Pégame, soy mujer
No olvidaré jamás la tristeza que reflejaban sus ojos, el sentimiento de culpabilidad, la sensación que irradiaba de “recibo lo que me merezco”. No hablo de oídas sino de vivencias personales, de una chica de mi entorno más cercano, alguien a quien adoro, extremadamente joven, de 17 años, preciosa, y que estuvo durante 4 años viviendo en un infierno sin siquiera ser consciente de ello.
Empecé a sospecharlo muy pronto, tal vez por la cantidad de casos de violencia entre parejas que he conocido por mi profesión de periodista. Llevaban juntos menos de un año cuando vino a visitarme en solitario y su actitud alegre, simpática, campechana, extrovertida comenzaba a diluirse bajo una sombra tenebrosa. Nada más llegar a casa se pasó más de una hora hablando por teléfono con su novio, sin apenas atenderme, en una conversación en la que era fácil adivinar que prevalecían los reproches de él hacia ella. Las lágrimas brotaron de sus ojos en varias ocasiones y yo quise pensar que sería una discusión de enamorados, ya que no les escuchaba. Al colgar, ella me reconoció que estaba celoso y que no le había gustado que se marchara de vacaciones. Después fui testigo de decenas, cientos de whatsapp a todas horas durante los pocos días que me visitaba, mensajes controladores que me hacían desconfiar de la relación que mantenían. Traté de alertarle, de pedirle que estuviera pendiente porque estaba harto de ver maltratos de hombres a mujeres que se iniciaban por un excesivo control, por los celos, y añadí: “Tu pareja debe de engrandecerte, hacerte sentir más, nunca lo contrario; cuando eso ocurra… ¡Cuídado!”.
Traté de alertarle, de pedirle que estuviera pendiente porque estaba harto de ver maltratos de hombres a mujeres que se iniciaban por un excesivo control, por los celos, y añadí: “Tu pareja debe de engrandecerte, hacerte sentir más, nunca lo contrario; cuando eso ocurra… ¡Cuídado!”
En los siguientes 3 años sólo pude avisar a nuestro entorno para que vigilaran si todo iba bien ya que la distancia física entre nosotros no me permitía hacerlo por mí mismo.
En las últimas vacaciones que permanecieron juntos conmigo y mi familia todo fue tomando forma y llegó un momento en el que nos convertimos en policías vigilantes a tenor de las evidentes actitudes retadoras de él a ella, de gestos de desprecio que a ninguno nos gustaban.
El punto de inflexión llegó una tarde antes de que se marcharan, cuando ella bajó llorando por las escaleras y alguien que había escuchado la conversación privada que había mantenido la pareja en su dormitorio dio la voz de alarma y con gran contundencia se dirigió a ella delante de todos los demás:
-Tú mañana no te vas. Él que haga lo que quiera, pero no voy a permitir que nadie te vuelva a hablar como he escuchado que él lo hacía.
Resulta que la había insultado, vejado, humillado en la intimidad de esa habitación. Ella se deshizo en lágrimas y se entregó a nosotros y él se marchó para siempre al día siguiente. Éramos demasiados para enfrentarse a todos. No intercambiamos una sola palabra más con este chico.
Cuando se fue relajando la chica nos contó parte de su odisea: cómo en medio de una discusión aceleraba a tope en plena autovía y le decía, fuera de sí, que iba a estrellar el coche; cómo la insultaba por vestir con falda corta, por maquillarse, por hablar con otros amigos. Nos explicó que había dejado de salir, de sentirse a gusto consigo misma, que ya no era feliz…y sólo tenía 21 años.
Podría haberme martirizado pensando en que debería haber hecho algo más para evitarle ese sufrimiento, pero… ¿De qué iba a servir?
La violencia de un hombre hacia su pareja siempre tiene algo de irracional. Por desgracia, en este caso él no creo que llegara a considerarse un maltratador. Ella no llegó a denunciarle porque hasta el final no fue consciente de que el nombre de lo que había vivido en esos años era “maltrato” y después prefirió dar carpetazo al asunto y olvidarlo.
Al ver el vídeo grabado por las cámaras de vigilancia de un establecimiento de Benidorm, esta semana, donde se ve a un joven de 26 años golpeando salvajemente a su novia de 17, he vuelto a rememorar esta historia. Tampoco la chica agredida ha denunciado aunque, ante las evidencias, la Policía le ha detenido y la Fiscalía ha pedido una orden de 2 años de alejamiento.
No es que hace 50 años hubiera menos agresiones de maridos a sus mujeres. La historia de los pueblos de España está llena de esposas fallecidas al caer por las escaleras, por golpes accidentales que nunca se investigaban porque las cosas de familia quedaban dentro de la familia.
Afortunadamente hoy hay más visibilidad y hemos empezado a entender que cuando escuchamos gritos o agresiones de un hombre a su mujer en la casa de nuestro vecino no somos unos entrometidos por llamar a la Policía; y también, las autoridades se toman ya en serio cualquier denuncia al respecto, porque nadie lleva un cartel que diga “pégame, soy mujer” pese a que hay hombres que así lo crean.
Por eso, todavía queda mucho por hacer, hasta que haya una sola víctima de malos tratos que se sienta obligada a callar, que tema en su propia casa, que viva en su propio infierno, no nos podremos sentir orgullosos como sociedad ni cómo miembros del género masculino.
Porque es obvio que la agresión es una forma de defensa; es decir, que esos hombres que pegan a sus esposan no son más que cobardes, personas atormentadas, acomplejadas y que piensan que nadie les puede querer tal y como son y por eso se sienten obligados a imponer el poder de la fuerza a sus parejas y coartar su libertad.
Pero no nos olvidemos de que muchas veces las propias mujeres tienen un rol de víctimas desde antes de unirse con una pareja maltratadora.
Así que además de denunciar, de ponernos al servicio de ellas, hay que empezar a educar a nuestros hijos no sólo para que estudien matemáticas, sino también para que respeten a las mujeres y a los inmigrantes y a las minorías y al resto del mundo; y al mismo tiempo, hay que dejar de ver a nuestras hijas como seres vulnerables y empezar a confiar en su valía, en su potencial, porque cuando las sobreprotegemos, las hacemos más débiles y les lanzamos el mensaje de que necesitan a alguien que las proteja.
La chica de mi entorno hoy es feliz con una pareja que la ama y la cuida porque fue capaz de entender que los que la conocemos la queremos tal y como es y estaremos ahí siempre para ayudarle a ser aún más maravillosa de lo que es; pero hay, desgraciadamente, muchas mujeres que repiten el mismo rol con parejas sucesivas…y es a ellas a quiénes deberíamos brindar todo nuestro cariño, todo nuestro apoyo para que tengan el impulso de saltar como un resorte de esa situación que puede llevarles a la muerte, como a miles de mujeres en todo el mundo.