Qué izquierda
'Esta izquierda de la que formo parte, a pesar de ella y a pesar de mí.' Albert Camus. Carnets
Incertidumbre, desorientación, decepción. Tres palabras que describen la situación actual de la izquierda en nuestro país, tres sentimientos que envuelven el desencanto donde antes había ilusión. Qué ha ocurrido para que el llamado mal menor sea la excusa principal que anima a la gente que aún se acerca a las urnas. Es fácil recurrir para buscar explicaciones a la desastrosa gestión de este caótico año que hemos vivido, por parte de dirigentes de la opción socialista o por parte de aquellos aliados naturales que se suponían reformistas, y que ha permitido que el gobierno más corrupto y que más ha ahondado en provocar la quiebra de la justicia social y de las libertades en nuestro país haya repetido mandato. Aún más fácil es recurrir a la debacle interna del Partido Socialista alimentada por ambiciones de poder, resentimientos pasados, pésima interpretación de los tiempos políticos o de las expectativas de la gente, quiebra de la confianza entre representantes y representados, y la debilidad arrastrada hace tiempo debido a la pésima transformación de un partido de masas en un partido de cuadros, cada vez más alejados no ya de sus votantes, sino de aquellos que con su compromiso hacen posible su subsistencia. Incluso es fácil recurrir al terremoto político que cambió las reglas del juego del sistema bipartidista, a partir del 15 M, y que provocó la aparición de una opción política, con guiños demagogos y populistas, más o menos contradictoria en su ideología, pero que supo conectar desde la izquierda con las reivindicaciones y los suspiros sociales de todos aquellos que se sentían abandonados al albur de la crisis económica financiera, y que a pesar de la supuesta recuperación de las cuentas macroeconómicas, vieron como sus derechos económicos y sociales seguían perdidos.
Y, sin embargo, esa opción, a pesar de que suponía un renovado aire para la izquierda, ahí está, también perdida en su laberinto, presa de un exceso de dogmatismo, y de las mismas cainitas luchas por el poder que la izquierda más tradicional, a pesar del poco poder institucional que en su corta vida ha detentado. Más preocupada por sustituir a la izquierda socialdemócrata tradicional como referente que por evitar que la derecha más reaccionaria de Europa siga recortando derechos. No da para muchas esperanzas si un partido de tan corta vida sucumbe ya a estas cuitas o peor aún, se defienden de cualquier crisis interna por malos hábitos de sus dirigentes con la consabida excusa de la conspiración.
Es fácil recurrir a todas estas explicaciones, y algunas otras que podríamos nombrar, como el auge desmedido de las opciones populistas en todo el mundo occidental que han culminado con la salida del Reino Unido de la Unión Europea, tras una campaña marcada por la xenofobia y el nacionalismo. O la llegada al poder de EEUU de Trump, un payaso narcisista, machista y xenófobo por decir tan sólo alguna de sus más destacadas cualidades políticas. La izquierda a la que me refiero, entiéndase como tal a cualquier opción política progresista que se mueve en el ámbito de las democracias occidentales, se encuentra en un profundo pozo del que no sabe como salir. Todas estas explicaciones, las de nuestro país y las de más allá de nuestras fronteras explican parte de la crisis de identidad, del laberinto en el que se encuentran las opciones de progreso en España. Ninguna de ellas explica por sí sola la profunda crisis que ahoga el futuro de la izquierda reformista en nuestra sociedad. Una crisis que procede del abandono de reivindicaciones históricas, desde hace ya tiempo, a la que se aúna una manifiesta incapacidad para leer los profundos cambios que se han producido en nuestra sociedad en las últimas décadas, y responder adecuadamente a los nuevos desafíos. Más allá de crisis económicas y sociales, que también. Unidas ambas razones, el abandono de reivindicaciones históricas en busca de un horizonte de justicia, libertad e igualdad social en nuestras sociedades por ser meros gestores del reparto de migajas de un debilitado Estado del Bienestar. Y, en segundo lugar, la incapacidad de leer adecuadamente las transformaciones sociales, las tensiones multiculturales, el renacimiento del nacionalismo y del protectorado económico debido a la fragilidad social y económica auspiciada por la globalización financiera. Un mercado que ha renunciado a la redistribución y sin apenas perspectivas más que la maximización del beneficio para las grandes corporaciones internacionales. Unido todo ello a la pérdida de credibilidad y funcionalidad de las instituciones democráticas representativas en un mundo transformado por la revolución tecnológica. Todo ello ha provocado que la izquierda pase de ser la guardiana de las ilusiones de un mundo más justo, a alguaciles de la decepción de un mundo que tiembla por no empeorar.
Cierto es, que, leyendo los papeles, los documentos ideológicos de una u otra opción, las ideas que se sustentan parecieran claras, más complementarias que contradictorias, y procedentes de sesudos análisis que conforman buenos decálogos de actuaciones basados en acertadas lecturas de algunas de estas causas esbozadas. Si bien los líderes de unos y otros parecen más preocupados por enzarzarse internamente, o los unos con los otros, que en buscar vías de acuerdo y colaboración. Lo más triste no es ni siquiera esa destructiva dinámica de los dirigentes tan dañina para las esperanzas de justicia social de la gente, sino el rencor que se alimenta entre los más furibundos seguidores para criminalizar a unos y otros de los militantes o votantes del adversario con el que comparten espacio político, pretendiendo así despejar el camino hacía una verdad única. No se busca el seguidor crítico, se busca el fanático, que se adhiera a uno u otro líder sin recapacitar ni pensar por sí mismo. Una tradición histórica autodestructiva en las fuerzas de progreso que ha reverdecido en los últimos años.
Pero no hay una verdad única, como no hay que criminalizar a nadie por su voto o su compromiso, sea del lado que sea del espectro político. Lo que hay, es que devolver a la política la dignidad y la ilusión que siempre ha sido el santo y seña de las opciones de progreso. La ética antes que el dogma. Lo que hay, es que devolver el diálogo entre unas y otras sin estar amañado por tácticas traicioneras de la peor política de salón. Y, sobre todo, lo que hay, es que mirar a los ojos a los cambios que se han producido en nuestra sociedad, y que están deshilachando nuestra cohesión tan fácilmente, y responder adecuadamente. Lo que tiene es que producirse una rebelión entre los votantes, militantes, simpatizantes de unos y otros, negándose a criminalizar a los otros, a buscar lo que se comparte y une, en lugar de alimentar lo que nos diferencia en base a tácticas de rencor y odio. Una rebelión que obligue a los dirigentes de unos y otros a rectificar, y aprender las lecciones que la historia nos está dando o arriesgarse a ser sustituidos si no lo hacen y no responden a ese despertar conjunto de aquellos que con su compromiso social y político les sustentan. O lo que es peor, debido a su ineficacia permitir que el peor populismo, nacionalismo y la ultraderecha ganen espacios políticos y gobiernos.
Los jóvenes se encuentran arrinconados por la pérdida de cualquier capacidad de iniciar un proyecto de vida individual, y, sin la ilusión por encontrar un lugar para ellos en el futuro de una sociedad, ésta pierde gran parte del motor de cambio que necesita para subsistir. Las instituciones democráticas parecen haber arrojado la toalla sobre el poder transformador que tienen como tales, y se han convertido en meros gestores subsidiarios de poderes sin apenas control democrático, dejando al mal llamado libre mercado toda iniciativa, que en realidad responde a los manejos de unos pocos que tiran de los hilos. La iniciativa pública que ética y legalmente responde a intereses generales se abandona en manos de iniciativas privadas que no responden a ética ninguna, y que someten la legalidad a unas tensiones que terminan por hacer que el ciudadano común pierda toda confianza en las leyes que debían protegerle. Los poderes públicos, antaño gobernados por la izquierda, se enorgullecían de ser el soporte para aquellos individuos zarandeados por los vaivenes del mercado liberal. Hoy día, la competitividad sin preocuparse por las victimas dejadas en el camino es lo que predomina, sin salvaguardia alguna. La comunidad pierde, los ciudadanos se sienten abandonados por aquellos que tenían que protegerlos, y el populismo crece, la xenofobia crece, pues es más fácil encontrar culpables de la miseria propia en el otro que combatir conjuntamente la injusticia del sistema. Todo es a corto plazo, siempre con un ojo en las encuestas. Siempre sin tener en cuenta las consecuencias en la cohesión social de políticas agresivas que pretenden en ese corto plazo conseguir empleo a cambio de precarizarlo hasta límites inaguantables, con tal de presentar en verde números macroeconómicos que no hacen sino esconder el rojo de la microeconomía de la que depende buena parte de la dignidad de nuestra sociedad. No sólo en el empleo, sino en la mayoría de políticas públicas en sanidad, educación, etc.
Si unos y otros, si izquierda socialdemócrata y la nueva izquierda o como se quieran llamar, PSOE y Podemos, por ejemplo, son conscientes de esta situación y de los retos que no pueden esperar un día más, ¿qué hacen sus dirigentes perdidos en sus laberintos y sus mezquinas luchas por el poder o por conseguir un pedazo más de la tarta electoral? Si ellos no reflexionan, y no ponen el interés de los desfavorecidos, de las clases trabajadoras, de las clases medias, por encima de cálculos y tácticas, internos o externas, si no ponen el futuro de la cohesión de toda una sociedad que necesita vivir con equidad, con libertad y con justicia, somos aquellos que aun formamos parte de esa izquierda, a su pesar, por lo poco que realmente cuentan con nosotros algunos dirigentes, y a nuestro pesar, por lo mucho que nos duele ver el desastre en el que estamos debido a su incapacidad para transformar e ilusionar, los que debemos tomar las riendas. Rebelarnos democráticamente y gritar hasta que nos oigan, y si no lo hacen, removerlos, tal y como es nuestro derecho. A unos y otros.