La magia del cine se extingue

Blog - El ojo distraído - Jesús Toral - Viernes, 16 de Octubre de 2020
Indegranada

Ahora que el cine atraviesa otra época baja, que las grandes productoras anuncian continuos aplazamientos de sus estrenos más esperados, que incluso están optando por estrenar sus grandes títulos en plataformas, mediante un sistema de pago, que las salas están medio vacías por las medidas de seguridad de la Covid-19 y la pereza o el miedo de entrar a ver una película, que los actores más importantes tratan de adaptarse al mundo de la televisión y las series y que, en definitiva, esta pandemia está convirtiendo a esta, hasta ahora, potente industria en un sector en declive poco menos que obsoleto, siento la necesidad de hacer un ejercicio de introspección y recordar una de las historias más bonitas que me confesó un actor famoso, a modo de secreto, sobre su infancia.

Su padre trabajaba en una empresa, de operario y el niño no recordaba demasiadas conversaciones cotidianas con él ni gestos de cariño ni consejos sabios para guiarle por la vida, tuvo que madurar con rapidez y aprender a comer lo que quedaba en el frigorífico porque, al salir del trabajo, empalmaba una hora con otra en la barra de un bar

Según su relato, vivía en un pueblo únicamente con su padre, porque la madre había fallecido de cáncer cuando solo tenía siete años. Este niño, al que llamaré Hugo por mantener su anonimato, creció en el más absoluto desamparo. Su padre trabajaba en una empresa, de operario y el niño no recordaba demasiadas conversaciones cotidianas con él ni gestos de cariño ni consejos sabios para guiarle por la vida, tuvo que madurar con rapidez y aprender a comer lo que quedaba en el frigorífico porque, al salir del trabajo, empalmaba una hora con otra en la barra de un bar.

Al volver a casa, el pequeño, con unos doce años, permanecía encerrado en su habitación para hacer los deberes. Había desarrollado la capacidad de ocultarse en su concha con el fin de que ninguno de sus compañeros de clase se convirtiera en amigo, para no recibir invitaciones de visitas a casas ajenas que se vería obligado a responder con otras a su propia vivienda, y exponerse a la vergüenza de un padre alcohólico, violento, arisco, permanentemente enfadado y harto del mundo y de la vida.

La mayoría de las veces, el hombre solo asomaba al dormitorio de su hijo para soltarle cualquier bufido antes de marcharse al suyo propio a dormir, pero algunas noches, en las que aparecía más enfurecido de lo habitual, accedía directamente y encontraba cualquier excusa para agredir a Hugo

La mayoría de las veces, el hombre solo asomaba al dormitorio de su hijo para soltarle cualquier bufido antes de marcharse al suyo propio a dormir, pero algunas noches, en las que aparecía más enfurecido de lo habitual, accedía directamente y encontraba cualquier excusa para agredir a Hugo. Le pegaba con el cinturón en la espalda o le daba directamente con la mano. A veces quedaban marcas que trataba de disimular a través de alguna prenda de vestir y siempre se deshacía en amargas lágrimas bajo el consuelo complaciente de la almohada sobre su cabeza.

Jamás se planteó denunciar a su progenitor, era lo único que tenía y temía que la alternativa fuera peor que la pesadilla que vivía a punto de entrar en la adolescencia. Así que a la dureza de esa situación se le añadía el hecho de mantenerla en secreto ante el mundo entero.

En ocasiones, al salir del colegio corría extasiado hasta un bosque aledaño y animado por la soledad gritaba hasta quedar exhausto, como una forma de deshacerse de un dolor insoportable.

Cada pensamiento añadía un detalle a su desgracia y decidió que no estaba dispuesto a seguir así, que prefería morir que aguantar más aquella pesadilla

A los trece años, un día, su padre llegó acompañado de una mujer bastante joven, con un enorme escote y minifalda y le ordenó de malos modos que desapareciera durante un par de horas de la vivienda. Aterrado, él se apresuró a cobijarse junto a su cama cerrando la puerta con el pestillo que él mismo había colocado a sus espaldas. No sirvió de nada. El padre aporreó la madera hasta hacer que el cerrojo se rompiera y entró encolerizado y fuera de sí. Las patadas hicieron volar al pequeño, que lloraba impotente mientras soportaba como podía el dolor de los golpes por todo el cuerpo. Incluso la mujer recién llegada decidió intervenir al ver que su ira no menguaba gritándole que parara porque lo iba a matar. Finalmente, el chiquillo consiguió escabullirse de la casa y corrió y corrió hasta llegar al puerto marítimo, en pleno centro del pueblo. Se detuvo y odió a su padre por no cuidarle, por no comportarse como el resto de padres, y también odió a su madre por haberse marchado tan pronto y haberle dejado tan solo. Cada pensamiento añadía un detalle a su desgracia y decidió que no estaba dispuesto a seguir así, que prefería morir que aguantar más aquella pesadilla. Miró a la oscuridad del mar y empezó a presentir el agua engulléndole, la agradable sensación de ahogar toda esa rabia y esa angustia para siempre. Le pareció una idea reparadora y placentera. Solo tenía que dejarse llevar por el viento y entregarse a ese mar que le conocía desde que nació.

Y entonces escuchó una voz que llegaba desde la otra parte de la calle. Al principio le costó oírla y reconocerla, pero algo le incitó a girarse para ver a un compañero de clase en la puerta del cine

Y entonces escuchó una voz que llegaba desde la otra parte de la calle. Al principio le costó oírla y reconocerla, pero algo le incitó a girarse para ver a un compañero de clase en la puerta del cine.

      —¿Eres Hugo, verdad? Mira, mi padre es el que proyecta las películas y me ha dado dos entradas para ver ET, El extraterrestre. ¿Quieres venir? No me apetece ir solo.

Hugo quedó paralizado, sin saber qué hacer. De repente alguien le estaba proponiendo un plan distinto al suyo, le estaba tendiendo una mano. Su determinación era firme, pero también podía posponerla un rato. Al fin y al cabo jamás había entrado a una sala de cine así que aceptó y, al acceder, lo primero que percibió fue un placentero calor y un intenso olor a ambientador que le subyugó. Acompañado de su amigo, entró en el patio de butacas al tiempo que la gente se iba acomodando en sus sitios. La disposición de los asientos, con una ligera inclinación en el suelo, permitía la visibilidad de todo el auditorio. Su amigo le condujo hasta la mitad de las localidades centrales, el sitio desde el cual se vería mejor la película. Echó la vista a los lados y se topó con dos grupos de filas laterales, con menos plazas que la central, y una parte superior a la que se accedía desde otra puerta después de subir las escaleras y de cuya presencia se percató por las voces que llegaban desde allí.

La película dio comienzo y Hugo quedó impresionado de ver unos rostros tan enormes, unos paisajes tan nítidos y tan cercanos como si los tuviera delante. Podía imbuirse en la historia, transformarse en uno de los personajes principales y vivir todo aquello como si realmente, durante la proyección, fuera a él a quién le ocurrieran todas aquellas experiencias.

Resultó que su compañero de clase se convirtió en un amigo y en compañero de asiento de cada película que estrenaban en el cine del pueblo y para la que su padre le facilitaba entradas gratis

Al salir del cine, el pequeño seguía tan absorto con la vivencia que había olvidado la disparatada ocurrencia de deshacerse de sí mismo arrojándose al mar. Resultó que su compañero de clase se convirtió en un amigo y en compañero de asiento de cada película que estrenaban en el cine del pueblo y para la que su padre le facilitaba entradas gratis.

La gran pantalla le transportaba, le ayudaba a olvidarse de su mundo pequeño y soñar más grande, más alto, más imposible… y un día, Hugo dejó a su padre y el pueblo y decidió ir a Madrid a alcanzar la quimera: a formarse como actor. Necesitó alejarse durante unos años para desarrollar la capacidad de perdonar a su padre y comprender que era un enfermo más solitario aún que él y con ningún apoyo alrededor. Cuando estrenó su primera película en la pantalla grande, volvió a casa y se encontró a un hombre deteriorado y aparentemente alejado del consumo de alcohol que se arrodilló ante él para pedirle perdón por no haber estado a la altura de lo que se espera de un padre. Falleció un par de años más tarde de cirrosis.

Hugo, en cambio, desarrolló una carrera artística productiva, con importantes papeles en varias películas y series de televisión y nunca olvidó que el cine le salvó la vida cuando era un niño. Ese mismo cine que ahora está pidiendo nuestra mano para evitar que se convierta en un recuerdo del pasado.

Imagen de Jesús Toral

Nací en Ordizia (Guipúzcoa) porque allí emigraron mis padres desde Andalucía y después de colaborar con periódicos, radios y agencias vascas, me marché a la aventura, a Madrid. Estuve vinculado a revistas de informática y economía antes de aceptar el reto de ser redactor de informativos de Telecinco Granada. Pasé por Tesis y La Odisea del voluntariado, en Canal 2 Andalucía, volví a la capital de la Alhambra para trabajar en Mira Televisión, antes de regresar a Canal Sur Televisión (Andalucía Directo, Tiene arreglo, La Mañana tiene arreglo y A Diario).