El olvidado arte de conversar
'Yo no me encuentro a mí mismo donde me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero'. Michel de Montaigne, Ensayos.
Entre los muchos y sanos placeres olvidados de los tiempos líquidos en los que nos ha tocado vivir, hay uno, conversar, que se encuentra en franca decadencia. El arte de la conversación, como cualquier otro arte que merezca la pena, requiere de unos requisitos que no son fáciles de conseguir en la era del grito, la prisa y la exclamación; requiere paciencia, requiere entrenamiento, requiere conocimiento, requiere sabiduría, requiere educación, requiere respeto, requiere tolerancia, requiere tiempo, requiere, por tanto, esfuerzo. Y ya sabemos que muchos de estos requisitos no se prodigan con generosidad, y la mejor muestra de ello es hacernos una sencilla pregunta: ¿Cuánto tiempo hace que no hemos mantenido, con nuestra pareja o amante, con nuestros amigos, con nuestros compañeros de trabajo, con alguien de nuestra familia, una conversación donde se cumplieran la mayoría de requisitos para eso que llamamos una civilizada charla? Más que conversar, intercambiamos opiniones con posturas ya decididas de antemano, tan inamovibles como tercas; y sin admitir, de verdad, no de ese postureo tan propio de la era de las redes sociales, que hay motivos para dudar, que podríamos estar equivocados, o no tener nada más que una pequeña parte de razón. Y sin admitir ese principio, que sí es inamovible, es imposible la conversación. Si lo es con las personas más próximas, imaginemos la hercúlea tarea para intentarlo con aquellos desconocidos que no comparten esos inamovibles principios que nos sostienen. Quizá uno de los motivos de ese desencuentro en nuestra sociedad, en nuestro país, del declive de la política, sea la pérdida de este añorado arte entre quienes deberían practicarlo con más asiduidad, los políticos. En sus ensayos Michel de Montaigne no dejaba de recalcar que “la palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha”.
El arte de la conversación, como cualquier otro arte que merezca la pena, requiere de unos requisitos que no son fáciles de conseguir en la era del grito, la prisa y la exclamación; requiere paciencia, requiere entrenamiento, requiere conocimiento, requiere sabiduría, requiere educación, requiere respeto, requiere tolerancia, requiere tiempo, requiere, por tanto, esfuerzo
Michel de Montaigne es un pensador francés que vivió a mediados del siglo XVI y nos legó su sabiduría en tres volúmenes de ensayos, editados entre 1580 y 1588. Humanista de formación y de credo, recupera como sus coetáneos, la filosofía de los antiguos griegos, pero al contrario de muchos de ellos, no simplemente con una excusa erudita, sino para entablar una conversación con ellos, pues a través de la lectura también es posible practicar ese arte, con los mismos requisitos, escuchando y dialogando con la palabra de aquellos que ya no están presentes. Los problemas que le atañen, como a los sabios con los que conversa a través de los ecos de las voces de sus antiguos textos, no son principalmente metafísicos o religiosos, sino morales. Aliado con el escepticismo, encuentra la libertad en liberar las ataduras del espíritu humano de las cambiantes y crueles circunstancias que afectan a la carne. Un principio le guía; no hay verdades absolutas que puedan ser alcanzadas ni por la razón, ni por los sentidos. El sabio ha de dudar de todo, la duda es el principio básico que guía su sabiduría.
En el tercer volumen de sus Ensayos, el capítulo VIII, se titula precisamente Del arte de conversar; en sus páginas encontramos los principales argumentos para reivindicar este añorado arte en peligro de extinción. Nos recuerda el pensador francés aquellas palabras de Catón el viejo en las que recalcaba que los sabios tienen más que aprender de los tontos, que éstos de los sabios, o la anécdota de un tañedor de liras narrada por Pausanias, que obligaba a sus alumnos a escuchar a los malos músicos para que aborrecieran todo lo que se hace mal, y se esforzaran y adquirieran la virtud necesaria para aprender a tocar bien. Más de quinientos años después con tal de ver cinco minutos en la televisión las mal llamadas tertulias, o cualquier intercambio de opiniones en Facebook, nos basta para saber qué hacemos mal a la hora de conversar.
'Cuando me refutan, suscitan mi atención, no mi cólera'. Palabras del pensador francés que deberíamos tatuarnos, para ver si así comenzamos a entender lo estúpido que es responder agresivamente a quien nos rebate, si lo hacen con honestidad y argumentos
Cuando me refutan, suscitan mi atención, no mi cólera. Palabras del pensador francés que deberíamos tatuarnos, para ver si así comenzamos a entender lo estúpido que es responder agresivamente a quien nos rebate, si lo hacen con honestidad y argumentos. La pasión es mala compañera del debate y la conversación, sobre todo si deriva hacia la ira, por no discurrir la conversación por los senderos deseados, que viene a ser que nos den la razón incondicionalmente. La pretendida superioridad intelectual de quienes buscan no dialogar, no conversar, sino darnos esas clases magistrales, aporta poco al cultivo de la inteligencia mutua. Desvestirnos de la petulancia egocéntrica es otro requisito imprescindible que poco se practica, y que deteriora notablemente, no ya el noble arte de la conversación, sino la imprescindible necesidad del mutuo entendimiento, o al menos el mutuo respeto a las diferencias.
Las formas son tan importantes como el fondo en el delicado arte de la conversación, pues si a través de ella buscamos la verdad, o una verdad entre otras posibles, igual puede quedar como un tonto el que dice lo verdadero que el que dice lo falso. Si perdemos las formas, perdemos el fondo. Cualquiera puede hablar verazmente; pero hablar metódica, juiciosa e inteligentemente pocos lo pueden, insiste Montaigne. La intolerancia al otro no es admisible, aunque no lleve razón, y mostrarnos desdeñosos o soberbios con su postura, hace un flaco favor a nuestra causa.
Cuantas máximas, cuantos memes de esos que recorren las redes sociales y que utilizamos para argumentar nuestra propia posición, circulan pretendiendo iluminarnos, cuando por su abstracción y universalidad, valdrían para apoyar por igual un argumento y su contrario, quedando su pretendida sabiduría en una belleza formal, que carecen de sentido sin conocer el contexto concreto
Una de las reglas de una buena conversación es la precaución a la hora de aceptar por válida aquellas frases de sabiduría ajena que se enarbolan para, en la mayoría de las ocasiones, ocultar la pobreza de la sabiduría propia. Cuantas máximas, cuantos memes de esos que recorren las redes sociales y que utilizamos para argumentar nuestra propia posición, circulan pretendiendo iluminarnos, cuando por su abstracción y universalidad, valdrían para apoyar por igual un argumento y su contrario, quedando su pretendida sabiduría en una belleza formal, que carecen de sentido sin conocer el contexto concreto. Como ejemplo tenemos ese texto de Ayn Rand que ha inundado las redes en los últimos meses, adalid del ultra liberalismo que roza posiciones de extrema derecha, y que al estar descontextualizado parece un texto progresista, compartido como la panacea progresista por muchos que desconocen el sentido original del texto, al haber sido descontextualizado. Eso, cuando no es falsa la autoría.
A la hora de juzgar, en cualquier conversación, una obra, o trabajo ajenos, tendemos a ser crueles o desdeñosos, por soberbia propia o por temor a las propias flaquezas, cuando deberíamos, como poco, ser tan compasivos o indulgentes, con la obra ajena, como lo somos con la propia. Un poco de generosidad nunca es un ingrediente que sobre en una buena y placentera, aunque sea disputada, conversación. Al igual que Montaigne, deberíamos aprender de la sabiduría de Tácito y comprender que todo juicio global es vago e imperfecto, y que una sentencia condenatoria del pensamiento ajeno, debería respetar la pluralidad y la posibilidad inherente a la frágil verdad, y admitir que puede que nuestro interlocutor no tenga toda la razón, pero quizá si parte de ella.