Razones de la sinrazón

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 20 de Mayo de 2018
‘El sueño de la razón produce monstruos’ (1799), grabado número 43 de la serie ’Los Caprichos’, de Francisco de Goya.
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‘El sueño de la razón produce monstruos’ (1799), grabado número 43 de la serie ’Los Caprichos’, de Francisco de Goya.

'La locura no se encuentra en estado salvaje. La locura no existe más que en una sociedad, no existe fuera de unas formas de sensibilidad que la aíslan y de unas formas de repulsión que la excluyen o la capturan'. Michel Foucault, entrevista en Le Monde, 1961

'No es encerrando al vecino como se convence uno del buen juicio propio'. Fiódor Dostoievski

Foucault, filósofo de la fragilidad, autor de ese manual sobre el desquiciado control que sobre las sinrazones del ser humano ejercen las estructuras e instituciones opresivas de nuestra sociedad, llamado Historia de la locura, afirma con una contundencia intimidadora que la locura no se encuentra en estado salvaje. Son las sociedades las que en torno a clichés, más o menos consensuados, determinan la anormalidad o la irracionalidad de la conducta del individuo. Para el filósofo francés cada cultura tiene la locura que se merece. En la época de Shakespeare o Cervantes, nos dice, lo que llamamos locura tenía una función de revelación, de manifestación. Lady Macbeth tan solo empieza a decir la verdad cuando se vuelve loca. Nuestros tiempos contemporáneos acorralan a la locura, reduciéndola exclusivamente a un fenómeno natural, meros desequilibrios químicos que han de ser tratados. Encerramos lo que escapa a las estrictas lógicas de lo racional. Lógicas racionales que han demostrado ser insuficientes, unidimensionales, y lo que es peor, corrompidas por el poder, por el abuso de la autoridad, por una esquizofrénica necesidad de control de lo anormal, por una llamativa necesidad de encerrarlo y mantenerlo fuera de la vista de la sociedad que se considera a sí misma normal. Tan sólo en la poesía o en la literatura encontramos hoy día huellas de la locura entendida como rebeldía, ante ese control forzado.  Es necesario, para sobrevivir a esa despiadada tiranía reescribir la historia de la locura, denunciando el monólogo de la razón. Es descorazonador el monopolio de la química, que reduce a simples desequilibrios bioquímicos, lo que no entiende; que hay una desmesura en la vida que no tiene necesidad de ser curada, sino aceptada, amada, comprendida.

La sinrazón, ese desapego de las formas de la racionalidad dominantes nos impregna, a pesar de nuestra ceguera a reconocerla como parte de nuestra identidad. Se esconde y se manifiesta en los crepúsculos de nuestros sueños, ese recóndito lugar donde esperanzas y desesperanzas convergen, donde las razones de la sinrazón surgen, con la fuerza del llanto largo tiempo contenido, disolviendo el maquillaje, con que la razón y la búsqueda de la coherencia lógica imprescindible en nuestro cotidiano deambular, esconde nuestro rostro cada amanecer

Desde el siglo XVII, profundiza el filósofo francés, el discurso de la modernidad ha bifurcado en dos caminos irreconciliables la razón, homogénea y lógica, y la locura, heterodoxa y caótica, que ha de ser silenciada. Lo que debería ser una relación dialógica se ha convertido en un abrumador monólogo. Ante la incomprensión y el rechazo del académico gremio de psicólogos y psiquiatras de la época finaliza su texto con un contundente manifiesto: El mundo que creía medir a la locura y justificarla por la psicología, debe justificarse ante ella. Para Foucault, locura y enfermedad mental deshacen su pertenencia a la misma unidad antropológica. No debemos confundir las enfermedades mentales con aquello que por escaparse a la norma consideramos locura. Es una barbaridad meter en el mismo ámbito un fenómeno con el otro.

La sinrazón, ese desapego de las formas de la racionalidad dominantes nos impregna, a pesar de nuestra ceguera a reconocerla como parte de nuestra identidad. Se esconde y se manifiesta en los crepúsculos de nuestros sueños, ese recóndito lugar donde esperanzas y desesperanzas convergen, donde las razones de la sinrazón surgen, con la fuerza del llanto largo tiempo contenido, disolviendo el maquillaje, con que la razón y la búsqueda de la coherencia lógica imprescindible en nuestro cotidiano deambular, esconde nuestro rostro cada amanecer. Orgullosas en el caos de nuestro corazón, dibujando sombras en el amanecer de nuestros sentimientos, nuestras sinrazones creen encontrar escondiéndose un lugar para su supervivencia, y así, huir ante de la omnipresente corrección de lo racional.

Quién no flirtea en esos grises días que nos acechan con la locura, danzando de significado en significado, agotados en interminables bailes, cortejando el desastre en cada danza, sobreviviendo a un universo  que se nos dibuja fracasado. Buscamos cómo resolver los silogismos de una lógica del desmoronamiento, anhelando el calor de la débil llama de la agotada vela de la esperanza. Esa tensión entre las sinrazones que nos persiguen y las razones que nos atrapan, juegan un juego con las cartas marcadas, el de la necesidad de éxito. Éxito, cuyas categorías no definimos nosotros, nuestras propias esperanzas, deseos o anhelos, sino que se nos impone. Nos enseñan a escindir aquello que pensamos, de lo que sentimos, como si fuéramos dos personas diferentes, como si nuestras pasiones dirigieran nuestros sentimientos y nuestra razón nuestros pensamientos. Pero no es así, detrás de cada pensamiento hay una pasión que lo impulsa, detrás de cada sentimiento hay una razón de ser. Escindidos, estamos rotos, quebrados, solo nos queda aceptar que hemos de aprender a razonar como sentimos, que deseamos porque tenemos razones para ello, que nuestras aparentes contradicciones, nos completan, no nos dividen, que nuestras sinrazones, por mucho que bordeen el abismo, nos enseñan a vislumbrar atisbos de una felicidad que nos rehúye.

Razón y poder se entrelazan en nuestra sociedad, estableciendo una jerarquía de comportamientos adecuados e inadecuados, de vicios y virtudes, disolviendo en trazos gruesos las ilusiones con las que deberíamos haber crecido y aprendido a amar. La madurez ya no entiende que un razonamiento que no va acompañado de una emoción es como un beso del adiós que no va acompañado de una lágrima, estéril y vacío. La causalidad de lo cotidiano, tan reglada, contamina todo lo que hacemos, convierte todo acto en necesario, y por lo tanto mediatizado por lógicas, razones, ambiciones, prisionero de sus intenciones, sin dejar espacio al placer de lo gratuito y, por lo tanto, desinteresado, generoso, herido, innecesario, libre, como el deleite infantil ante lo inesperado.

Razón y poder se entrelazan en nuestra sociedad, estableciendo una jerarquía de comportamientos adecuados e inadecuados, de vicios y virtudes, disolviendo en trazos gruesos las ilusiones con las que deberíamos haber crecido y aprendido a amar

La luz de la exigencia de la racionalidad impuesta nos despierta, insensible al drama de la realidad que cercena nuestros sueños, trastocándolos en pesadillas. A pesar de todo, jugamos a sonreír como bufones atrapados en la tragicomedia en la que se ha convertido nuestro mundo. Asistimos al teatro de la vida de los demás, aplaudiendo o llorando sus éxitos o fracasos, para terminar, abandonando la sala de sus vidas, con la indiferencia del espectador agradecido o defraudado. Terminamos buscando refugio de la oscuridad de las sinrazones, vagabundeando a través de los días, como si interpretáramos una tragicomedia cuyo guion escribió ese otro yo en las sombras, construido por nuestros deseos, o sinrazones, que no son, sino malogrados cuentos de nuestras frustraciones.  

Si tanto tememos al vértigo de nuestra locura o de  la ajena, es porque nos deja desnudos de artificios, de falsedades, de mentiras, expone ante nosotros mismos y los demás, aquello que tanto deseamos ocultar, ya sea lo más puro y verdadero que esconden nuestros corazones o los abismos a los que nos arrastra la soledad de nuestras almas. Perdida la razón en la ciénaga de nuestros sentimientos, solo nos queda esperar que el vértigo de nuestra locura encuentre un camino, no para huir de la prisión que nos hemos creado, sino para aprender a vivir con los restos de nuestra cordura, despojada de ilusiones por la censura de lo institucionalizado, de lo correcto, de lo adecuado, de lo que se debe mostrar. Nos encontramos acorralados por la legitimidad forzada que dota a la razón el uso del poder. Un poder que al esconder las sinrazones, deja de buscar sintonía con el otro que le rechaza, con un mundo que no solo le es indiferente, sino que quiere expulsarlo de la vista, encerrarlo, despojarle de todo reconocimiento, esconderlo debajo de la alfombra, como si tan solo lo que un puñado de convenciones escritas, no se sabe bien por quién, y a las que bautizan con el sonoro nombre de lo respetable, tuvieran derecho a ser visible.

Creamos, como sociedad, una situación tan despreciable, como imposible, en la que es difícil saber quién siente más la nostalgia del vértigo de la locura, los poetas malditos curados por la dictadura de la cordura, o aquellos pretendidamente cuerdos que sueñan con saborear ese vértigo. Cabría preguntarnos si a la búsqueda de la belleza, que hemos abandonado en nuestro pragmático e interconectado mundo, no hemos renunciado por el temor a hacernos esta pregunta: ¿dónde podremos encontrar la belleza sino en un corazón bendecido por la locura y acunado por la sinrazón?

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”