'Schopenhauer y el caos del mundo'
- 'Para millones y millones de seres humanos el verdadero infierno es la vida'. Arthur Schopenhauer
Hay quien necesita un café de Mr. Wonderful, un bollo de mindfulness, y un zumo de Pablo Coelho para poder levantarse por las mañanas y afrontar con optimismo el caos del mundo. Otros, sin embargo, optamos por la vía contraria, y en lugar de poner falsos filtros a la vida como si viviéramos en Instagram, optamos por la opción de mostrar las arrugas y las heridas que las decepciones del absurdo del mundo dibujan en nuestra piel. Preferimos desayunar con la acidez de un pensador como Arthur Schopenhauer, cuya vigencia no solo no ha perdido un ápice con el paso de los siglos, sino que sigue hipnotizando a nuevas generaciones una tras otra. Podemos optar por tomar la pastilla azul y seguir encadenados a los filtros de edulcorantes adulterados que nos venden en la Matrix de la sociedad de consumo, para no amargarnos la vida, u optar por la amargura de la píldora roja y despertarnos a la realidad de un mundo cruel, inhóspito, y sobre todo absurdo. Como todo en la vida, es una elección, o quizá la apariencia de una elección si Einstein y la neurobiología tienen razón, pero por el bien del texto finjamos que tomamos libremente la pastilla roja, y nos despertamos en la aridez de un mundo caótico y absurdo. Qué nos aconseja nuestro pesimista y lúcido filósofo.
Cuando nos elevamos un poco sobre los artificios en los que vivimos atrapados en el día a día, que nos impiden pararnos a reflexionar, nos damos cuenta que la ausencia de control sobre los acontecimientos es la norma, no la excepción
Lo primero es aceptar el caos como premisa vital, tal y como un jovencísimo Schopenhauer apuntó en sus notas de viajes, desde la cima de una montaña: allí en lo bajo se ve el mundo en caos. Cualquiera al que no cieguen los juegos de artificios en los que vivimos se dará cuenta de la veracidad de la cita. Cuando nos elevamos un poco sobre los artificios en los que vivimos atrapados en el día a día, que nos impiden pararnos a reflexionar, nos damos cuenta que la ausencia de control sobre los acontecimientos es la norma, no la excepción. Un precario equilibrio, sobre un mínimo de acontecimientos que nos suceden, podemos mantener, guiarlos hacía las metas que deseamos, rara vez. Y siempre con la ayuda de la voluble diosa fortuna. Lo segundo es obvio, pues tarde o temprano tenemos que afrontar la idea de la muerte, que es una sombra que aflige todo horizonte en nuestra vida, porque el mundo podrá seguir una vez que no estemos, pero para nosotros el mundo acaba, y esa amarga verdad es la que tratamos de sepultar desde que nacemos. O más bien son las fuerzas sociales, que tratan de integrarnos, las que nos hipnotizan con fuegos artificiales para evitar que pensemos en la mortalidad y el fin del mundo. Pues esa es la realidad. Qué nos importa que el mundo siga si ya no existimos. El horizonte metafísico, ineludible, lo aceptemos o no, es que somos individuos arrojados a un mundo de dolor marcados por un temporizador que se agota con cada suspiro que exhalamos.
Despertarnos de la ilusión de una justicia en vida desdibuja el destino en el que nos educaron; ser productivos y eficientes, mirando a otro lado cada vez que vemos una injusticia, y solo alzando la voz si es a nosotros a los que les toca el turno de sufrirla
Al contrario que otros filósofos contemporáneos, y al igual que haría Nietzsche, no se trata de la voluntad que aúna a muchos, se trata de la lucha individual de cada voluntad por dominar este mundo caótico, por sobreponerse. Atrapado entre dos opciones que rechaza, por haber mostrado su fracaso, la ilustrada y la romántica, el individuo que reclama Schopenhauer ha de abrirse a una tercera opción. Ambas formas de abordar el destino han terminado por defraudar las aspiraciones humanas, o eso cree el filósofo alemán. El romántico aspira a una plenitud vital, que como mucho le concederá instantes, pero que terminará por despojarle de la ilusión, fracaso tras fracaso. Cuando la pasión echa el telón, qué nos queda sino el hastío. El ilustrado vive ansiando un mundo por venir, vive en el deber ser, no en el ser. Esa aspiración a un mundo que ha de venir, donde la plena justicia se realice en el reino de los cielos, que es donde Kant terminará por situarla, solo puede consolar al creyente. El mundo real es poco proclive a la justicia, de ahí que el filósofo alemán recurriera a una supuesta justicia divina, un salto de fe, que arregle los reglones torcidos de la realidad. En esta realidad, en este mundo, la justicia rara vez prevalece. Despertarnos de la ilusión de una justicia en vida desdibuja el destino en el que nos educaron; ser productivos y eficientes, mirando a otro lado cada vez que vemos una injusticia, y solo alzando la voz si es a nosotros a los que les toca el turno de sufrirla.
El ser humano moderno del XIX, al igual que el contemporáneo del XXI, corre el riesgo de perder de vista aquello que importa, asumir el control del sentido de su vida cuando las fuerzas nihilistas, el sinsentido, trata de convertirle en mera marioneta del caos
El ser humano moderno del XIX, al igual que el contemporáneo del XXI, corre el riesgo de perder de vista aquello que importa, asumir el control del sentido de su vida cuando las fuerzas nihilistas, el sinsentido, trata de convertirle en mera marioneta del caos. La salida habitual consiste en competir con otros seres humanos, tratamos de arrebatarles su sentido, como si apoderarnos de lo ajeno llenara nuestro propio vacío. Pero no hay nada cuantificable, todo es cualitativo, en cuestiones de sentido, y por eso luchar por obtener más y más a costa de los demás es tan absurdo. El genio individual es aquel que acepta que el reto es suyo, que ha de aceptar el grado inevitable de soledad inherente a nuestra naturaleza, y reconoce que no dependemos del sentido que otros nos otorguen, o que tratemos de hurtar, sino de desplegar nuestra voluntad propia en paz, sin conflicto con otros yoes. Pero, desgraciadamente, para el avaricioso que desea lo suyo y lo ajeno, esto no funciona así. Es responsabilidad de cada individuo, personal, e intransferible, someter a la tormenta que le acecha. Buscamos desesperadamente seguridad, en ello lo apostamos todo. Y después, en el caso de haberla conseguido qué. El aburrimiento, el hastío, cada vez mayor que se apodera de nuestro horizonte vital. No hay nuevos retos, no hay nuevas exigencias de la voluntad.
Y una de las maneras principales que tenemos de renegar del aburrimiento existencial es aceptar que aquello que nos han vendido como felicidad, en abstracto, es mera ilusión. No existe esa felicidad a la que debamos aspirar para que nuestra vida adquiera sentido
Y una de las maneras principales que tenemos de renegar del aburrimiento existencial es aceptar que aquello que nos han vendido como felicidad, en abstracto, es mera ilusión. No existe esa felicidad a la que debamos aspirar para que nuestra vida adquiera sentido. Es la esterilidad de esa aspiración la que nos ciega y nos ahoga. El tiempo nos ahoga si esperamos un devenir que cambie lo torcido del pasado o las aporías del presente. Renunciar a ese permanente canto de sirena, del que ya nos advirtió Blaise Pascal, de estar más pendiente del futuro que del presente, del pasado que del presente, es la única solución para quien asume el absurdo del mundo. Esa renuncia es la única manera de aceptar la certeza del fin del mundo que acaecerá cuando nos desvanezcamos. Schopenhauer lo expresa con ejemplar serenidad en esta sentencia: Cuando el hombre se coloca en el punto de vista de la afirmación decidida de vivir, contempla la muerte sin terror, siempre que conserve la serenidad del juicio. Schopenhauer se acerca al estoicismo, y al budismo del que era conocedor, al reivindicar la serenidad ante el absurdo del mundo, a través de la mera voluntad. Es la única manera de alcanzar algo de lucidez ante el caos de la vida.
La clave de la vigencia de Schopenhauer a pesar de los siglos transcurridos es sencilla de encontrar; vivimos ahogados en un continuo peregrinar por la desilusión
La clave de la vigencia de Schopenhauer a pesar de los siglos transcurridos es sencilla de encontrar; vivimos ahogados en un continuo peregrinar por la desilusión. Es necesaria una deconstrucción de todas las ilusiones que nos habían cegado ante la realidad; la caída de un dios absoluto, las cadenas de las religiones absolutistas y su fanatismo, la conversión del individuo en masa a través de la industrialización primero y la dictadura de la tecnología y el consumismo ahora, entre otras. Solo la lucidez que da el desencanto, la desilusión de todas estas promesas vacuas de un futuro mejor, que nos deja cada vez un hueco más grande en el corazón, es el espíritu contemporáneo. Ya hay que venir llorados, nos diría en una jerga actual nuestro filósofo del desencanto. Nada hay más moderno que masticar parsimoniosamente la caída de los ideales. Siempre nos quedará el arte, la cultura, vendrá a reivindicar desde su atalaya intelectual Schopenhauer. No hay soluciones mágicas en el pensamiento del pensador alemán, pero nos ofrece un diagnostico veraz del embobamiento en el que vivimos, que podemos utilizar para denunciar a esos falsos gurús de la felicidad. Quizá no haya cura para la enfermedad: ¿quién osa atreverse ante el absurdo y el caos del mundo? Pero saber de qué pecamos, al menos, algo de serenidad puede ofrecernos.
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