El otro mejor concierto
xtheband.com
The Blasters.
No quería ir. Puede ser que estuviera tieso, que anduviera de exámenes, que pesara el hecho de que no los hubiera escuchado nunca o que las tres anteriores sean correctas, pero el caso es que no quería ir. Luis y Puchón, amigos gallegos de los que hablé la semana pasada, tuvieron que estar dándome la brasa varios días para convencerme. “Que sí, tío, que no te vas a arrepentir”, me decía uno. “¿No te gustaron el otro día Los Lobos? Pues entonces estos te van a encantar”, razonaba el otro.
Respecto a Los Lobos, aunque sea brevemente: tocaron en Madrid justo la noche anterior a un importante examen, pese a lo cual decidí acudir a la sala Astoria. Eso sí, incumplí el artículo primero del decálogo del conciertero. Ya saben, ese que proclama que antes de ver una actuación en directo hay que tomarse al menos una copichuela, porque lo contrario es una falta de respeto a los artistas que van a actuar. Como sé que en ocasiones así es muy fácil caer en la dinámica en la que un whisky te lleva al siguiente y ése al tercero, preferí no sucumbir a la tentación. Vi su excelente recital absolutamente sobrio, salí, pillé el metro y (con un ligero zumbido en los oídos, eso sí), me sumergí de nuevo en los apuntes que había dejado tres horas antes. Aprobé, así que el esfuerzo mereció la pena.
Pero iba a otra cosa, intentaré no desviarme más. Los tipos de los que me hablaban maravillas Luis y Puchón se llamaban The Blasters y también tocaron en la Astoria, un recinto que recuerdo, junto con la sala Universal, como los dos templos del directo por aquel entonces en Madrid. Allí que nos plantamos los tres, nos situamos en un buen sitio y a fe mía que le tuve que dar la razón a mis colegas desde el primer instante. Desde el minuto uno, como dicen ahora los que no pueden dejar de ser pedantes ni aunque lo intenten muchísimo.
Dos guitarras, bajo y batería, tocados por tipos de negro riguroso y bajo una premisa innegociable: aquí va a sonar rock and roll por la patilla. Sin concesiones, sin adornos, sin historias. Pam, pam, pam, pam. Al que le guste, que se divierta. Al que no, ahí tiene la puerta.
Exhibieron un sonido limpio, nítido, poderoso. No les hizo falta recurrir a la distorsión desmesurada ni a ningún otro truco. Dave Alvin se portó como el portentoso y finísimo guitarrista que es y su hermano Phil demostró ser de los mejores cantantes del género. La suya es una voz aguda que parece que no va a poder mantenerse mucho tiempo, que degenerará en gallos en cualquier momento. Pero no decae, aguanta como las buenas. Los de la sección rÍtmica gustaron y se gustaron en su papel de músicos complementarios pero indispensables, de ninguna manera comparsas.
Uno tras otro fueron soltando trallazos y la gente no se cortó un pelo y se puso a brincar, a bailar, a dar botes. Si hubiera habido mesas, seguro que más de uno nos hubiéramos subido, aunque sólo fuera por simbolismo. Se estaba transmitiendo del escenario al público una corriente de alto voltaje. ¿Alguien recuerda eso que decía tantas veces Miguel Ríos, de “si podemos conectar” y tal y cual? Pues eso, se produjo una conexión bárbara que ya no se cortó hasta que el grupo, exhausto, dijo adiós después de casi dos horas descargando tralla.
En ese momento me di cuenta de una verdad irrefutable: el buen rock and roll SIEMPRE funciona estupendamente en directo. El rock creíble, el auténtico, el que no se anda por las ramas, el que interpretan músicos curtidos que no hacen el ganso, que interactúan con los espectadores sin incurrir en la payasada ni hacer que ellos las cometan. El que te hace pasar un rato inolvidable, al término del cual estás sudando pero sonriente y feliz, porque te has divertido, te lo has pasado como un enano. Y de eso se trata, fundamentalmente. Para fastidiarte una velada ya están los existencialistas.
PD: Ni que decir tiene que después me compré discos de The Blasters. Recomiendo especialmente el quinto, Hard line y el segundo, que se llama como ellos y que adquirí en una tienda cercana a la Gran Vía que, sospecho, ya no existe. Record Runner, se llamaba. Lo pillé en vinilo de 180 gramos y me costó una pasta, pero es que a veces uno sabe sucumbir a las tentaciones, como la noche de Los Lobos, y otras veces, en cambio…