¿Por qué, zeñó, por qué?
Es cierto que son muy escasos los artistas o grupos que han tenido una trayectoria intachable, que no han hecho un disco malo en su vida. No se puede ser genial todo el tiempo, la creatividad es un proceso con altibajos, las personas tienen sus momentos de ansiedad, depresión, abandono, drogadicción, rupturas sentimentales y un sinfín de cosas más, y eso se puede traducir, a la hora de escribir canciones, en genialidades o en bodrios; saberlo de antemano es imposible.
Ahora bien: siendo eso así, no es menos cierto que hay bandas y solistas, aquí y allá, que empezaron sus carreras musicales de manera francamente prometedora y que en un momento dado se torcieron para no enderezarse después nunca más. Gente que entusiasmó al personal con unos discos iniciales formidables, sensacionales, grandiosos. Tanto que, cuando muchos años después han sacado al mercado elepés ramplones, sosos o simplemente infumables, uno no puede dejar de recordar a la mujer a la que inmortalizó youtube, esa que, a su manera, afeó la conducta de Dios por permitir que lloviera a mares precisamente un día de procesión. “¿Por qué, zeñó, por qué?”, le preguntó entre incontenibles sollozos. Si le sirve de consuelo, señora, muchos aficionados a la música hemos tenido una reacción similar, aunque en otro contexto.
Empiezo el recorrido con Dire Straits, a quienes, según las malas lenguas, tengo una manía especial. No voy a entrar en eso porque ya he expuesto decenas de veces mi teoría sobre esos gachós. Pero siempre he reconocido, y lo haré de nuevo, que sus dos primeros discos me parecieron francamente buenos. Los ponía una y otra vez y me parecían plenos de ritmo, de melodía y de guitarras cristalinas. Una auténtica delicia para los oídos.
Por eso, cuando empezaron a meter la pata con ‘Making Movies’, la cosa me dolió sobremanera. Pasé por alto la afrenta y hasta hice de tripas corazón y soporté ‘Love over gold’, aunque sospecho que fue más por no dar mi brazo a torcer, por negarme a aceptar la evidencia. Eso sí, cuando salió el ‘Brothers in arms’ fue como si se me cayeran las telarañas de los ojos. Supe positivamente que mi relación con esos tipejos había acabado. Confieso que apenas les he prestado atención desde entonces (ni a ellos ni a Mark Knopfler en solitario), salvo cuando no he tenido escapatoria, en algún bar o así. Y en esos casos no he percibido nada que me anime a darles una nueva oportunidad. Más bien me ha servido para reafirmarme en mi convicción de que son un muermo insoportable.
Puede que el suyo sea el caso más claro de grupo que entra en barrena (en mi tabla de gustos, quiero decir), pero no el único. Hace muy poco pillé una caja que reúne los tres primeros discos de Ultravox! Y está bastante bien. Facturaban un pop-rock muy propio de los primeros años del punk, aderezado con golpes de electrónica y tal. Al frente estaba John Foxx, autor o coautor de casi todos los temas. Pero cuando se fue, a principios de los ochenta, los demás no tuvieron la decencia de disolverse y, si acaso, empezar con otro nombre. Se limitaron a quitar el signo de admiración (esto es, se quedaron en Ultravox), reclutaron a indeseables como Midge Ure, optaron por una onda más fría y nos castigaron los oídos con composiciones tan deleznables como ‘Vienna’ o ‘Dancing with tears in my eyes’.
Para escribir lo que sigue tengo que tragar saliva. Es duro, francamente duro, describir cómo un tipo que llegó a ser tan grande como Stevie Wonder terminó chapoteando en un lodazal de canciones repulsivas, y aparentemente contento de semejante mamarrachada. Que el niño prodigio de la Motown, creador de decenas de joyas inmortales de la música negra, sea recordado por parir monstruosidades como ‘I just called to say I love you’ es indignante.
Como lo es que Rod Stewart, antaño vocalista de los muy recomendables Faces, se transformara después en un penoso suministrador de hits de usar y tirar, marcados por el omnipresente sintetizador, sin alma ninguna. Aunque puede que lo que hace ahora sea peor: ha terminado de crooner que interpreta con voz rasposa estándares del jazz vocal y el pop. Una pena.
A la lista podrían sumarse sin problemas Sting, que años después de un arranque monumental (los tres primeros discos con The Police son obras de arte) se refugió en el jazz-rock para todos los públicos y nos castigó con coplas infames como ‘Englishman in New York’. No sé qué es de su vida y tampoco me importa. Ni la de Elton John, cuyos primeros años en la música son mejores que buenos pero que ha quedado para hacerle canciones a princesas muertas y poquito más. Salvaré de la quema a Van Morrison, aunque no sin mencionar que en lo que va de siglo se ha limitado a hacer un disco y grabarlo ocho o nueve veces con distintos nombres. Y diré, aunque sea de pasada, que el último disco brillante grabado por los Rolling Stones data de 1981 y se llama ‘Tattoo you’, aunque todavía hay que remontarse más en el tiempo para encontrar algo digno de aplauso en las discografías de Pink Floyd o Eric Clapton.
En España no estamos a salvo de esa tendencia consistente en ir cada vez a peor. No es plan de recordarle a Juan Pardo (sí, él) que un día estuvo en un grupo muy interesante, Los Brincos, porque entonces tendría que rescatar a otros yeyés sesenteros como Camilo Sesto y no acabaríamos nunca. Por cierto, en Subterránea, la estupenda tienda que tiene el amigo Paco en Granada, es posible encontrar elepés de aquellos años en los que cantaron música pop, ojo al parche, Marisa Medina o Encarnita Polo.
Pero a lo que iba: en tiempos más recientes, unos tipos llamados Manolo García y Quimi Portet unieron sus fuerzas en El último de la fila, un proyecto novedoso, original, con canciones bien hechas, letras entre lo intrigante y lo épico y unas buenas guitarras aderezándolo todo. Sus dos primeros álbumes rozaron el sobresaliente, lo que hace todavía más inexplicable que, a partir de ahí, perdieran el rumbo y su discografía fuera una catastrófica sucesión de lanzamientos a cual más lamentable; tendencia que, ya que nos sinceramos, ha seguido manteniendo el señor García cuando el proyecto en común se extinguió y él se empeñó en amargarnos la vida en solitario.
Ni fue tan alto su punto álgido ni tan abyecto su mínimo, pero lo de Duncan Dhu también manda narices. En formato de trío acústico sacaron canciones simpáticas y tarareables que, si bien no han aguantado demasiado bien los años, tampoco se recuerdan con una mueca de desagrado. Que sin embargo es inevitable cuando se rememoran esas baladas espantosas que sacaron a partir de que les llegara el éxito masivo. Escuchen de nuevo ‘Esos ojos negros’ y traten de no ruborizarse. Luego, ya como dúo, Mikel Erentxun y Diego Vasallo se pasaron a un pop-rock tan insípido como prescindible y me parece que ahí siguen, a veces juntos y a veces por separado.
Terminamos el repaso con Gabinete Caligari, capaces de entregar discos que brillaban a gran altura, como ‘Cuatro rosas’ o ‘Al calor del amor en un bar’. Todo ese talento se fue deslizando lentamente por el sumidero para acabar convertido en carne de parodia (de Martes y Trece, sobre todo), en una ruina de grupo que editaba sandeces con forma de elepé. El último, ‘Gabinetísimo’, el más infame.