Inagra en Navidad

Las navidades y el amor desbordado

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 24 de Diciembre de 2017
 'Psique reanimada por el beso del amor' (1793), de Antonio Casanova.
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'Psique reanimada por el beso del amor' (1793), de Antonio Casanova.

'En obrar por simpatía, por compasión, por caridad, no hay absolutamente ninguna moralidad'. Emmanuel Kant.

Fiestas navideñas; un tiempo para la generosidad, para la felicidad, para la amistad, para la alegría, para la familia, para las amistades. Un tiempo para el amor desbordado en muchos rincones del planeta tierra. No importa que seas creyente o no, todos nos dejamos arrastrar por estos días de sentimientos exaltados. No importa que tu comportamiento sea más o menos moral el resto del año, se supone que estos días debes recordar, dejando aparte la orgia consumista y los excesos gastronómicos, dos de los principales mandamientos del cristianismo; si te consideras como tal: amarás a Dios sobre todas las cosas y amaras al prójimo como a ti mismo. Dos mandamientos que suponen abandonar el egoísmo tan arraigado en nuestra naturaleza, no precisamente por la exaltación provocada por el burbujeante efecto del alcohol en nuestro estado de ánimo. Es la hora de la caridad, del perdón, de ponerse en lugar del otro. Es la hora de dedicar cinco minutos de tu pensamiento a los que no tienen nada, ni siquiera techo bajo el que refugiarse, y otros cinco minutos a amar incondicionalmente al  dios al que prestas devoción. Las otras veintitrés horas y cincuenta minutos podemos volver a la orgía de consumo y a las comilonas, que ya se han cumplido los mandamientos. No es que se suponga que el resto del año no debiera ser así, pero dejemos esa contradicción aparte, como otras tantas de la capacidad de los seres humanos para perdonarnos nuestra hipocresía y la facilidad para mirar a otro lado cuando nos conviene. Contradicciones que compartimos creyentes y no creyentes, al menos tenemos algo que nos une.

Los que no creemos, esos que llaman ateos, ciertamente no compartimos el amor desbordado e incondicional a ninguna divinidad inmortal, pero conscientes de la fragilidad de nuestra mortalidad, sí deberíamos compartir el amor a esos otros seres, que por muy diferentes que sean de nosotros, comparten nuestra frágil y mortal condición

Los que no creemos, esos que llaman ateos, ciertamente no compartimos el amor desbordado e incondicional a ninguna divinidad inmortal, pero conscientes de la fragilidad de nuestra mortalidad, sí deberíamos compartir el amor a esos otros seres, que por muy diferentes que sean de nosotros, comparten nuestra frágil y mortal condición. Desde el punto de vista del creyente se nos acusa de la pérdida que supone no encontrarnos imbuidos por el amor divino, ya que amar a dios por encima de todas las cosas, es lo que permitiría abrazar al prójimo, ya que dejamos el egoísmo de lado. Ya sabemos que eso no sucede exactamente así. Por otra parte es una perdida que nos permite ver,  sin hipocresía, y quizá con mayor perspectiva, que cuando uno ama a un dios por encima de todas las cosas, ama a su dios, el que ama el resto, ni siquiera suele verse objeto de indiferencia, sino del odio que desgraciadamente es la cara oculta del amor. Igualmente sucede con el prójimo, es sencillo amar al prójimo que comparte dios y creencias, pero si no es así, ya no resulta tan fácil que sea objeto de nuestro amor y atenciones, a no ser que como en tiempos anteriores, decidieran doblegarse a las creencias de sus benefactores.

La tolerancia sigue siendo el punto débil de ese amor incondicional de las religiones institucionalizadas. Mientras más poder e influencia política y económica han mostrado históricamente tener, menos tolerancia al otro creyente manifiestan, o al no creyente, en la realidad, no en las proclamas. Cuántas veces hemos oído aquello de: has herido mis convicciones. El filósofo español Fernando Savater lo tiene claro; Lo que son respetables son las personas, no las creencias. No todas las opiniones son respetables. Ésta última curiosamente es una de las excusas que utilizan muchas de las religiones para justificar sus intolerantes proclamas contra el matrimonio entre personas del mismo sexo o contra otras conquistas cívicas de libertad personal. Si sus proclamas promueven el odio, se justifica como defensa de la libertad, si otros las atacan, por el contrario, pretenden censurarlas como ataques a su dignidad y libertad. No podemos respetar, nos dice el pensador vasco a aquellos que promueven la violencia terrorista como justificación de su religión o la violencia ejercida contra niñas a las que se mutila el clítoris y esgrimen como defensa la tolerancia cultural a sus creencias, su libertad.

John Stuart Mill ya defendió que: la única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o le impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física o mental o espiritual. La humanidad sale ganando más consintiendo que cada cual viva a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás. O como decía el dramaturgo George Bernard Shaw y recoge Fernando Savater para denunciar el peligro intolerante del dogmatismo religioso: No hagas a los demás lo que te guste que te hagan a ti, ellos pueden tener gustos diferentes.

Imbuidos por el espíritu navideño vamos a dejar de momento la inconsistencia y los problemas relativos a la tolerancia a la que puede llevar ese mandamiento de amaras a dios (a tu dios) sobre todas las cosas, y centrarnos en el más plausible, que no sencillo, ama al prójimo como a ti mismo, que debería ser nuestra principal meta estos días, y generosamente, el resto del año, creyentes, ateos, o ni lo uno ni lo otro

Imbuidos por el espíritu navideño vamos a dejar de momento la inconsistencia y los problemas relativos a la tolerancia a la que puede llevar ese mandamiento de amaras a dios (a tu dios) sobre todas las cosas, y centrarnos en el más plausible, que no sencillo, ama al prójimo como a ti mismo, que debería ser nuestra principal meta estos días, y generosamente, el resto del año, creyentes, ateos, o ni lo uno ni lo otro.

 La regla de oro de la moral tradicional que explicita la ética kantiana es la expresión popular que recoge el santificado mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo: Trata a los demás como deseas que te traten a ti, teniendo cuidado, tal y como decía Shaw con no imponer nuestros propios gustos o creencias; llevándolo al extremo, a uno podría gustarle sobremanera el masoquismo, y no se trata de torturar a los demás porque uno disfrute sufriendo. Otro tipo de amor, al margen del masoquista, que hemos de evitar, es extrapolar al prójimo ese amor narcisista, que tanto ocultamos, pero que con tanta frecuencia se produce. Difícil es que con tanto amor propio encontremos un hueco para apreciar a los demás.

La primera parte de la frase es la clave para poder realizar propiamente la segunda; sin un amor adecuado a uno mismo, difícilmente el amor a los demás será apropiado, sin apreciarnos y querernos adecuadamente, sin narcisismo ni orgullo desmedido, todo amor al prójimo o será hipócrita o estará desenfocado. Y la mejor forma de amarnos a nosotros mismos es ayudarnos a obtener una vida plena, que la mayoría de propuestas morales, independientemente de aquello que se entienda por bien o felicidad, encuentra en alejarse de la mera exposición a placeres inmediatos y egoístas (parece que los excesos gastronómicos desmedidos y el desenfreno consumista no casan muy bien con un proyecto de vida buena) y encontrar un camino que nos dote de sentido.

Por tanto, lo primero es servir de ejemplo con la vida propia, queda un poco hipócrita decirle a alguien que la mejor manera de manifestarle amor es ayudarle a que tenga un proyecto de vida bueno alejado de satisfacciones inmediatas, mientras nosotros nos volcamos en ellas, por ejemplo.

Libertad metafísica es la que nos permite iniciar nuevas cadenas causales de acontecimientos independientemente de la necesidad natural, capacidad única de los seres humanos, pero la libertad moral, es la autonomía, que se define por nuestra capacidad para adecuar nuestras acciones a una máxima, a un principio, que aceptamos debe guiar nuestras acciones, por ejemplo; ama al prójimo como a ti mismo

En la Metafísica de las costumbres Kant esboza con claridad donde reside la moralidad de nuestra generosidad con los demás; cuando se te dice: debes amar a tu prójimo como a ti mismo, no significa: debes amar inmediatamente (primero) y mediante este amor hacer el bien (después), sino: ¡haz el bien a tu prójimo y esta beneficencia provocará en ti el amor a los hombres (como hábito  de la inclinación a la beneficencia)! La moralidad de una acción para el filósofo alemán la marcan dos cuestiones: 1. Actuar siguiendo un principio 2. Excluir los intereses personales en los motivos de tu acción.  No sería moral seguir la máxima de amar al prójimo como a ti mismo, si resulta que ayudar al prójimo repercutirá en tu beneficio personal más adelante, que nos conocemos… Ayudar al prójimo a conseguir sus fines, es pues, amarle, sin que estos fines sean inmorales, ni nuestra acción suponga una recompensa implícita o explícita prevista.

Libertad metafísica es la que nos permite iniciar nuevas cadenas causales de acontecimientos independientemente de la necesidad natural, capacidad única de los seres humanos, pero la libertad moral, es la autonomía, que se define por nuestra capacidad para adecuar nuestras acciones a una máxima, a un principio, que aceptamos debe guiar nuestras acciones, por ejemplo; ama al prójimo como a ti mismo. Y aquí se encuentra una de las claves para desterrar la hipocresía que permite a algunos, bajo ese presupuesto, imponer al otro unos principios, pues si en verdad le amamos, hemos de respetar su propia elección de máximas, siempre que no sean inmorales. En el sentido kantiano,  pues habrá quien intente tergiversar el argumento cargando la inmoralidad a todos los principios que no concuerden con su interpretación de unos mandamientos divinos.

Sencillo pues es el camino para vivir el espíritu navideño todo el año; sin amarnos ni querernos a nosotros mismos, sin dotarnos de un proyecto de vida buena no podremos amar al prójimo, para ello hemos de construir nuestra propia autonomía, ser verdaderamente libres, y no podemos ser verdaderamente libres si no solo no respetamos la autonomía y libertad ajenas, sino que les ayudamos a conseguirlas. Ese es el verdadero amor al prójimo, no imponerles modelos de vida o morales que no desean compartir, ni confundir caridad con justicia o equidad. Si nos inculcamos, creyentes y no creyentes, en nuestra dura mollera moral este principio, todo ese derroche de bondad dejará de ser mera parafernalia e hipocresía estacional. Y quizá, tan solo quizá, ayudaremos a hacer nuestra sociedad un poco más aceptable moralmente, se tenga la religión que se tenga, o no se tenga ninguna, y se sigan las fiestas que se sigan, o no se siga ninguna. 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”