La política en tiempos de Twitter
'Escuchad al que desbarra en política y sabréis la opinión de la mayoría'. Pelet de la Lozère. Poeta y escritor francés.
'Si un partido político se atribuye el mérito de la lluvia, no debe extrañarse de que sus adversarios lo hagan culpable de la sequía'. Charlotte Morrow, escritora estadounidense.
Que el mundo de la comunicación no es el mismo antes y después de la revolución, para lo bueno y para lo malo, de las redes sociales, es una evidencia. Lo que no estaba tan claro en sus inicios, es el vuelco que el arte de la política daría, desde la más absoluta indiferencia y desprecio en sus orígenes de la gran mayoría de los políticos, a la absoluta devoción, y tristemente banal pasión con la que los herejes adoptan la confesión que antes repudiaban. Los políticos sacrifican al altar de las redes sociales la democracia, convertida ahora en memecracia, signifique eso el poder de las gracias comprimidas en caracteres, o de la memez, elevada a la máxima expresión del saber político. Siempre buscando el impacto inmediato de los 280 caracteres de Twitter. Poco importan los argumentos, poco importan los hechos, poco importa la razón, solo importa el impacto emocional causado en los límites de los dichosos caracteres. El insulto, el desprecio, la demagogia, la banalidad se abren paso convirtiendo Twitter en el circo romano moderno, donde los responsables políticos en lugar de llamar a la reflexión, buscan enardecer a las masas, alimentarlas con pan y circo, y que olviden las miserias con la que conviven en el día a día, con la ventaja añadida, ya les hubiera gustado a los romanos inventarla, de que los tan solo espectadores antaño, se pueden convertir ahora en gladiadores ávidos de la sangre mediática derramada en el circo de la política. Un número desconcertante de políticos, en cuyo ADN se supone debería estar arraigada la prudencia como su principal virtud, se comportan como niños enaltecidos a los que se les ha dado barra libre para destrozar sus juguetes, poco importan las consecuencias en el mundo real, siempre que los espectadores, versus cómplices, les rían las gracias. Otro gallo cantaría si tuvieran en cuenta, como también aquellos periodistas adictos a reclamar la atención en base a Tweets, las sabias palabras del fallecido político socialdemócrata alemán Helmut Schmidt: Políticos y periodistas comparten el triste destino de tener que hablar hoy de cosas que hasta mañana no comprenderán totalmente.
Poco importan los argumentos, poco importan los hechos, poco importa la razón, solo importa el impacto emocional causado en los límites de los dichosos caracteres. El insulto, el desprecio, la demagogia, la banalidad se abren paso convirtiendo Twitter en el circo romano moderno
Twitter u otras redes sociales son tan solo un síntoma; vivimos tiempos líquidos, feliz término acuñado por el pensador Zygmunt Bauman para definir las características que acompañan el devenir cotidiano sobre el que se desliza frágilmente nuestra convivencia, en el mundo globalizado e interconectado, que habitamos hoy día. Sus características no son difíciles de definir; la flexibilidad y volubilidad de nuestras estructuras sociales dificultan marcos de referencia estables sobre los que configurar perspectivas vitales a medio o largo plazo, provocando incertidumbres económicas y políticas. La política ha dejado de ser, como solía desde el nacimiento de las democracias parlamentarias modernas, el único centro de poder y autoridad, derivándose hacía intangibles intereses macroeconómicos más o menos legitimados, que no legítimos, por las autoridades supranacionales. Instituciones más preocupadas por responder a éstos intereses que a la ciudadanía de donde en principio deriva su autoridad. Tiempos líquidos que ineludiblemente provocan que nuestra democracia se vuelva líquida, frágil, insegura, olvidadiza, acrítica.
Como de la necesidad se hace virtud, y si algo ha demostrado la especie humana es su capacidad adaptativa, últimamente se han venido planteando soluciones liquidas a esta nueva situación. Dada la crisis de confianza en la política tradicional, nuevos movimientos sociales han derivado en movimientos políticos, planteando una renovación aparente del escenario institucional de nuestra democracia, revolucionando, al menos estéticamente, estructuras que ciertamente estaban anquilosadas. El problema es, que esa adaptación más que a cambiar las estructuras que carcomían la credibilidad política de los sospechosos habituales, los políticos tradicionales para entendernos, se ha limitado a caer en la caricatura del espectáculo tan propio de estos tiempos. Cualquiera que haya visto un reality show o los programas que en cualquier cadena atraen los mayores índices de audiencia, podrá comparar y ver que las estrategias para atrapar al espectador en un caso, y al votante en otro, comparten sospechosas similitudes. Estrategias de comunicación política en las redes sociales y estrategias de marketing de las empresas comparten los mismos principios. Lo cual no tendría importancia si la política fuera un mero entretenimiento o una empresa, pero no lo es, o no debería serlo. Cierto, que puestos a elegir entre la política entendida como seria, pero corrupta, y divertida, pero abrupta, uno elegiría lo segundo, de hecho, eso explica parte de su atractivo. Afortunadamente no son las dos únicas opciones posibles, por mucho que la seria, pero corrupta política o la divertida, pero abrupta política, quieran hacérnoslo creer.
Si algo caracteriza a los políticos líquidos, enamorados de Twitter, es su dependencia del foco, pues al igual que los personajes del famoseo, que hacen su agosto yendo de plató en plató y de revista en revista, comparten ese principio cuántico de incertidumbre, que parece indicar que tan sólo existen bajo la cámara, o la cantidad de seguidores que tengan en las redes sociales
Si algo caracteriza a los políticos líquidos, enamorados de Twitter, es su dependencia del foco, pues al igual que los personajes del famoseo, que hacen su agosto yendo de plató en plató y de revista en revista, comparten ese principio cuántico de incertidumbre, que parece indicar que tan sólo existen bajo la cámara, o la cantidad de seguidores que tengan en las redes sociales. Esa dependencia lleva a la sobreactuación, a pasar del drama a la comedia. El espectáculo debe continuar, pues es la única manera de atrapar a un disperso espectador, a un twittero del que se espera que se quede más con la forma de trasmitir el mensaje, como en cualquier programa en busca de audiencia, que, del contenido del mismo, si lo hubiera. Todo es un juego de prestidigitación, donde con una mano te enseñan inamovibles principios que atraen ineludiblemente la atención del “espectador votante”, o el twittero, y con la otra realizan el verdadero truco, demostrarte que son dignos de ser votados de nuevo, no por la firmeza de sus principios, sino por el bello espectáculo que les acompaña. Al fin y al cabo, como cualquier buen mago, sin pretender ofender tan digna profesión, o cualquier personaje famoso, de lo que se trata es de ir subiendo el caché y buscar escenarios con mayor número de espectadores (votantes), que les permitan actuar en mayores escenarios, o en el caso de los políticos líquidos, allí donde reside el poder.
Pero la ciudadanía espera algo más que un espectáculo, espera algo más que ser tratados como meros espectadores, espera compromiso, flexibilidad, no en las creencias ideológicas, sino en el diálogo con otros que no piensan igual, porque lo que no parecen darse cuenta los políticos líquidos, es que la sociedad es también líquida y por tanto plural y por tanto variada en sus ideologías
Pero la ciudadanía espera algo más que un espectáculo, espera algo más que ser tratados como meros espectadores, espera compromiso, flexibilidad, no en las creencias ideológicas, sino en el diálogo con otros que no piensan igual, porque lo que no parecen darse cuenta los políticos líquidos, es que la sociedad es también líquida y por tanto plural y por tanto variada en sus ideologías, y por tanto necesitada de compromisos sobre los diferentes puntos de vista políticos. Se trata de solucionar problemas económicos muy graves, sociales muy graves, no de convertirse en políticos espectáculo. Tratar al espectador votante, al seguidor de Twitter, como eterno adolescente, es la inevitable consecuencia que acompaña entender la política como liquida, siempre bajo los focos, con políticos más preocupados por elegir la frase perfecta, en el momento perfecto, que pueda hacer arder Twitter como trending topic y se convierta en carne de memes en Facebook, y salte de un perfil a otro. Es el problema que tiene condicionar los contenidos políticos a las formas de comunicación, no importa tanto lo que digas, sino cómo decirlo. El sentido común diría que tantos expertos en sociología y política, periodistas, y especialmente los políticos, deberían estar más interesados en la pedagogía de sus propuestas, en la autocrítica, el contraste crítico y racional de las alternativas posibles a cada situación, y en un mesurado análisis del contexto económico y social en el que nos desenvolvemos. Pero entre el ser y el deber ser, siempre se abre un precipicio, al menos en política.
Una cosa es actuar siempre en política como si hubiera público juzgándote y otra actuar, de cara al público, como si estuvieras en un plató a la búsqueda de un aplauso fácil, o en Twitter obsesionado con el número de veces que compartan tu dichoso Tweet, como si fueran votos en una urna. El problema de actuar siempre de cara a la galería, de la búsqueda de la aprobación inmediata, es que vinculamos la disciplina más importante de todas las creadas por el hombre, la que rige nuestra convivencia y debería ser la mediadora de nuestros conflictos, en carne de todo aquello que caracteriza al torbellino banal de las tendencias.