La nietísima del dictador
Hay cosas que, permítanme decirlo, no acabo de entender. Parece que toda la sociedad española está de acuerdo con que Franco fue un dictador, que muchos inocentes sufrieron por su mandato y que decidió sin remordimientos ordenar la muerte de otros muchos. No cabe duda, por tanto, de que el país no puede alardear de estar orgulloso de su pasado franquista; sin embargo, es difícil escuchar a alguien afirmar en los medios de comunicación que el generalísimo fuera un asesino. Lo que pretendo decir es que parece como si por un lado consideráramos a Franco como la personalización del mal pero por otra temiéramos hoy en día todavía enfrentarnos a su recuerdo.
No son buenos tiempos para la libertad de expresión. De hecho, tengo colegas que llevan toda la vida en esto del periodismo y que no dudan en considerar que esta es la etapa de sus vidas en la que más dificultades están teniendo para evitar la manipulación informativa, las pautas ideológicas subyacentes en cualquier noticia, en definitiva, para contar las cosas tal y como las ven sin directrices de sus jefes. Ahí están las escandalosas sentencias que limitan la libertad de expresión y que han llegado al extremo de dictaminar un año de cárcel y 7 de inhabilitación a la joven murciana Cassandra Vera por chistes de Carrero Blanco a través de tuits. Es curioso, porque parece que nos hemos vuelto tan escrupulosos que ya no podemos siquiera hacer bromas de la época de la dictadura, como si perjudicara a alguien.
El caso es que en este país aún no hemos dejado atrás el pasado. Al menos no como en otros países que han sufrido el envite de un dictador. En Alemania, solo lo tienen presente para recordar que nadie como Hitler debería volver a llegar al poder. No se concebiría allí que un pueblo destacara una de sus calles con el nombre del dictador o de algún alto cargo de su confianza o que hubiera estatuas enalteciendo su memoria.
Curiosamente, no se han propuesto condenas siquiera a personajillos que han llegado a decir que “estos rojos deberían estar todos en las cunetas” y frases similares. Y lo veo bien, al fin y al cabo, son solo palabras y las palabras se las lleva el viento. De hecho, a veces es preferible soltar un taco a tiempo antes que llegar a las manos.
El caso es que en este país aún no hemos dejado atrás el pasado. Al menos no como en otros países que han sufrido el envite de un dictador. En Alemania, solo lo tienen presente para recordar que nadie como Hitler debería volver a llegar al poder. No se concebiría allí que un pueblo destacara una de sus calles con el nombre del dictador o de algún alto cargo de su confianza o que hubiera estatuas enalteciendo su memoria. Jamás el Estado sería capaz de subvencionar a una fundación que llevara su nombre y, por supuesto, la familia cercana o lejana de Adolf Hitler está perdida en el ostracismo, oculta y escondida.
Aquí no solo no es así sino que hemos ayudado a erigir una de las principales fortunas del país vinculada a la herencia de Francisco Franco: su hija y sus nietos. Carmen Polo murió hace unas semanas después de confesar sin ningún pudor que nunca había sido feliz. A pesar de haberse quedado con buena parte de los bienes que su padre le legó, algunos de ellos sustraídos al pueblo, sin ninguna cortapisa desde el gobierno, sin pedirle cuentas al respecto. Parece que eso ni siquiera fue suficiente para que alcanzase la felicidad. ¡Lástima! Porque devolver parte de ese patrimonio a su origen sí que habría hecho felices a muchos vecinos.
Una vez muerta esta, sus hijos se esmeran en repartirse una potente herencia para continuar viviendo del cuento sólo por una razón: son nietos de un dictador.
Y ahora nos enteramos de que Carmen Martínez Bordiú, la nietísima de Franco, esa que se ha pasado la vida contando su vida en fascículos por las principales revistas y televisiones nacionales, la que se ha orgullecido en público de su rancio y noble origen, la que hablaba con cariño de su abuelo dictador, la que ha presumido de ser nula para los negocios y de haber vivido toda la vida sin trabajar, ha solicitado heredar el título de “Duquesa de Franco con grandeza de España”. Y además se beneficia de la modernización de la nobleza, que no se basa en eliminarla por completo para hacer honor a la Constitución que en su artículo 14 expresamente dice que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier condición o circunstancia personal o social” sino en la ley de igualdad para títulos nobiliarios, que en 2006 se cambió para evitar la prevalencia del varón. De forma que quien hereda es el hijo o hija mayor, al margen del sexo, en este caso Carmen.
Carmen Martínez Bordiú, la nietísima de Franco, esa que se ha pasado la vida contando su vida en fascículos por las principales revistas y televisiones nacionales, la que se ha orgullecido en público de su rancio y noble origen, la que hablaba con cariño de su abuelo dictador, la que ha presumido de ser nula para los negocios y de haber vivido toda la vida sin trabajar, ha solicitado heredar el título de “Duquesa de Franco con grandeza de España”
Es cierto que los privilegios actuales de un título nobiliario son más simbólicos que otra cosa, pero el mismo Cayetano Martínez de Irujo reconocía hace unos días en televisión que por ser miembro de la familia de Alba, como empresario, muy pocas personas han dejado de recibirle. Es decir, que si la futura duquesa de Franco llama a un ministro es muy probable que reciba una respuesta o incluso se cite con ella, mientras que el resto de los mortales si lo intentáramos recibiríamos un silencio sepulcral. No es que tengan que ocultar su origen, como en el caso de los familiares de Hitler, sino que se benefician de sustanciosas ventajas por ello.
Y, sinceramente, no odio a la familia de Franco pero no puede ser más injusto ver cómo se le rinde pleitesía todavía en 2018 mientras que los nietos y biznietos de los perdedores de la guerra civil siguen escuchando eso de que hay que olvidarse de ellos, que no se desentierren los pecados del pasado. Recuerdo que conocí en Sevilla a uno de los últimos presos vivos, Rafael Limia, de Dos Hermanas, con cerca de 90 años, que había participado en la posguerra en la construcción del canal del Bajo Guadalquivir, condenado a trabajos forzados solo por pensar de una forma determinada. Y durante muchos años, este hombre y toda su familia ocultaron su pasado con tal de no ser señalados como rojos. Además de una condena injusta que ayudó a la familia de Alba, entre otros, a convertir de forma gratuita, con el apoyo de cientos de presos trabajadores, un terreno estéril en unas tierras fértiles regadas por el canal, después Rafael y los suyos tuviron que cargar con la deshonra de dicha condena el resto de su vida.
Sigue habiendo dos España: la de los ricos por herencia, los nobles, los poderosos hijos de poderosos y la del resto de humildes trabajadores que no son capaces de sublevarse ante unos jefes que saben que necesitan al pueblo para mantener su nivel de vida. Por supuesto que hay empresarios, personas con poder y gente con dinero muy válida y honorable en este país pero mientras siga habiendo un grupo de personas que por el hecho de nacer con un título nobiliario tienen más facilidades durante toda su vida para conseguir todo lo que se propongan, el artículo 14 de la Constitución española seguirá siendo un utópico objetivo más que una realidad nacional.