De qué nos vale la experiencia (si tropezamos siempre con la misma piedra)

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 13 de Octubre de 2019
 'Syssigy' (1957), de Leonora Carrington.
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'Syssigy' (1957), de Leonora Carrington.
'La historia es una experiencia embotellada de las mejores cepas, que solo espera ser descorchada'. Liddel Roy Hart

El valor de la experiencia es algo que difícilmente discutiría nadie, otra cosa bien diferente, es confundir experiencia, que para algunos es simplemente tropezar repetidamente con la misma piedra, cambiando la imprecación a la hora de quejarse por el golpe recibido, con aprender sobre aquello que vivimos. Vivir no te da más experiencia, ni siquiera haberlo hecho intensamente, sea lo que sea lo que deseemos expresar con tan manido adjetivo. Lo que te da experiencia es valorar aquello hemos vivido, reflexionar sobre ello, y actuar en consecuencia. Nadie expresó tan acertadamente este axioma de la práctica del buen vivir como el novelista español del XIX José María de Pereda, con este sabio aforismo: la experiencia no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas que se han reflexionado. Gente que ha vivido mucho, entendiendo por vivir simplemente deambular de espectador por los callejones de nuestra existencia, disponemos de ingentes cantidades. La mayoría presumiendo enardecidamente del valor de su sabiduría, destacando lo mucho que saben por llevar unos cuantos años haciendo tal cosa, o por los años que tienen. Ahora bien, que realmente hayan aprendido algo, extraído enseñanzas, para su propia vida o las ajenas, con cuentagotas. Y si ya habláramos, como en la sentencia de Liddel Roy Hart de aprender de la experiencia de generaciones anteriores, de errores, callejones sin salida, y demás catástrofes que acompañan nuestra historia, habría que buscar con lupa, especialmente en nuestros líderes políticos, que parecen no aprender nada de la experiencia histórica, más allá de la cortedad de vista de asesores y lisonjeros que les acompañan.

La incapacidad de aprender, y aplicar lo aprendido a la práctica vital, es una de las mayores estupideces, y de las más incomprensibles que nos acompañan, en lo particular y en lo general. No es nada nuevo, Poncela ironizaba llamando a la experiencia cadena de errores. Y la condesa de d´Houdetot, en los albores del pensamiento ilustrado del XVIII, se lamentaba de que la experiencia tiene la misma utilidad que un billete de lotería no premiado después del sorteo, dado lo poco que interiorizamos sus enseñanzas

La incapacidad de aprender, y aplicar lo aprendido a la práctica vital, es una de las mayores estupideces, y de las más incomprensibles que nos acompañan, en lo particular y en lo general. No es nada nuevo, Poncela ironizaba llamando a la experiencia cadena de errores. Y la condesa de d´Houdetot, en los albores del pensamiento ilustrado del XVIII, se lamentaba de que la experiencia tiene la misma utilidad que un billete de lotería no premiado después del sorteo, dado lo poco que interiorizamos sus enseñanzas. Hemos de desmontar el mito de creer que la edad te da sabiduría, que por el hecho de haber desempeñado un trabajo mucho tiempo, haber practicado un arte, la política, si deseamos un ejemplo malicioso, que repetir algo muchas veces, que todo eso, te permite sentar cátedra. El hombre no es sabio en proporción a sus experiencias, sino de su capacidad de experimentar, argumentaba el dramaturgo Bernard Shaw.

Dos conclusiones se derivan de esta sentencia; la ya resaltada que valora la sabiduría adquirida no en las cosas vividas, en los años que tenemos, sino en haber aprendido, que implica haber reflexionado e interiorizado aquello que hemos experimentado. Y la segunda, que tiene una relación implícita con la anterior: vivir es abrirse a experimentar, que no es lo mismo que acumular experiencias. Experimentar se basa en dos principios, en la ciencia, en la ética, en el amor, o en cualquier cosa a la que se nos ocurra aplicar el término. El primer principio se cae por su propio peso, ábrete a cosas nuevas, sean ideas, pensamientos, personas, paisajes, culturas, sentimientos. Vivir cien veces lo mismo a lo único que te lleva es a la monotonía o al hastío. Y segundo principio, tan esencial como el primero; la vida es ensayo y error en un ciclo infinito que nunca acabará, salvo cuando dejemos de respirar. Porqué esa obcecación con seguir con lo mismo una y otra vez, haciendo las mismas cosas, y esperando un resultado diferente. Si una experiencia, si algo que hayamos experimentado, vivido, no nos satisface, porqué testarudamente lo hacemos una y otra vez. Ceguera o estupidez da igual, podemos repetir hasta el infinito relacionarnos con personas egoístas, o egocéntricas, tóxicas si preferimos un término más New Age, seguir a políticos, que una y otra vez demuestran que lo único que les importa es su ombligo, o seguir experimentando esas cosas en tu vida que tanto te aburren, tropezar siempre con la misma piedra. O te abres a experimentar cosas nuevas, y les aplicas el filtro crítico del ensayo y error, o no aprenderás de tus experiencias en la vida. Esas dos conclusiones son las que nos salvan, tal y como decía Oscar Wilde, de convertir la experiencia en una cadena de nuestros errores.

La sabiduría no es posible sin tropezar, sin errar, y la experiencia vivida con sabiduría nos enseña el camino para aprender de los errores. Se puede ser inteligente, mucho, pero la inteligencia en sí no sirve para nada a la hora de destacar, sin una sabiduría práctica que nos enseñe a aprender de errores, y a no temer cometerlos

La sabiduría no es posible sin tropezar, sin errar, y la experiencia vivida con sabiduría nos enseña el camino para aprender de los errores. Se puede ser inteligente, mucho, pero la inteligencia en sí no sirve para nada a la hora de destacar, sin una sabiduría práctica que nos enseñe a aprender de errores, y a no temer cometerlos. Para Tucídides, historiador ateniense de la edad de oro de la Grecia clásica, en el siglo V a.C., entre hombre y hombre no hay gran diferencia. La superioridad consiste en aprovechar las lecciones de la experiencia. Siglos después, en el primer siglo antes de Cristo, un fabulista latino, Cayo Julio Fedro trataba de mostrarnos en sus cuentos con moraleja, que una persona que sabe aprovechar sus experiencias, triunfará en la vida, sabrá salir de sus encrucijadas, a las que tan a menudo nos expone, por encima de aquellos que van de sabios simplemente por creer que saben mucho. El conocimiento, si entendemos por tal, la mera acumulación de datos sin procesar, sin racionalizar, sin analizar, sin probarlos, es tan estéril como desperdiciar agua en pleno desierto del Sahara esperando que crezca un vergel. Desde la infancia desperdiciamos nuestra educación debido a este error, que provoca que entendamos el paso de la infancia a ser adultos, a través de experiencias que agrían nuestro carácter, nuestra alegría. Aquello que de niños era un mundo por descubrir, se convierte en el paso a adultos en un mundo manido, sin incentivos, agotado. Si la experiencia nos provoca, por el mal uso que hacemos de ella, más perdida de ilusión que alegrías, en las cosas que importan: la generosidad, la valentía de vivir, el regocijo del juego, la pura alegría de descubrir nuevas sonrisas, nuevos mundos, algo mal estaremos haciendo.

En la ciencia se define a la experiencia, sin afinar mucho, como aquella metodología destinada a observar hechos, a través de experimentos controlados, con vistas a verificar hipótesis. No es que digamos que haya que copiar en la vida la rigurosidad del método científico, pero algo sí que nos puede enseñar. En un uso semántico vinculado al lenguaje común, es el conocimiento que adquirimos en virtud de la costumbre; dado que conocer algo no significa saber de algo, volvemos a la idea del principio, en la que científicos, filósofos, poetas y sabios de todo tipo han incidido, y que Thomas Edison expresaba con estas palabras: para la mayoría de los hombres la experiencia es como las luces de proa de un barco, que iluminan solo el camino que queda a la espalda. Remarcaba el precoz inventor el poco provecho que sacamos de nuestras experiencias, pues solo juzgamos y aplicamos su aprendizaje para lamentarnos de ocasiones perdidas, no para evitar cometer los mismos errores, o acertar en lugar de errar, que es de los que se trata. Si al menos nos atreviéramos a vivir cosas diferentes, siempre podríamos añadir las experiencias al catálogo de “no volver a cometer esa estupidez nunca más”, algo sobre lo que nos aleccionó también el avispado inventor estadounidense, cuando nos encorajinaba a no temer a los fracasos: una experiencia nunca es un fracaso pues viene a demostrar algo.

Es bien sabido lo poco proclives que somos a juzgarnos con dureza, prefiriendo culpar a las circunstancias o al mal ajeno, que también son causas probables de nuestros fracasos, pero no culpables de todos ellos

Un exceso de dogmatismo en nuestras creencias, de rigidez, ayuda bien poco a aprovechar las experiencias, pues todo lo vemos bajo el prisma de  blancos y grises de aquella doctrina que nos ciega. En otras ocasiones, es el exceso de orgullo el que nos hace creer que por haber vivido más, sabemos de todo tipo de experiencias, aunque no tengamos ni idea. Y en ocasiones, el culpable es la ceguera de ese orgullo malentendido  que nos lleva al ridículo, o en palabras de Ralph Waldo Emerson, ver pecado en lo ajeno, mientras para nosotros son experiencias, o como el refrán bíblico nos recordaba; ver la paja en ojo ajeno antes que la viga en el propio. La experiencia es un maestro duro, que no siempre es benevolente con nuestra actuación. Es bien sabido lo poco proclives que somos a juzgarnos con dureza, prefiriendo culpar a las circunstancias o al mal ajeno, que también son causas probables de nuestros fracasos, pero no culpables de todos ellos. La sabiduría práctica adquirida con la experiencia es un camino que nos obligará a tropezar una y otra vez, a lo que hay que estar dispuesto para coger buen ritmo y llegar a la cima, aunque sea para volver a bajarla e iniciar la escalada de nuevo. De eso se trata la vida. Nadie mejor que Benjamin Franklin para expresarlo: En la escuela de la experiencia las lecciones cuestan caras, pero solamente en ellas se corrigen los insensatos. De caer alguna que otra vez en la insensatez no nos libra nadie,  de tropezar con la misma piedra tampoco, por muy avispados que creamos ser, por muchas cosas que hayamos vivido o experimentado. Ése nos es el problema, sino nuestra tozudez, nuestra falta de autocrítica, o simplemente estupidez, que evita aprender de la experiencia.

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”