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El perfume de otras vidas posibles

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 24 de Septiembre de 2017
Fotograma de 'Las vidas posibles de Mr. Nobody' (2016), de Jaco Van Dormael.
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Fotograma de 'Las vidas posibles de Mr. Nobody' (2016), de Jaco Van Dormael.

'Cada galaxia tiene en su centro un agujero negro, que ancla las estrellas y marca el ritmo, sometido a una entropía desesperada por organizar el orden, huyendo del azar que  desea dominar la vida, ni más ni menos que un corazón humano'.

Los programadores informáticos, conscientes de la creciente complejidad de gestionar ese incremento exponencial de programas, apps, o como quieran llamarse, que inundan esas máquinas que pretenden facilitarnos la vida, o esclavizarnos, aún no lo tengo muy claro, suelen introducir un programa que llaman puntos de restauración. En teoría, ese programa nos devuelve a una configuración anterior, en una fecha en la que todo iba bien, antes de que no se sabe muy bien porqué, todo empezara a funcionar mal en ese dichoso aparato, así, evitan que en un momento de desesperación golpeemos ese ordenador con lo primero que tengamos a mano. Un curioso ejercicio intelectual, que seguro se nos ha pasado alguna que otra vez por la cabeza, sería imaginar que sería de  nuestras vidas, casi tan complejas y caóticas como esa acumulación de programas que ni siquiera utilizamos, e igualmente sometidas al azar que subyace a todo sistema presuntamente ordenado, si al modo de los ordenadores fuéramos capaces de guardar puntos de restauración; aquellas encrucijadas en que tomamos decisiones que nos han llevado a ser lo que somos y no lo que pudimos ser, o en las que el azar nos hizo llegar tarde a un sitio donde debimos haber llegado antes, o sencillamente, giramos a la izquierda en lugar de a la derecha en nuestras vidas. ¿Qué haríamos si  apretando ese botón pudiéramos volver atrás y cambiar nuestras decisiones o sortear las trampas del azar?

Probablemente, en algún lugar de ese universo tan extraño en el que vivimos, se esconda un hermoso cementerio de las preguntas perdidas, de esas decisiones nunca tomadas, de esos giros que nuestra vida nunca dio, merecedoras de unas hermosas lapidas, todas ellas, como las que guardamos en los sótanos de nuestra memoria, donde escondemos nuestros arrepentimientos

Quién no ha perdido noches de sueño, atrapado por esas preguntas que nunca hicimos, por vergüenza o miedo, a aquellas amantes que se sintieron traicionadas, a aquellos amigos que nos defraudaron o a los que defraudamos, a aquellas personas que amamos en un silencio nunca mancillado por el sonido de nuestra voz, como si esta pudiera romper su encanto, o a aquellos personajes patéticos a los que nunca pudimos apreciar, quién sabe si a través de nuestras preguntas eso hubiera cambiado. Probablemente, en algún lugar de ese universo tan extraño en el que vivimos, se esconda un hermoso cementerio de las preguntas perdidas, de esas decisiones nunca tomadas, de esos giros que nuestra vida nunca dio, merecedoras de unas hermosas lapidas, todas ellas, como las que guardamos en los sótanos de nuestra memoria, donde escondemos nuestros arrepentimientos.

Algunas religiones, como el budismo, llevan al extremo este suspiro colectivo de los seres humanos por oler el perfume de otras vidas posibles, y enmendar errores; a través de la reencarnación siempre podemos volver a intentarlo de nuevo, con el inconveniente de que no recordamos qué diablos hicimos mal para que nuestra vida terminara siendo un desastre, y además, por si no fuera suficiente con la pérdida de memoria, nos penalizan cambiándolo todo, podemos reencarnarnos en otro sexo diferente, que en algunos casos sería justicia poética, de condición social, de familia, amigos, y con el omnipresente azar enredando de nuevo, con lo que todo se reinicia sí, pero no parece probable que pasemos al siguiente nivel, sino que volvamos a meter la pata, incluso diría que de ser cierta esta religión, más bien, vayamos hacia atrás y terminemos reencarnados en algún animal, al que terminarán maltratando, también en algunos casos habría algo de justicia poética, aunque puede que nuestra vida alcanzara algún grado mayor de felicidad al evadir la complejidad con la que enmascaramos las taras y miedos de los seres humanos, y volviéramos a lo más simple, la lucha por la supervivencia, la comida, el sexo ( si no te han castrado) y disfrutar de numerosas horas de sueño con la paz que solo pueden tener los seres inocentes.

Para quién no crea en la reencarnación, la ciencia también le ofrece otra posibilidad, una de las más populares teorías que sustenta la física cuántica presupone la existencia de un número casi infinitos de universos paralelos, creados por cada giro que tomamos en nuestra vida

Para quien no crea en la reencarnación, la ciencia también le ofrece otra posibilidad, una de las más populares teorías que sustenta la física cuántica presupone la existencia de un número casi infinitos de universos paralelos, creados por cada giro que tomamos en nuestra vida. Incluso se atreven a presuponer que más temprano que tarde, se logrará la demostración, aparte de las pruebas matemáticas, que sustenten su existencia. Incluso algunos físicos teóricos, más cerca de ser filósofos que otra cosa, nos regalan con la posibilidad que algunos agujeros negros pudieran ser la puerta a esos universos. De ser cierta esa teoría, por ahí andará un yo que ha acertado en todas las cosas en las que yo me he equivocado, y andará feliz como unas castañuelas, idea que seamos sinceros, no me consuela demasiado. La envidia, no deja de ser una de esas taras humanas que solo desaparecerá cuando una catástrofe cósmica como la que acabó con los dinosaurios nos borre del mapa, y si ese yo apareciera ahora mismo por aquí le diría un par de cosas sobre porqué él sí y yo no. Claro, que también puede pulular por ahí otra versión mía aún más torpe y con más errores acumulados, difícil, pero posible, y en ese caso, puede que yo fuera el objeto de su ira. Una película independiente de ciencia ficción que vi hace un par de años, y que lamento no recordar el título, seguro que alguna versión mía tiene más memoria, jugaba con esa idea; una extraña llamarada solar, hace que en un mismo espacio físico coincidan las mismas versiones de un grupo de personas, algunas más felices que otras, y evidentemente, y pido anticipado perdón por desvelar el final, una versión de una protagonista más infeliz que otra, termina matándola y usurpando su lugar, triste, pero verosímil.

Somos la suma de nuestros deseos cumplidos o frustrados, de nuestros sueños, cumplidos o fracasados, de nuestros éxitos, que perduran o que se volvieron fracasos, de las huellas que nos han dejado amantes, amigos, familia, desconocidos, perdidos o no, de aquello que hemos conocido y de aquello que nos gustaría conocer

Paul Auster, el novelista norteamericano, que si hay justicia literaria, algún día ganará el Nobel junto a Murakami, publicó hace pocos meses un extraordinario ejercicio literario en forma de novela, 4321,  que juega con la misma idea, el protagonista se desdobla en 4 versiones debido a las decisiones que va tomando, y los inesperados giros del azar, tan presente en la obra de Auster, como en lo está en nuestra vida, al fin y al cabo, en su Trilogía de Nueva York ya afirmó que lo único real es el azar. La vida del personaje va cambiando con esas pequeñas decisiones que aparentemente no implican cambios radicalmente, pero que al igual que el llamado efecto mariposa- el batir de unas frágiles alas en el lugar adecuado en el momento adecuado puede terminar por provocar un tornado al otro extremo del mundo- termina afectando significativamente a nuestras vidas.

El perfume de esas otras vidas posibles que hubiéramos podido vivir, esos condicionales, esos: y si hubiera hecho una cosa y no otra, siempre estarán ahí, pero ese yo que tomó otras decisiones diferentes de las mías sería otra persona, parecida, sí, incluso quizá pudiera ser su amigo, o quizá no nos aguantáramos, pero no sería yo. Somos la suma de nuestros deseos cumplidos o frustrados, de nuestros sueños, cumplidos o fracasados, de nuestros éxitos, que perduran o que se volvieron fracasos, de las huellas que nos han dejado amantes, amigos, familia, desconocidos, perdidos o no, de aquello que hemos conocido y de aquello que nos gustaría conocer. De nuestros vicios y de nuestras virtudes. De nuestro pasado que nos atrapa, de nuestro presente que nos inquieta y de nuestro futuro que anhelamos o tememos. Esos susurros de los ecos del perfume de otras vidas pueden quedarse en sus cementerios con sus bonitas lapidas, porque mi opción es seguir siendo ese yo tan frágil, tan perdido, tan racional o irracional como la situación lo requiera, dispuesto a vivir cada instante como ese eterno retorno nietzscheano, como si cada decisión, cada giro de mi vida, tuviera que vivirlo una y otra vez, abrazando el dolor y el placer, las ganancias y las perdidas, las lágrimas y las sonrisas, los amores y los odios, y con la única pretensión que los ecos de mi yo, no perturben a esos otros yoes fracasados o exitosos que son o pudieron ser, sino que resuenen con afecto en esas otras vidas que me circundan, a las que mis decisiones afectan. Y al menos, cuando me diluya en las corrientes de las memorias ajenas, les ofrezca algo de calor en sus propias encrucijadas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”