Si no puedo bailar, no quiero vuestra revolución

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 24 de Junio de 2018
'El baile', de Cecilia Arrate.
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'El baile', de Cecilia Arrate.

Nos preguntamos a dónde ha ido el corazón de la política, la respuesta es muy sencilla, se encuentra en el compromiso ético de todas aquellas personas que rehúsan sentirse indiferentes ante el dolor y el sufrimiento de otros seres humanos, activistas y voluntarios que sacrifican su tiempo, y a veces su vida, defendiendo los derechos de todos aquellos a los que la injusticia pisotea.

 

La política es un estado de ánimo, que se lo pregunten a la mayoría de españoles aliviados, porque el gobierno más gris y triste de la historia de nuestra reciente democracia, además de la lacra de la corrupción que contamina el partido que lo sostiene, haya dejado paso a otro gobierno, que con tan solo unos pocos gestos de empatía humanitaria, ha despertado la sonrisa cómplice de tanta gente. Veremos qué sucede, pero la sonrisa inicial ahí se queda. No se sabe muy bien por qué la actividad política siempre ha estado asociada más a la seriedad que a la alegría, como si el deber fuera algo que uno haya de hacer siempre apesadumbrado, como si el buen político no pudiera ser una persona jovial, sino un tristón siempre contrito. No se me ocurre mejor ejemplo que el de la activista libertaria Emma Goldman, a la que le encantaba bailar, actividad que sus compañeros de revolución anarquista, participes de un puritanismo muy de la época, finales del XIX, consideraban una actividad frívola, a lo que la escritora les contestaba con todo el aplomo del mundo: si no puedo bailar, no quiero vuestra revolución.

No se sabe muy bien por qué la actividad política siempre ha estado asociada más a la seriedad que a la alegría, como si el deber fuera algo que uno haya de hacer siempre apesadumbrado, como si el buen político no pudiera ser una persona jovial, sino un tristón siempre contrito

Y aquí seguimos, instalados en pleno siglo XXI con partidos políticos plomizos, donde la alegría y la satisfacción por el compromiso de una ética vital, que canalice nuestra participación política y cívica, quedan convenientemente sepultadas por la jerárquica obediencia al dogma establecido. A veces, da la penosa impresión que penalizamos más al político que por su forma de entender la vida y su compromiso, su jovialidad y cercanía, real, no impostada, se aleja de la imagen del político trajeado y adusto, de verborrea fácil y vacía, que al político corrupto u obsesionado por el poder, con el que somos más tolerantes.

Uno de los principales motivos por los que el activismo político no encaja, con el actual modelo de partido político que tenemos en las democracias liberales contemporáneas, es su fracaso a la hora de conjugar y satisfacer la ética y el sentido de la vida que lleva a una persona a preocuparse por la situación de los más desfavorecidos; por aquellos que sufren en el mundo, por comprometerse política y socialmente, por cambiar la realidad, y ver que su esfuerzo y dedicación marcan la diferencia, algo que en el activismo es posible, porque importa lo concreto, en un partido político lo usual es perderte en interminables trabas burocráticas donde la transparencia brilla por su ausencia, en eternas reuniones tras las cuales llegas a tu casa sin tener nada claro de qué ha servido, en agotadoras luchas por el poder que terminan en una frustrante sensación de vencedores y vencidos. Ése es uno de los motivos por los que tuvieron tanto éxito los llamados ayuntamientos del cambio en su momento, y también el motivo que ha llevado a la frustración a muchos de ellos.

Impulsados por personas que habían encontrado la legitimidad de su compromiso político en el día a día de causas en las que reconocer cambios concretos que afectaban a personas concretas: evitar un desahucio, transformar la convivencia en un barrio, dignificar la vida de aquellos que sufren la marginación, llevar la cultura a todos los rincones, sin dedicar todos los recursos a esa cultura elitista que no es referente más que de sí misma, y mil causas más. Y sin embargo, al convertir el activismo en organizaciones políticas, muchos de estos movimientos han caído en los mismos agotados esquemas que pretendían combatir, con la consiguiente frustración y errores políticos a la hora de su actividad política, ciertamente más compleja que el activismo, lo que no es excusa para cambiar la ética social y cívica que ha de impulsar la política, por espurios intereses meramente partidistas. 

Uno de los principales motivos por los que el activismo político no encaja, con el actual modelo de partido político que tenemos en las democracias liberales contemporáneas, es su fracaso a la hora de conjugar y satisfacer la ética y el sentido de la vida que lleva a una persona a preocuparse por la situación de los más desfavorecidos

Que la política y la ética deberían convivir no es una recomendación, es una exigencia, pero no es algo fácil. Lo primero que debería hacer la política, más gris, ortodoxa e institucional, si desea reconciliarse con la ética jovial del activista cívico, que es el que con su compromiso dota de vigor democrático las vértebras civiles de nuestra convivencia, y es el termómetro que mide la salud de una sociedad, es comprender de dónde viene ese compromiso, y aceptar que si no nos dejan bailar, no queremos vuestra revolución. El nacimiento de los movimientos obreros,  del socialismo utópico, de los movimientos sindicales, de los partidos políticos socialistas, comunistas y el activismo libertario, partía de un impulso ético básico: cambiar la vida de la gente, de hombres y mujeres, de niños y niñas que eran explotados en su día a día, que malvivían mientras unos pocos vivían una cómoda y lujosa vida, un poco como en occidente ahora mientras en otros países la gente malvive en condiciones penosas, o se desangra en interminables guerras alentadas por grandes corporaciones o países que les venden armas o ignoradas por aquellos que vivimos en una sociedad más opulenta. Su lucha, su compromiso, tenía un sentido, una dignidad, que no es fácil encontrar hoy día más que en el compromiso  voluntario y solidario del activista social.

Lo que hay detrás del argumento de Emma Goldman es lo siguiente; si uno no disfruta de lo que hace, de su compromiso, es imposible ser efectivo, y ese compromiso es debido a que entiendes que ésta es tu vida, quieres marcar la diferencia, y eso te hace sentir feliz, no ya por un sentido del deber abstracto como el que suele figurar en los principios de los partidos políticos; si le preguntas a un militante o a un afiliado ( de un partido progresista) te responderá probablemente que porque desea contribuir a una sociedad más justa, más igualitaria o más libre, o todo ello junto, que está muy bien, pero conjugado en abstracto no deja de ser algo banal. El activista no se siente satisfecho si mira atrás y no puede decirse, con total honestidad a sí mismo, hoy he ayudado a cambiar a mejor la vida de una persona. Si le preguntas a una persona porqué dedica su tiempo al activismo, te dirá probablemente que quiere cambiar la vida de las personas, que llora cuando alguien llora al ver que no la echan de su casa, que la sonrisa ilumina su rostro al ver a un niño inmigrante sonreír al recibir una manta y un bocadillo tras creer que iba a morir, y pensar que se encuentra a salvo, que le duele ver a un mendigo que hace tan solo unos años era una persona tan segura y confiada como tú, y que una serie de infortunios, propios o ajenos, qué más da, le han dejado como despojo de una sociedad que no deja de ser opulenta. El activista no puede dejar de ver las guerras que sacuden el planeta, los infantes destrozados, las familias desplazadas, y pensar que eso no es que le importe, es que le concierne, tanto como si le sucediera a la familia que vive al lado, porque mirar a otro lado es hipócrita.

Lo primero que debería hacer la política, más gris, ortodoxa e institucional, si desea reconciliarse con la ética jovial del activista cívico, que es el que con su compromiso dota de vigor democrático las vértebras civiles de nuestra convivencia, y es el termómetro que mide la salud de una sociedad, es comprender de dónde viene ese compromiso, y aceptar que si no nos dejan bailar, no queremos vuestra revolución

Y es esa actividad la que les permite bailar sin complejos, ser felices con los  compromisos éticos que asumen; compartir llantos y sonrisas con aquellos cuya vida ayudan a cambiar. Henry Spira, que lo tenía todo a su alcance para llevar una aburrida vida con toda las comodidades satisfechas, dedicó en cambio su tiempo a defender a los más desfavorecidos, a causas sociales y medioambientales, y cuando le preguntaron si merecía la pena abandonar una vida de comodidad por la incómoda vida del compromiso respondió: Básicamente supongo que uno quiere sentir que su vida ha consistido en algo más que simplemente consumir productos y generar basura. Pienso que a uno le gusta mirar atrás y decir que uno ha hecho lo mejor que pudo para hacer de este lugar algo mejor que los demás. Lo puedes ver desde este punto de vista: ¿Qué mayor motivación puede haber que hacer todo aquello que uno puede para reducir el dolor y el sufrimiento?, y continua; He impulsado la idea de que el activismo debe impulsarse hacia los resultados, que puedes alcanzar victorias, que puedes pelear en el edificio del ayuntamiento, y que si no te gusta ser empujado de acá para allá y no te gusta ver que otros lo son, puedes tener un impacto.

Los partidos políticos progresistas, los que no se conforman, los que quieren que la realidad sea diferente, han de cambiar, permeabilizarse a la ética del activista político, si desean en verdad ser algo más que un instrumento electoral que trate a sus afiliados  o militantes comunes como mera mano de obra, para ejecutar las estrategias que sus comités de sabios decidan a cada momento, para conseguir más votos. O se irán convirtiendo en meras agrupaciones de voluntarios para las campañas electorales, totalmente desvinculadas de la sociedad civil. Dejemos espacio en la política para que bailen los activistas, despejemos la pista de baile de tristes danzas acartonadas, y que aquellos que lidian, sacrificando su tiempo, con el sufrimiento, enjuagando cada lágrima con una  sonrisa, sientan que esos partidos políticos son su herramienta, no su carga.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”