'La sociedad de los miedos'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 28 de Noviembre de 2021
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'No hay cosa de la cual yo tenga tanto miedo como del propio miedo'. Michel de Montaigne, Ensayos.

El miedo y la angustia son dos sentimientos que acompañan al ser humano desde que tiene consciencia de su existencia. Tanto el uno, como la otra, son sensaciones basadas en una profunda experiencia de inquietud. Ante un temor que no podemos identificar en el caso de la angustia, ante un temor mucho más concreto en el caso del miedo. El miedo comparte con un sentimiento radicalmente diferente como es el amor, su facilidad para romper los muros de contención y de sentido común que nos aporta la racionalidad. El miedo y el amor comparten su capacidad para hacernos creer todo aquello que sin su embrujo nunca creeríamos. Ambos sentimientos son capaces de suspender nuestra incredulidad en ámbitos que jamás creeríamos posible, pues apelan a áreas de nuestro cerebro dominadas por los impulsos.

Crean imágenes idílicas de personajes públicos a los que adorar, amar, a la vez que azuzan el miedo para tratar de lograr el estado de ánimo más proclive a la manipulación; ya sea el miedo injustificado a las vacunas, ya sea la nueva paranoia que nos hace creer que nos vamos a quedar sin luz, para alegría de los fabricantes de 'kits' de supervivencia

No es de extrañar, que aquellos que se han especializado en tratar de dominar las pulsiones que mueven a las masas acríticas apelen a ambas pasiones para lograrlo. Crean imágenes idílicas de personajes públicos a los que adorar, amar, a la vez que azuzan el miedo para tratar de lograr el estado de ánimo más proclive a la manipulación; ya sea el miedo injustificado a las vacunas, ya sea la nueva paranoia que nos hace creer que nos vamos a quedar sin luz, para alegría de los fabricantes de kits de supervivencia. O como suele hacer la extrema derecha, para decirnos que los inmigrantes asaltan nuestras calles, aunque la evidencia sea que la delincuencia se encuentra en niveles bajos, y gran parte de ella siguen causándola personas que comparten nuestra nacionalidad y etnia. Pero el miedo se compra barato, mientras que deshacernos del mismo se vende caro.

Si algo ha quedado claro en los últimos experimentos de la neurociencia es la capacidad que tiene el ser humano para dominar los miedos, naturales o artificialmente creados, gracias al apoyo de seres en los que confiamos. Ese es uno de los motivos por los cuales aquellos que tratan de desperdigar el miedo como arma de control, tratan de crear desconfianza, y a su vez, aislarnos de aquellos que pudieran apoyarnos. El miedo infundido por un temor que nos acecha se acentúa debido a una maravillosa característica que nos diferencia del resto de animales; la imaginación. Mientras más la dejamos volar sin atarla a la correa de la racionalidad, más peligro corremos de ser manipulados por esta emoción tan básica. No nos hace falta tener un abismo a un metro de nosotros, nos basta con caer en la trampa de imaginarlo porque nos hacen creer que está ahí.

Tan acostumbrados estamos a vivir con miedo, a lo tangible y a lo intangible, que nos han hecho creer que lo más parecido a la felicidad que podemos encontrar son aquellos momentos en los que dejamos de tener miedo

Tan acostumbrados estamos a vivir con miedo, a lo tangible y a lo intangible, que nos han hecho creer que lo más parecido a la felicidad que podemos encontrar son aquellos momentos en los que dejamos de tener miedo. La seguridad que nos venden se basa precisamente en apaciguar nuestros miedos. Miedos infundados, sin causas reales, y que suelen ser impulsados por aquellos mismos que tratan de vendernos seguridad.

Somos tan susceptibles de caer en tales manipulaciones porque somos incapaces de dejar de temer a esos miedos imaginarios. Los neurólogos han hecho varios experimentos en los que demuestran que se puede inducir miedos injustificados, y cuando te dan las herramientas para superarlos o descartarlos, las áreas del cerebro que se activan son las mismas que al satisfacer el hambre, o con la actividad sexual. Por muy complejos que seamos los seres humanos, que sin duda lo somos, en muchos aspectos no dejamos de ser básicos, animales con instintos. La felicidad nos la da la seguridad, o la apariencia de seguridad ante el miedo. Aprender a controlar el miedo no solo nos dará ventaja al proporcionarnos seguridad, sino que impedirá que otros que tratan de manipularnos con imaginarias amenazas, nos controlen.

Controlar el miedo implica aceptarlo, y ser conscientes que la sustancia química que produce esta sensación en nuestro cerebro nos ayuda a estar alerta ante situaciones peligrosas

Aprender a evitar que nos manipulen por nuestros miedos, reales o imaginarios, no significa que nos convirtamos en temerarios imprudentes. Controlar el miedo implica aceptarlo, y ser conscientes que la sustancia química que produce esta sensación en nuestro cerebro nos ayuda a estar alerta ante situaciones peligrosas. Nos prepara para una respuesta física adecuada: aumenta el reparto de glucosa allí donde se la necesita, al igual que el nivel de oxígeno. Aumenta la dopamina (sustancia que segregamos en momentos de placer) para estimularnos, e incluso activa nuestra capacidad de memoria. El problema viene cuando el estrés es continuo; una cosa es afrontar el pánico ante un peligro real y el miedo que nos produce, y tratar de resolverlo con el armazón del que nos dota nuestra química, y otra la manipulación de miedos infundados e imaginarios, que al no poder ser resueltos, ya que no son reales, provoca convertirnos en objeto de fácil manipulación, en títeres de unos sentimientos que no podemos resolver, no podemos controlar, no podemos vencer.

La sociedad de los miedos nos mantiene en una situación de estrés constante, pero la respuesta fisiológica solo funciona brevemente, si esa tensión se mantiene en el tiempo,  se agota nuestra capacidad de respuesta, y termina por provocar deterioros neurológicos, aumentando la depresión. Otra causa más que contribuye al estado depresivo de ánimo que caracteriza a las sociedades contemporáneas. El permanente estado de alerta ante esos imaginarios miedos; el inmigrante que acecha para robarnos, Bill Gates que conspira para ponernos microchips, los okupas que esperan que bajemos a desayunar para entrar en nuestras casas y quedarse con ellas, y otras tantas chaladuras que nos venden para provocar el miedo, provoca que perdamos capacidad de decisión. Nos volvemos más titubeantes, y por tanto, más susceptibles para aceptar que otros decidan por nosotros, suspendiendo cualquier capacidad crítica y racional que poseamos.

No solo es que a las corporaciones que controlan las redes tecnológicas en las que nos enredamos no hagan nada efectivo por evitarlo, sino que son plenamente conscientes que los miedos, como cualquier otro sentimiento o pasión, es una herramienta muy útil para atraparnos y conseguir que piquemos sus anzuelos y aumentemos su cuenta de beneficios

Hemos creado una sociedad de los miedos que corroe, destruye y paraliza nuestra capacidad para enfrentarnos de una manera justa y solidaria a los retos que afrontamos con el nuevo milenio. El mal uso de las nuevas tecnologías y su utilización como arma de embobamiento masivo, con el miedo como arma principal, tiene efectos devastadores, como hemos visto recientemente. No solo es que a las corporaciones que controlan las redes tecnológicas en las que nos enredamos no hagan nada efectivo por evitarlo, sino que son plenamente conscientes que los miedos, como cualquier otro sentimiento o pasión, es una herramienta muy útil para atraparnos y conseguir que piquemos sus anzuelos y aumentemos su cuenta de beneficios.

Honoré de Balzac, escritor francés del XIX, nos alertaba que la bravura de la que muchos hacen alarde es un hábil cálculo sobre el miedo que domina a sus adversarios. Amedrentarnos con amenazas imaginarias, a las que épicos adalides están dispuestos a enfrentarse por nosotros; como esas histéricas proclamas neonazis de una conspiración internacional para sustituir a la población blanca y cristiana en los países occidentales, son meras añagazas que utilizan miedos atávicos para despertar odios insensatos y barbaros. La manera más sencilla para manipularnos e incitar nuestros odios es a través del miedo, pues como comentábamos al principio, al igual que el amor, desarma nuestra capacidad de racionalizar lo que sentimos.

Una sociedad sana es una sociedad que renuncia a dejar que el miedo controle su destino. La felicidad, en tanto que es una virtud ética a la que no podemos renunciar, ni en lo individual, ni en lo social, no debemos definirla únicamente por la ausencia de miedo. Nadie tiene derecho a vendernos una noción de la felicidad como ausencia de miedo. Es lo que pretenden aquellos que lo utilizan como arma de manipulación masiva. Sófocles, el dramaturgo griego del siglo V a.C. tiene una certera cita al respecto: para quien tiene miedo todo son ruidos. Si dejamos que nos ensordezcan en lo individual y en lo colectivo con tanto ruido, que nos aturdan con todos esos miedos injustificados e imaginados habremos perdido el control de nuestro destino, habremos permitido que nos amarguen la búsqueda de la felicidad, al circunscribirla a una falsa sensación de seguridad. La sociedad de los miedos es un callejón sin salida del progreso de la humanidad. Aún estamos a tiempo de evitar caer en sus trampas. Empleemos la racionalidad y el sentido común, nada más y nada menos, y aprendamos a aspirar a una felicidad que no se encuentre castrada por el miedo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”