el fin de controlarnos, mejor 2. Mientras más filtros humanos establezcamos en la aplicación de determinadas tecnologías, mejor. Pongamos de ejemplo aquellas que permiten manipular la genética, o aquellas otras que pretendan tomar decisiones, políticas o económicas, en base a frías estadísticas, dejándolas en manos de programas informáticos, que de cálculo sabrán mucho, pero de valores, de momento no.
Hace unas décadas se hablaba de los peligros de un primer mundo interconectado, y un tercer mundo al margen, con las consecuencias terribles que podrían derivarse de ello. Hoy día, que prácticamente todo el mundo está interconectado, nos la jugamos en el campo de batalla de los algoritmos. Los gigantes tecnológicos saben todo de nosotros, de nuestra vida privada, y el uso que hacen de ello no solo busca alterar o condicionar nuestros gustos consumistas, sino que como hemos visto han llegado a contagiar a la economía y a la política; no solo es que las empresas dejen sus decisiones en manos de las IA con algoritmos programados, sino los gobiernos, que hacen depender su toma de decisiones sociales, de los resultados de estos, con la idílica, y estúpida, pretensión de que son neutros; el algoritmo de Amazon tenía un peligroso sesgo de genero discriminando a las mujeres, y se ha demostrado que los algoritmos judiciales en los EEUU, tenían sesgos racistas. Al fin y al cabo están programados por seres humanos, no hay nada neutral en ellos. Muchos bancos por ejemplo dejan las decisiones que afectan a aquellos que piden prestamos, hipotecas, o mil cosas más en manos de los dichosos algoritmos, despojándolos, a pesar de su complejidad matemática, de cualquier complejidad humana, que es la que mejor puede tomar decisiones que impliquen algo de ética y de justicia.
Las maquinas, la informática, no pueden sustituir a la mente humana, por muy avanzadas que sean, por muy complejas que sean, por muy rápidas y potentes que sean, por dos motivos muy sencillos; ni pueden empatizar, porque no sienten, como mucho se les podrá programar para que simulen sentir, que no es lo mismo, ni desde luego, y eso ha quedado bastante claro, al menos de momento, entienden
Las maquinas, la informática, no pueden sustituir a la mente humana, por muy avanzadas que sean, por muy complejas que sean, por muy rápidas y potentes que sean, por dos motivos muy sencillos; ni pueden empatizar, porque no sienten, como mucho se les podrá programar para que simulen sentir, que no es lo mismo, ni desde luego, y eso ha quedado bastante claro, al menos de momento, entienden. Un proceso netamente humano que a través de la empatía, aderezada por la experiencia, la vivencia de la moralidad, y otras muchas características que definen y determinan la toma de decisiones de un ser humano, nos ayuda a ponderar cualitativamente nuestras decisiones, más allá de la puja cuantitativa de beneficios y perdidas. Entender, en ese sentido, no tiene nada que ver con la mera acumulación de conocimientos, ni con la rapidez de procesarlos. Una decisión empática, basada en la experiencia vital, matizada por valores, cribada por la racionalidad humana, no es imitable, por mucho que se empeñen en ello algunos gurús tecnológicos. Por eso, es preocupante la equiparación mente humana con máquina, como si tuviéramos un software biológico equiparable al silicio informático. No resulta difícil imaginar a todos esos burócratas nazis, Eichmann mediante, que decían que se limitaban a cumplir órdenes, excusando sus responsabilidades morales, diciendo hoy día que se limitan a cumplir lo que los programas informáticos les dicen que tienen que hacer. Si lo ha decidido un algoritmo, palabra de Dios, parece ser. No estamos tan lejos, basta con observar los absurdos que rigen la economía financiera hoy día. Los valores morales, tan complejos en su aplicación, necesitarán siempre supervisión humana, en política, en economía, en el trabajo, y en la vida diaria. O el paraíso tecnológico se convertirá en una pesadilla tecnológica.
Ese es el mundo que estamos creando con la dictadura de la compra con un solo clic ¿merece la pena? Más allá de esa vida de barrio destruida, tan cálida, de verdad, ¿estamos empleamos el tiempo que ganamos en algo que merezca la pena? o lo empleamos en vidas virtuales que actúan como opio para hacernos olvidar aquella vida real a la que hemos renunciado
Ese es el mundo que estamos creando con la dictadura de la compra con un solo clic ¿merece la pena? Más allá de esa vida de barrio destruida, tan cálida, de verdad, ¿estamos empleamos el tiempo que ganamos en algo que merezca la pena? o lo empleamos en vidas virtuales que actúan como opio para hacernos olvidar aquella vida real a la que hemos renunciado. La automatización de numerosos empleos, que en las próximas décadas destruirá numerosos nichos de trabajo, incluidos muchos especializados, supone un reto, como el problema del cambio climático, que debería estar en la cumbre de las preocupaciones de nuestros políticos, pues son en estos temas, junto al monolítico y peligroso control de los algoritmos, y no en quítame una bandera de aquí o de allá, donde nos jugamos el futuro. Una automatización que nos deja al albur de una sociedad occidental donde ya no queremos trabajos que consideramos indignos, pero tampoco queremos que los inmigrantes que huyen de situaciones desesperadas los realicen. Callejones sin salida, que llevan a populismos extremos, y pondrán en la picota algo más que nuestro bienestar social y económico, nuestra libertad. O afrontamos esos retos, eludiendo debates banales sobre la desconexión tecnológica, centrándonos en su control, y en qué vamos a hacer con toda la gente en paro que va a provocar, y en qué fórmulas matemáticas diseñadas y controladas por quién van a decidir por nosotros, o lo lamentaremos durante generaciones.
El mito de la desconexión tecnológica no deja de ser como otros tantos mitos, relatos que nos cuentan historias que pretenden encontrar una solución a una pérdida de sentido que nunca vamos a recuperar, al menos tal y como era. La tecnología, su dominio en nuestras vidas está aquí y va a permanecer, lo que sí que está por decidir, y no nos queda mucho tiempo, es si corremos desbocados detrás de ella, sin saber muy bien a dónde nos llevará, difícilmente a un mundo mejor, o decidimos que ella nos sirva, en torno a nuestros valores y nuestras normas, con lo cualitativo por encima de lo cuantitativo, con lo humano por encima de lo informático, con lo real por encima de lo virtual, con lo ético por encima de lo económico.