La muerte nos llega a todos
Siento tener que ser sincero y reconocer que este artículo no será de los más leídos de este blog. La palabra muerte siempre ha sido para nuestra sociedad un tabú, de esas que no se tocan, de las que no se habla ni se pregunta y eso que es lo único seguro que sabemos que descubriremos personalmente. Cuando nos enteramos de que alguien que conocemos está a punto de realizar el tránsito, la mayoría de las veces optamos por alejarnos porque sentimos que no es asunto nuestro, no queremos verlo, creemos que es mejor mirar hacia otro lado; si se trata de una persona de nuestro entorno cercano tratamos de minimizar las consecuencias, le decimos que no va a suceder, intentamos evitar siquiera cuando estamos junto a ella que lo piense o hable de ello porque nos agrede escucharlo, aunque seguramente tenga necesidad de contarlo.
Realmente, aparte de en los funerales o en las últimas horas de un familiar es difícil escuchar una conversación que trate acerca de la muerte. No nos gusta, nos da miedo, nos paraliza, y curiosamente en vez de abocarnos a vivir cada instante de forma plena, esa angustia también nos coarta en la vida
Nacemos, vivimos y morimos. Nadie nos enseña a ninguna de esas tres cosas: cuando venimos al mundo nos hacen llorar para comprobar que nuestros pulmones respiran con normalidad, nos arrancan de un lugar seguro para obligarnos a despertar en un mundo aparentemente hostil, que nos agrede y nos convierte en seres vulnerables; mientras vivimos, nos contamos que lo mejor ya pasó o está por llegar, nunca lo vemos frente a nosotros, nos centramos en un pequeño punto negro del folio sin apreciar que todo lo demás es blanco impoluto y cuando nos estamos muriendo, mucha gente de nuestro alrededor se aleja y algunas veces nos impiden expresar lo que sentimos porque nos cerramos a permitírselo. A estas alturas, habrá quien piense que me pasa algo malo y que por eso manifiesto mis pensamientos y no es así, estoy completamente sano que yo sepa, aunque sí es cierto que en los últimos días he tenido que vivir de cerca algunas defunciones. Realmente, aparte de en los funerales o en las últimas horas de un familiar es difícil escuchar una conversación que trate acerca de la muerte. No nos gusta, nos da miedo, nos paraliza, y curiosamente en vez de abocarnos a vivir cada instante de forma plena, esa angustia también nos coarta en la vida.
Tanto aprender a morir como ayudar a morir a nuestros seres queridos debería de ser incluso una asignatura del colegio para que ese momento sea menos traumático para nosotros
Tanto aprender a morir como ayudar a morir a nuestros seres queridos debería de ser incluso una asignatura del colegio para que ese momento sea menos traumático para nosotros. Mi madre se fue sin enterarse de que se marchaba, todo ocurrió muy rápido, pero pudimos despedirnos de ella en la UCI y decirle que la queríamos, le transmitimos tranquilidad y le hicimos sentir que estábamos con ella. Sus últimas horas fueron muy tristes para nosotros, pero estuvo sedada, rodeada de toda su familia y esa energía de amor y unidad se percibía en el ambiente. Sé que se marchó en paz y que no fue más traumático de lo inevitable. Cada caso es diferente. La excelsa y sabia siquiatra Elisabeth Kübler-Ross, que ayudó a tantas personas a realizar en paz ese tránsito, fue la primera en hablar de las cinco fases del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación y se producen siempre que padecemos una pérdida, pero el sufrimiento que conllevan es más leve y llevadero cuando somos capaces de mirar ese duelo a la cara.
¿Y por qué pensar en la muerte si nos pone tristes? En primer lugar porque cuanto más la tengamos presente menos tristeza nos causará, más naturalidad acabaremos dándole. En realidad, mucha responsabilidad de este enfoque la tienen las religiones judeocristianas, para las cuales no deja de ser un castigo divino y eso conlleva connotaciones negativas que hemos asumido la sociedad en su conjunto. En segundo lugar, porque tener presente la muerte nos debería conducir a amar más la vida tal y como es y no como nosotros queremos que sea. Todos tenemos la posibilidad de encontrar decenas de motivos en este mismo instante para saltar de entusiasmo, pero nos decantamos por desviar nuestra atención hacia aquello que nos falta, lo que nos gustaría tener, lo que tiene el vecino, lo que creemos que nos corresponde y se nos niega, en definitiva, perdemos el tiempo en no aceptar lo que tenemos, en no disfrutarlo.
¿Se han fijado en los comentarios de los tanatorios? «No somos nada», «a todos nos llega nuestra hora», «al menos, no ha sufrido», y a continuación, en la intimidad del entorno más cercano al difunto empezamos a conversar sobre la vida, nos sorprendemos de ver que lo que considerábamos unos días antes un problema ya no nos preocupa, incluso nos parece ridículo habernos enfadado por tamaña tontería...
¿Se han fijado en los comentarios de los tanatorios? «No somos nada», «a todos nos llega nuestra hora», «al menos, no ha sufrido», y a continuación, en la intimidad del entorno más cercano al difunto empezamos a conversar sobre la vida, nos sorprendemos de ver que lo que considerábamos unos días antes un problema ya no nos preocupa, incluso nos parece ridículo habernos enfadado por tamaña tontería, recordamos los momentos con esa persona y nos arrepentimos de no haber sido más abiertamente cariñosos con ella, de no haberles mostrado todo nuestro amor, creyendo que se sobreentendía sin necesidad de expresarlo con palabras a nuestra madre, nuestro primo, nuestro amigo… Luego pensamos que tenemos que cambiar y que vamos a ser distintos a partir de ese momento, pero solo nos dura unos días la idea, como cuando acabamos el año o empezamos la nueva temporada en el trabajo después de las vacaciones.
Imaginémonos que fuéramos capaces de conservar ese estado posterior al fallecimiento de un ser querido. Diríamos «te quiero» a los amigos sin necesidad de un motivo, abrazaríamos y besaríamos más, escucharíamos a quién quiere desahogarse con nosotros, dedicaríamos tiempo a lo que realmente nos apasiona y dejaríamos de atender esos pensamientos que tratan de autoboicotearnos mostrándonos todos nuestros defectos y carencias; elegiríamos reírnos más y llorar menos y hacerlo por aquello que realmente mereciera la pena y perdonaríamos a todos constantemente porque es la única manera de vivir en paz.
Mientras la sanidad avanza tanto que los servicios paliativos se han convertido en un enorme y a veces único desahogo para las personas que están a punto de marcharse, la sociedad sigue sin mirar a la cara a la muerte y asumir que todos tenemos el poder de hacerla más llevadera, que no se trata de no sufrir, ni de no llorar, ni de guardar nuestro dolor; más bien es al contrario, es preferible gritarlo, desgarrarnos si hace falta, porque es una pérdida siempre irreemplazable, pero aun así debemos saber que somos capaces de sobreponernos a ese pesar y sentir la tranquilidad de que hemos ayudado a ese tránsito, que hemos contribuido a aliviarle, a que acepte su marcha, que le hemos dado todo nuestro apoyo y amor. De este modo, también permitiremos que nuestro camino sea un poco más sencillo. Se trata, a fin de cuentas, de no dar la espalda a la muerte para aprender a degustar mejor los elixires de la vida.