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Qué difícil es aprender a perdonar

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 19 de Julio de 2020
'Amantes', de Nicoletta Tomas Caravia.
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'Amantes', de Nicoletta Tomas Caravia.
'Errar es humano, perdonar es divino'. Alexander Pope

Religiones, filosofías morales, sabiduría popular, todas ellas se encuentran repletas de llamamientos al perdón, a disculpar faltas o errores del prójimo que nos hirieron, algunas tan leves que solo alguien con la sensibilidad a flor de piel podría tomar como tales, otras de tal gravedad que solo alguien con alma de santo, o masoquista, podría perdonar. Sin olvidar, cuando somos nosotros los que causamos el daño, por acción u omisión, tampoco es fácil perdonarse, a no ser que tengas la moralidad de una almeja. Perdonarse a uno mismo pudiera parecer más simple que perdonar a los demás, pero no siempre sucede así, y a veces,  un daño que hemos causado, pesa como una espada de Damocles por el resto de nuestra vida. Arrepentirnos al causar un daño es el primer paso al camino del perdón, pero no el final. Reparar ese daño debiera guiar cualquier perdón sincero que quisiéramos pedir, o si dada la profundidad del dolor o falta causada no es posible, al menos ser consecuentes con el precio pagado por aquellos a los que hemos causado tal mal, y que el perdón vaya acompañado por la constricción y la firme promesa de corregir el comportamiento causa de tal daño.

El perdón no es fácil, y la búsqueda de un equilibrio entre la necesidad del perdón, ajeno o a uno mismo, y saber olvidar cuando debemos, y recordar cuando lo necesitamos, es imprescindible en nuestro aprendizaje vital

El perdón no es fácil, y la búsqueda de un equilibrio entre la necesidad del perdón, ajeno o a uno mismo, y saber olvidar cuando debemos, y recordar cuando lo necesitamos, es imprescindible en nuestro aprendizaje vital. Benjamin Franklin nos recordaba que las tres cosas más difíciles en este mundo son: guardar un secreto, perdonar un agravio y aprovechar el tiempo. Los secretos que nos confían, aquellos que confían en nosotros, deberían ser protegidos, algo que parece difícil de comprender en el espectáculo público en el que hemos convertido hasta los detalles más nimios de nuestra vida. La promiscuidad de secretos propios compartidos a la vista de todo el mundo en las redes sociales, pudiera ser algo estúpido, pero en ningún caso es excusa, para que nadie traicione aquel secreto que tu pediste guardar. Los agravios son harina del mismo costal, en cuanto al coste, difíciles de perdonar, imposibles de olvidar. No es lo mismo si el agravio es causado con intención, o no. La ofensa pudiera tener el objetivo de hacernos daño, o simplemente ser una víctima más de la estupidez o de la dejadez, del que agravia por pasear por vidas ajenas como elefante en cacharrería. En ambos casos, la sabiduría popular viene en nuestra ayuda: no ofende quien quiere, sino quien puede. Y nadie puede si la serenidad de la reflexión nos permite darnos cuenta que nada que nos digan, si sabemos que no es cierto, puede hacernos daño. Más bien al contrario, el daño se lo causa aquél que ofende sin más motivo que la satisfacción de la herida provocada. La ofensa es una hoja de doble filo, que puede terminar por causar más vergüenza al ofensor que al ofendido, si no entramos en el vértigo de responder a la ofensa con la ofensa, un escenario en el que nadie gana.

Perdonar no solo es un hábito moral sano, sino que también pudiera ser una acertada estrategia para no perder ese tiempo de nuestra vida que se nos escapa en sandeces

Si la ira, la desolación, la impulsiva reacción al ser ofendidos, o creer que lo hemos sido, nos hace caer en esa perversa dinámica, deberíamos recordar las sabias palabras del poeta inglés Alexander Pope; errar es humano, perdonar es divino. Errar es fácil, perdonar es difícil, pero la grandeza de nuestro espíritu se encuentra en esa enorme capacidad de trascender la miseria que nos ata a los peores instintos, y encontrar la manera de devolver generosidad cuando nos muestran egoísmo, de perdonar, que no olvidar, cuando pretenden agredirnos desde la intolerancia, respondiendo con tolerancia. Si aprendiéramos algunos de estos difíciles hábitos quizá nuestra vida la aprovecharíamos mejor, y podríamos dar la vuelta a la sentencia de Benjamin Franklin, y perdonar no nos resultaría tan difícil. Si alguna vez nos paráramos a reflexionar sobre el tiempo que perdemos ofendidos, con razón o sin ella, rumiando la indignación que nos han causado, cierta o no, y cavilando cómo devolver multiplicado por mil lo que sentimos, hubiera motivo o no, nos daríamos cuenta que la vida ha pasado, y que da igual lo que hagamos, hemos perdido igualmente, al perder un tiempo que no tenemos, amargados pensando en devolver una afrenta, que como mucho nos otorga una satisfacción momentánea. Perdonar no solo es un hábito moral sano, sino que también pudiera ser una acertada estrategia para no perder ese tiempo de nuestra vida que se nos escapa en sandeces.

Sin estar dispuestos a dejar de lado las injurias pasadas, difícil es convivir con aquellos que nos las causaron, y no siempre es posible mantener una distancia de seguridad, por convivencia, sangre e incluso interés

El moralista francés del XVII François de La Rochefoucauld escribió que se perdona en la medida en la que se ama, de lo que se deriva que dado lo poco proclive que somos al perdón, a concederlo o a pedirlo, amamos poco, incluso a aquellos a los que decimos amar. No hay amistad, ni amor, que aspire a ser verdadero, que no se encuentre empedrado por ofensas que han causado profundas cicatrices a lo largo del camino compartido. Dejar que éstas se infecten, o  se abran de nuevo, en los momentos más insospechados, con el recuerdo de lo ya superado, indicará la profundidad de nuestro afecto, o la carencia del mismo. No es un equilibrio sencillo, tampoco hemos de caer en el otro extremo, convertirnos en un muerto viviente a cauda de heridas, por no darnos cuenta de lo tóxico en lo que a veces se convierte una amistad o un amor, si no lo fuera ya desde el principio, que en ocasiones sucede. El dramaturgo español Jacinto Benavente certifica las contradicciones que esconden las sombras del perdón: perdonar supone siempre un poco de olvido, un poco de desprecio y un mucho de comodidad. Sin estar dispuestos a dejar de lado las injurias pasadas, difícil es convivir con aquellos que nos las causaron, y no siempre es posible mantener una distancia de seguridad, por convivencia, sangre e incluso interés. Y ciertamente, cuando aquel que nos ha pretendido causar daño, lo hace únicamente para superar sus complejos, sería estúpido dejarnos arrastrar, y el no mostrar aprecio, o mostrar desprecio, parafraseando el refrán, pudiera ser la mejor solución. Disponemos de tan poco tiempo, tan valioso tiempo de nuestra vida, que la peor ofensa que podemos autoinflingirnos es caer en una interminable cadena de ofensa que nos causan-con ofensa respondemos. Perdonar, en ocasiones, resulta de una notable comodidad para dirigir la vista a perspectivas vitales más sabrosas y fructíferas. O  expresado con mayor poética, y mayor belleza, las palabras del inmortal dramaturgo Pedro Calderón de la Barca, en el siglo XVI; Vencer y perdonar es vencer dos veces, La muerte siempre es temprana y no perdona a nadie.

El debate del perdón, no solo es un debate entre moralistas, sabios, filósofos y ese tipo de gente de malvivir, siempre pendientes de incordiar como mosquitos en la plenitud del verano, es algo sobre lo que nos conviene reflexionar más a menudo, como individuos y como sociedades, por nuestro propio bienestar y salud mental

El debate del perdón, no solo es un debate entre moralistas, sabios, filósofos y ese tipo de gente de malvivir, siempre pendientes de incordiar como mosquitos en la plenitud del verano, es algo sobre lo que nos conviene reflexionar más a menudo, como individuos y como sociedades, por nuestro propio bienestar y salud mental. Es un debate que nunca será posible clausurar, pero algo habremos avanzado si aprendemos a manejar adecuadamente los tiempos verbales del perdón. Un síntoma de madurez de nuestra personalidad, de vigor de nuestro carácter, sería aprender adecuadamente cómo, cuándo, y  a quiénes perdonar. No siempre, pues ni todo comportamiento, ni a todos, ni en cualquier circunstancia, se merecen la gracia del perdón, por muy divinos que nos comportemos al otorgarlo, pues no siempre se debe al humano error el daño causado, sino a la maldad de querer causar daño.

Saber perdonar es un arte, una técnica esencial en nuestro aprendizaje vital; es un vehículo que nos ayudará en nuestro deambular por el complicado territorio de las relaciones humanas

Uno de los dichos más populares entre esa sabiduría de mercadillo, tan popular hoy día, es aquel que te anima a actuar sin ponderar adecuadamente las consecuencias de tus actos; conseguir el perdón es más fácil que conseguir permiso, te dicen. Lo que ocurre es que si esos actos tan solo tuvieran consecuencias en ti mismo, pudiera ser comprensible, pero si has de pedir perdón implica que tus actos pueden tener consecuencias no deseadas en terceros, y en ese caso, ese atrevimiento y esa llamada a no ponderar adecuadamente aquello que tiene consecuencias, es, o bien imprudente y egoísta, en el mejor de los casos, o simplemente malvado, si nos vamos al otro extremo, y el daño causado es sustancialmente mayor. Hay cierto tipo de personas que esconde la soberbia bajo un manto de simpatía, y que acuden con frecuencia a la excusa del atrevimiento, para excusar su inadecuada actuación. No mejora la dificultad de conjugar adecuadamente el perdón, si a ese comportamiento le acompaña la extraña cualidad del ser humano, que tiende a perdonar antes al enemigo que al amigo, quizá porque del primero no se espera nada, mientras del segundo esperamos todo. Arrojemos mejor a donde debe estar esa sabiduría de mercadillo, y sea con amigos, enemigos, o gente que sencillamente pasaba por ahí, pensemos, valoremos y nos responsabilicemos de cualquier consecuencia de nuestros actos en los demás, antes, mejor que después.

Saber perdonar es un arte, una técnica esencial en nuestro aprendizaje vital; es un vehículo que nos ayudará en nuestro deambular por el complicado territorio de las relaciones humanas: en el volante ha de estar siempre al mando la racionalidad, sujetado con manos firmes, que impidan que nos desviemos del camino elegido, pero el motor, el corazón de nuestro vehículo no puede ser otro que nuestra empatía, ponernos siempre en el lugar del otro, y aprender a ser comprensivos con la situación de cada uno, que puede llevarles, a ellos como a nosotros, a cometer errores. Si a eso le añadimos, no desviarnos mucho de las rutas marcadas por el sentido común que guie nuestra elección a la hora de saber perdonar, a aquellos que lo merezcan, dilucidando en qué momento lo merecen, y de paso aprender qué cosas son perdonables, y cuáles merece la pena obviar, nuestra vida, y la de aquellos que nos rodean será más fácil. Perderemos menos tiempo en cosas que nos distraen de lo importante, ese oasis de felicidad escondido entre encrucijada vital y encrucijada vital, y  tendremos una posibilidad de no llegar al final de nuestra vida, con más debe que haber en la contabilidad de cosas que importan.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”