Mujica
Jorge Luis Borges, cuando visitó la Alhambra en 1977, presintió de repente “los finos laberintos del agua entre los limoneros”; el mexicano Francisco de Icaza, la desesperación de los ciegos frente a la inútil belleza, y José Mujica, el estimulante expresidente de Uruguay, cuando el otro día contempló las complejas tracerías de yeso de los palacios, pensó en los hipotéticos sindicatos medievales en la Granada del siglo XI, en los obreros que machacaban las piedras y en la turbia moralidad de los patronos precapitalistas que, alfanje en mano, exigían horarios interminables para acabar, antes de la sangrienta caída de su linaje, la fatigosa decoración de las salas.
“¿Existirían los sindicatos? Para hacer esta maravilla, los artesanos debieron trabajar aquí día y noche”, se preguntó. Como buen socialista, Mujica quizá entrevió, junto a las inscripciones lapidarias y el sonido de las fuentes, conflictos laborales, sueldos miserables pagados en moneda o trueque, esclavitud, sometimiento y quizá, si seguimos esa delirante línea deductiva, convenios colectivos, alarifes en huelga de hambre, comisiones obreras musulmanas, liberados con turbante y hasta especuladores inflando en el Albaicín la primera gran burbuja con forma de media luna.
¿Tendrían representación en el consejo de la ceca y monte de piedad de Granada (la predecesora del Cubo) los menestrales y los abencerrajes? ¿Conocieron los ecónomos la inutilidad del pacto del Saray, que es nombre hebreo? ¿Encarcelaron los cadíes a los explotadores? ¿Succionó la ceca de Levante a la de Granada el año del hundimiento de las casas de acuñación de moneda?
El expresidente de Uruguay, sentado en una jamuga fabricada por los remotos antecesores de Ikea, quizá contempló en los labrados de la sala de los Reyes toda la línea temporal del monumento, desde la adulterada inauguración de la Alhambra por una reina católica, ávida de colocarse sobre el pecho medallas que no le correspondían, al destrozo de los palacios por la incuria de los siglos, a los mendigos que capitaneaba Chorrojumo con su brick de Don Simón bajo el catite o la esperanzadora aparición del Torres Balbás hasta su asesinato.
¿Se figuró de algún modo Mujica el día en que un delegado de Cultura descubrió en un cajón veinte millones de pesetas de una cuenta sin fiscalizar listos para su reparto entre los operarios? ¿Presintió al contemplar los jardines la auditoría jamás publicada que implicaba a las grandes familias de Granada, herederos de los linajes primitivos, en la gestión irregular del dinero? ¿Hablaron las piedras del fraude de las entradas en el que hay encausadas 50 personas? ¿Del escándalo de las audioguías, esa versión mecánica de los hawakatis, los antiguos cuentacuentos?
Ay, si las piedras hablaran...