Contra la sencillez

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 30 de Octubre de 2016
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La sencillez, acompañada de sus dos principales acólitos, brevedad y simpleza, campan a sus anchas como la nueva religión ante la que todos hemos de hincar la rodilla, y sacrificar ante su altar, toda la complejidad, riqueza y matices que dan, o deberían dar, sabor a nuestras vidas. A medida que el mundo se ha vuelto más complejo, más entrelazado, más vinculado al caos connatural al mundo tecnológico, más todos los gurús profetas del nuevo dogma claman por la sencillez, la brevedad y la simpleza en nuestra forma de vida. Las nuevas herramientas creadas a medida para manejarnos en el nuevo mundo son el perfecto ejemplo. Twitter, Facebook, Instagram, o cualesquiera de esos engendros llamados aplicaciones o apps, en el burlón lenguaje tecnológico, están diseñados para facilitarnos la vida; mayor comunicación, más facilidad para acceder a todas las ricas posibilidades que se nos ofrecen como pasteles recién hechos en un escaparate, más capacidad de compartir nuestras vidas, nuestros sentimientos, nuestras visiones, y con ello acceder al complejo mundo ajeno. Y sin duda, cumplen esa función. Sin embargo, ¿en verdad sirven sólo para eso? Más allá de la egolatría que acompaña displicentemente su uso, memes con imágenes y textos breves, llenos de palabras tan vacías como el sentido que pretenden darle, recorren las simplonas venas de las redes sociales. No porque en sí esas palabras no tengan en su origen sentido, sino porque el mandamiento de la sencillez exige que la brevedad y la simpleza sean los vehículos del mensaje. Desgajando esos textos del contexto a la luz del cual deberían entenderse. Eso en el mejor de los casos, cuando en verdad las palabras proceden de un con(texto) con valor, en el peor, la simpleza y la brevedad apelan a lo más banal, otro acolito de la sencillez, que se esfuerza por escalar el escalafón jerárquico de la nueva religión e igualar a sus correligionarios, brevedad y simpleza.

El conocimiento y la criba critica que acompaña al ejercicio de la sabiduría son las primeras víctimas. Nos creemos cualquier bulo siempre y cuando vaya acompañado de una cita, imagen, o video impactante, sin dedicar un solo segundo a examinar su veracidad. Todo sea por mantener los nuevos mandamientos de la nueva religión, y nos quedemos ensimismados en la contemplación de la sencillez. Esas imágenes y palabras simplificadas las damos por validas siempre que apelen a las entrañas de nuestras emociones, aquello que nos remueve las tripas de nuestro subconsciente menos crítico, y que esconde oscuridades que no se atreven a dejarse contrastar por la razón. Como esos videos virales que apelan, o a las emociones más primitivas, o a la estupidez congénita a la raza humana, o a ambas.

Sólo hay que observar las transformaciones y las tendencias en las páginas digitales de los medios de información de “prestigio”, cada vez con menos textos, con numerosas imágenes y con, sí, breves y simples videos explicativos, en caso de que sean informaciones, porque proliferan  colonizando nuestra vida digital esos videos banales sobre moda, youtubers, hípsters, famosillos y aquellos y aquellas que se acuestan con ellos y ellas, o cualesquiera de esas especies que han prosperado en el nuevo ecosistema al amparo de la simpleza. Pareciera como si esos manuales para torpes que atestaban las librerías comerciales y que nos enseñaban de forma sencilla y breve cualquier idioma, destreza informática, cuidado de bebés, o a montar un mueble de Ikea, se hubieran extendido a todo lo cognoscible. A todo aquello que pudiera interesarnos. ¿Por qué leer un artículo o ver una conferencia que nos robe una o dos horas de nuestro tiempo cuando tenemos a nuestro alcance herramientas que nos lo mastican todo? ¿Por qué obligarnos a reflexionar y pensar sobre aquello que deseamos informarnos si para ello nos basta un simple tweet, que además si es divertido mejor?

El mundo, y más aún el contemporáneo, es complejo, liquido, cambiante, muda de sentidos y de piel, como la serpiente del paraíso sobreexcitada por la lujuria del engaño a la desnuda y virtuosa Eva. Pero las herramientas de las que nos dotamos, y que deberían ser vehículos para toda esa complejidad, actúan simplificando, debido al uso que les damos, como ese Dios resentido del Antiguo Testamento, para el que todo era blanco y negro. O acatas mis estúpidas leyes y renuncias a saborear la sabiduría al morder la manzana del árbol del conocimiento, o te expulsaré al paramo de la sencillez, la simpleza, la brevedad y la banalidad, para que allí vivas por los restos. En eso se basaba la primera de las leyes. Obedéceme a toda costa, sin preguntas, criticas, ni reflexiones.

Se nos dice que debemos apostar la sencillez en el amor. Pero ¿qué hay de sencillo en amar a otra persona? ¡Nada! Todo son complicaciones, pero es que así debe ser. Enamorarse puede ser tan sencillo como complicado desenamorarse, pero todo lo que hay en medio exige esfuerzo, pasión, comprensión, dudas, tropiezos en el camino, renuncias, y un sinfín más de cosas que nos complican la vida, como debe ser. Amar no es fácil, odiar quizá sí que lo sea, porque no exige nada más que dejarse llevar por prejuicios o por sentimientos exaltados y simples. Por tanto, no, nos calienten la cabeza con la sencillez del amor. Seamos sinceros, reconozcamos su complejidad y pongámonos a trabajar en ello.

¿Cuántas veces hemos oído eso de que mejor las personas sencillas? ¿Quién diablos desea una persona sencilla a su lado? ¿para qué? ¿Para solazarse en el páramo del aburrimiento? ¿o para que displicentemente acate nuestros deseos? No, las personas somos o deberíamos ser, complicadas, llenas de contradicciones, errores, bandazos, confusiones, meteduras de pata, sin que un simple, breve y estúpido test nos diga que somos o que nos gusta o qué tipo de personas nos atraen. Y con eso llegamos a la amistad. Quién puede decir que alguien es amigo, o amiga, si su amistad no ha sobrevivido a duras penas a ese cúmulo de sutiles, o no tan sutiles, heridas que sangran en su corazón. ¿Qué hay de sencillo o simple en una amistad? La amistad es exigente, tanto como el amor, y en ambos casos malheridos supervivientes de un sinfín de turbulencias.

¿Y la política? Para algunos todo es tan sencillo que la culpa de todo la tienen los políticos, y ellos lo arreglarían en un santiamén. De hecho, hasta se han fundado partidos bajo esa premisa. Pero no, la política no es sencilla, porque la convivencia en sociedad no lo es. Pensemos en nuestras familias como pequeños ecosistemas sociales, donde en teoría la lealtad al parentesco debería hacer que todo fluyera con facilidad, y qué lector podría afirmar que eso es así. Convivir con el otro, sea próximo o no, exige una continua negociación de intereses contrapuestos, porque a pesar de lo que se diga, ni nuestras necesidades son sencillas, ni lo son nuestros deseos, ni nuestras aspiraciones. Continuamente chocan unos contra otros, y todo se complica. Tal y como debe ser, porque las soluciones a esos conflictos han de serlo. Quién pretenda simplificar en política, o te toma por tonto, o quizá lo sea el mismo.

¿Y si derivamos al mundo de las pasiones y el disfrute de los placeres que desencadenan? pongamos que hablamos de sexo, o cualquier cosa que haga que tus entrañas se revuelvan, y clamen contra esa hambre que desenfoca tu voluntad. La nueva religión y sus profetas pretenden que las envolvamos en el dulce cantico de la sencillez. Pero el sexo, u otras pasiones distan un mundo de ser algo sencillo, a no ser que pretendas practicarlo como si fuera un deporte. Implica conocer cada uno de los poros de la piel del amante, sea ocasional o no. Y eso, necesita tiempo, ni brevedad, ni sencillez, ni simpleza. Necesita mirar a los ojos y encontrar en ellos la complicidad del placer compartido. O aceptar la decepción del sexo: convertir en un ensayo sobre la química, o en unas oposiciones de educación física, lo que debería ser una reválida sobre la literatura del suspiro.

La ética ejemplifica mejor que nadie la resistencia a la religión de la sencillez. Ahí están las religiones tradicionales, las que llevan milenios tiranizando a la especie humana en base a la pretendida sencillez de seguir unas simples leyes morales, al igual que un burro al que recompensas con una zanahoria, sigue ciegamente el camino que los látigos marcan. Pero la moral, como la vida, es compleja, sumergida en un arcoíris de colores que se resisten a la brevedad, simpleza, sencillez y banalidad de ver el mundo en un triste contraste de blanco o negro.

Y sí, claro que hay momentos para la sencillez, la brevedad y la simpleza. Excomulgando al abismo la banalidad, que tanta querencia a acompañarlas tiene. Pero más nos vale que midamos en que momentos deben acompañar a la complejidad de nuestras vidas y a todas sus manifestaciones, o pasaremos por la misma sin haber entendido nada. ¿Qué tipo de vida sería esa? ¿sencilla? sí, ¿simple?, sí, ¿breve?, puede que sí o puede que no, ¿banal?, probablemente, ¿aburrida? Seguro.

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”