Platón y los orígenes del desprecio al cuerpo
Bien sabido es, que en la cultura occidental en tanto heredera de la tradición judeocristiana, se encuentra muy asentada una idea que ha pervivido a través de los siglos: nos dividimos en dos; la parte carnal, culpable de todos los males que nos asolan, corruptible y finita, donde residen nuestros peores instintos, y la parte espiritual, el alma inmortal, que no solo sobrevivirá a la prisión que la encarcela, la carne, sino que en ella encontramos lo más puro que hay en nosotros, y aquello que verdaderamente somos. Harto conocido es también que el cristianismo se inspiró en la doctrina y ritos, más allá de la herencia del dios único judío y sus tradiciones, de diferentes cultos nacidos al albur de las religiones que predominaban en las orillas del Mediterráneo oriental. En sus primeros siglos el cristianismo trató desesperadamente de revestir su corpus doctrinal del mismo prestigio que por aquel entonces exhibían pensamientos y doctrinas filosóficas que consideraba un peligro, tanto por su aceptación entre sectores populares de la sociedad, como por sus consejos, que pretendían que aceptáramos y disfrutáramos de los placeres sencillos que nos ofrece la vida, y nos centráramos en ella en el presente, y no en un hipotético paraíso donde resarcirnos del valle de lágrimas que es la miseria del mundo carnal. El epicureísmo fue una de las doctrinas más duramente perseguidas y maltratadas en estos primeros siglos de nacimiento e institucionalización del cristianismo. Para su pretensión de lograr un mayor prestigio propio por un lado, y por otro, un desprestigio de aquellas filosofías que consideraban rivales, los primeros cristianos utilizaron una doble estrategia.
La primera estrategia fue perseguir, una vez convertida en religión oficial del Imperio Romano, a estas doctrinas filosóficas y desprestigiarlas con bulos, adelantándose unos cuantos siglos a eso que pomposamente llamamos fake news
La primera estrategia fue perseguir, una vez convertida en religión oficial del Imperio Romano, a estas doctrinas filosóficas y desprestigiarlas con bulos, adelantándose unos cuantos siglos a eso que pomposamente llamamos fake news. Allí donde Epicuro llamaba a aceptar placeres moderados, frugales, a vivir la amistad sincera como una de las mayores bendiciones que nos proporciona la vida, o renunciar a la ambición desaforada que nos lleva a destruirnos unos a otros, los cronistas cristianos dibujaban a los seguidores de Epicuro como una especie de sátiros lujuriosos ávidos de sexo, alcohol, perversiones y demás miserias que los primeros cristianos decidieron achacarle a esta filosofía con tal de desprestigiarla. La segunda estrategia fue incorporar, con el adecuado lavado de cara, doctrinas filosóficas de considerable prestigio en el mundo antiguo. Con ello pretendían competir por la atención de la gente en un mundo convulso, quebrado, donde se agrietaban los principios y seguridades que habían estabilizado el amplio territorio del Imperio Romano, y la inseguridad ante los avatares de la vida era la norma.
Platón, uno de los filósofos con mayor prestigio de un mundo antiguo que se iba desvaneciendo, fue punta de lanza de esta estrategia. Como inciso, un poco dado a la malevolencia, todo hay que decirlo, contaremos una anécdota de este popular filósofo del que hemos heredado en parte ese insano desprecio a nuestra carnalidad, que tanto daño nos ha hecho y nos sigue haciendo en nuestra cultura. Hemos de recordar que su verdadero nombre era Aristocles y Platón era un apodo. Según una de las pocas y principales fuentes que tenemos, más allá de las autobiográficas, de su vida, Vida y opiniones de filósofos ilustres de Diógenes Laercio, este apodo era debido a tres posibles causas: la más benevolente era que se debía a lo vasto de su conocimiento. Otra con cierta maledicencia, era que provenía de la amplitud de su frente. Y la tercera, siguiendo esa tendencia, era que el apodo se debía a que en su juventud era algo robusto, digamos que no estaba dotado de un cuerpo muy atlético. Dado que los apodos rara vez provienen de destacar las virtudes del apodado, dejemos que el lector elija cuál era la causa más probable de tan singular mote con el que ha dejado tal imprenta en la historia del pensamiento y de nuestra cultura.
El hecho es que el platonismo y sus sucesores, convenientemente depurados, serían uno de los mejores aliados en esta contienda de los primeros siglos del cristianismo. La dualidad tan acentuada entre el cuerpo y el alma encajaba perfectamente con la visión doctrinal que la nueva religión predicaba
El hecho es que el platonismo y sus sucesores, convenientemente depurados, serían uno de los mejores aliados en esta contienda de los primeros siglos del cristianismo. La dualidad tan acentuada entre el cuerpo y el alma encajaba perfectamente con la visión doctrinal que la nueva religión predicaba. El culto a Orfeo fue a su vez una influencia esencial para ese dualismo platónico, que se iría filtrando en la doctrina cristiana a partir de los siglos III, IV y V d.C. El orfismo no era una religión organizada, tal y como hoy día las entendemos, no existía tal cosa en Grecia, sino un intento de reforma espiritual que trataba de darle un giro ascético al sentimiento religioso. Junto a algunos textos sagrados se entrelazaban, como en toda religión, prohibiciones que ayudan a vincular la fe de los creyentes con acciones prácticas; en este caso no se podía comer carne o vestir telas de lana en los templos, entre otras prohibiciones tan dadas en las liturgias religiosas.
El inspirador de este credo era el mítico personaje de Orfeo, que gracias a sus habilidades musicales había podido viajar al Hades (el infierno de la mitología griega clásica, con connotaciones bien diferentes del infierno cristiano, no debemos confundirlo) y recuperar a su esposa Eurídice. Gracias a este viaje había podido averiguar qué reglas regían allí, y qué comportamiento en la vida nos permitiría tener un mejor tránsito a lo que nos espera en el Más allá. El segundo personaje mitológico que influyó en los ritos órficos fue Dioniso; del que procedemos según la interpretación que del Mito hicieron los seguidores de Orfeo. Zeus entregó su cetro a su hijo, Dioniso, los Titanes celosos le mataron destrozándole, y comiendo sus restos. Apolo recogería los que quedaron llevándolos a Delos, mientras Atenea logró arrebatarles el corazón y devolverlo a Zeus, que lo utilizaría para hacer renacer al joven dios. El padre de los dioses bastante enfadado con los titanes que habían devorado a su hijo los destruyó con sus rayos, y de su carne nacimos los seres humanos. La dualidad estaba servida, tenemos parte de titán en nuestra naturaleza, la parte malvada, y parte divina, los restos del joven dios que devoraron. A partir de esa dualidad se comprende que el viaje de nuestra vida es lograr que esa parte divina, el alma, se libre de las cadenas de la carne que la aprisionan y la incitan al mal. Una vida ascética, unida al seguimiento fiel de las prescripciones y ritos, era la solución para prepararse en esta vida para el Más Allá, para los seguidores del culto órfico.
Sigamos con Platón y su dualismo llevado al extremo; lo que procede de los sentidos, que proviene del cuerpo, no es de fiar, nos lleva al engaño y del engaño procede el mal. El deseo y las pasiones son instintos a reprobar, pues tienen también la misma procedencia. El conocimiento, y por tanto la sabiduría y el bien, solo se pueden alcanzar a través de la contemplación de ese mundo ideal, que corresponde al alma, lo más puro que hay en nosotros. El amor, el carnal, incluyendo el que se da entre padres e hijos no es verdadero, está contaminado. De ahí que en su republica ideal el pensador ateniense abogara porque fuese el Estado quien criase a los vástagos y decidiera su lugar en la clasista jerarquía que lo gobernaba. Cualquier pasión, dolorosas o agradables, eran malas, y en tanto la tragedia u otras manifestaciones artísticas tienden a provocar esos sentimientos en nosotros, son manifestaciones perniciosas, pues esos sentimientos, sean naturales o provocados por el arte, nos convierten en seres desdichados y mediocres.
No solo el amor carnal debería ser estrictamente vigilado, y puesto en cuarentena al proceder de esa parte impura de nuestro ser, sino que el arte solo tiene una función, servir al Estado. Seguro que esa pretensión nos suena en estos tiempos, donde a pesar de nuestras libertades en ciertos rincones del mundo, estamos acostumbrados a ver denuncias de todo tipo contra manifestaciones artísticas que no cumplen con lo que algunos consideran deberes morales y comportamientos correctos
No solo el amor carnal debería ser estrictamente vigilado, y puesto en cuarentena al proceder de esa parte impura de nuestro ser, sino que el arte solo tiene una función, servir al Estado. Seguro que esa pretensión nos suena en estos tiempos, donde a pesar de nuestras libertades en ciertos rincones del mundo, estamos acostumbrados a ver denuncias de todo tipo contra manifestaciones artísticas que no cumplen con lo que algunos consideran deberes morales y comportamientos correctos. Nada nuevo bajo el sol. Los totalitarismos, ya desde sus semillas, han temido la libertad del arte, al igual que la libertad carnal de los seres humanos, que no están dispuestos a humillarse a la esclavitud de morales obsesionadas con convertirnos en seres ascéticos porque sí. La labor del arte ha de ser incitar a la seriedad y la abnegación, o así ha de ser para platónicos de todo pelaje, a lo largo de los milenios de su influencia diluida en la cristiana. Nada de provocar sentimientos desbordados. La risa es la otra gran enemiga del antaño conocido como Aristocles, incluso las obras artísticas que la provoquen deberían censurarse ya que: En efecto, entonces das rienda suelta al deseo de hacer reír que la razón reprimía antes en ti por temor a pasar por bufón: y, tras haber alimentado este impulso juvenil, no tardaras en dejarte llevar inadvertidamente por el mismo en el trato habitual en los demás hasta convertirte en un farsante. Dicho sin ambages: disfrutar y dejarse llevar por la comedia te lleva a convertirte en mala persona proclive a ocultar tu verdadera naturaleza. No sabemos si algún tipo de trauma infantil provocó esta pintoresca aversión platónica, en cierto sentido heredada posteriormente por las primeras doctrinas cristianas, o es el coronario lógico de todo su entramado doctrinal, o ambas cosas.
La historia de la filosofía tradicional, el peso del legado del cuerpo como centro del pecado en nuestra cultura, es un error monumental para el pensador alemán
Un curioso y significativo contrapeso a este tipo de pesadumbre cuya nube nos ha atormentado durante más de dos milenios, no el único, pero sí uno de los más significativos, es Friedrich Nietzsche, para el que la carnalidad con todo lo que representa se acerca más a la verdad que hay en nosotros que cualquier conjetura metafísica y religiosa que nos hayan querido imponer. Nietzsche invierte el platonismo, pues es el mundo carnal el verdadero mundo, lo material, lo aquí presente, no ese mundo ideal y abstracto. Recupera la figura de Dioniso, de una manera radicalmente diferente al papel que juega el dios en los mitos órficos. En el prólogo a Ecce Homo lo deja claro: yo soy un filósofo discípulo de Dioniso, preferiría ser un sátiro antes que un santo. Poner al cuerpo en el centro de nuestro ser, a la carne, es amar la vida, tal y como esta es, con toda sus tragedias y aporías incorporadas, con todos sus errores y toda su finitud, y ese amor es capaz de hacernos brillar con voz propia de maneras insospechadas. La historia de la filosofía tradicional, el peso del legado del cuerpo como centro del pecado en nuestra cultura, es un error monumental para el pensador alemán.
En la caricatura que algunos han querido hacer del pensamiento nietzscheano pareciera que nos está animando al vicio y la depravación, o algo similar, como en su momento se hizo con Epicuro y su hedonismo, pero nada más alejado de la realidad. Amar el cuerpo es respetarlo y cuidarlo, aceptar el placer moderadamente, convirtiéndolo en fuerza vital, pero no convertirse en prisionero del mismo, eso sería tan estúpido como cambiar un carcelero por otro. Michel Onfray, filósofo francés, ha reivindicado el luminoso legado de toda esa filosofía hedonista y carnal arrinconada en la historia, haciendo un llamamiento en su contrahistoria de la filosofía a reescribir nuestra cultura, colocando el materialismo, el cuerpo, en el lugar que le corresponde, el centro de nuestro ser, y a partir de ahí vivir, experimentar, soñar con lo sublime. Qué es lo sublime, esa es otra historia, digna de ser contada en otro momento.