La lujuria de la mente

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 19 de Mayo de 2019
'Las mujeres de Argel', Pablo Picasso (1955)
Museo del Prado
'Las mujeres de Argel', Pablo Picasso (1955)
'Todos los hombres por naturaleza desean saber'. Aristóteles, Metafísica.

La curiosidad no solo es la lujuria de la mente, como decía Hobbes, que desgranó en su Leviatán el egoísmo subyacente a la naturaleza humana, que tanto condiciona nuestra convivencia, sino que es el barómetro que mide el vigor de nuestra juventud, no en años reales, esos fardos con los que la arrogancia por controlar el tiempo pretende cargar la existencia sobre nuestros hombros, sino en la frescura y vigor de ese niño interior que nos despierta de la gris somnolencia de un mundo adulto, y nos ayuda a sentir cada pequeño estimulo que nos ofrece abrir los ojos de nuestra consciencia, y darnos cuenta de las maravillas que nos rodean. Azorín lo describía a la perfección al señalar que la vejez no es otra cosa sino la perdida de curiosidad. Todos los niños sienten curiosidad, que los adultos asesinamos cruelmente poco a poco, con nuestras rígidas normas, con nuestras extrañas constricciones a su imaginación, como si la frustración que al crecer mató las nuestras, encontrara alguna satisfacción al hacer lo mismo con aquellos en los que aún perdura con todo su vigor.

Todos los niños sienten curiosidad, que los adultos asesinamos cruelmente poco a poco, con nuestras rígidas normas, con nuestras extrañas constricciones a su imaginación, como si la frustración que al crecer mató las nuestras, encontrara alguna satisfacción al hacer lo mismo con aquellos en los que aún perdura con todo su vigor

A medida que crecemos, y nos integramos en las jerarquizadas estructuras de la vida adulta, en lugar de estimular la curiosidad en la escuela, la asesinamos acartonando las dúctiles mentes de nuestros niños con dosieres memorísticos que han de aprender sin ni siquiera saber por qué. En lugar de incitar la curiosidad en eso que pomposamente se llaman estudios superiores, la castigamos bajo una pedagogía interesada en domesticar la imaginación y ponerla al servicio del mercado de trabajo. Importa servir los intereses de las empresas, no los intereses de los seres humanos, que no, no tienden a coincidir, por mucho que insistan en ello. En lugar de aguijonear nuestra curiosidad en el trabajo, permitiendo que seamos curiosos, que nos cuestionemos las rutinas que lo adornan banalmente, que descubramos nuevos territorios, que innovemos, nos castigan por ello. En lugar de premiar a aquellos políticos que se pregunten los por qué de nuestros males, con la curiosa indagación que debe haber en cualquier búsqueda intelectual y práctica, castigamos a aquellos que no se someten al vacío de discursos aprendidos y repetidos en un círculo vicioso, sin ni siquiera preguntarnos si aún tiene algún sentido lo que predican. Vulgarizamos el amor, convirtiendo la curiosidad que despertó en nosotros conocer hasta el último detalle de esa persona que tanto nos atrajo, en la gris cotidianidad que supone renunciar a explorar nuevas fronteras. Nos conformamos con ir dejando que el amor muera poco a poco, embriagado de aburrimiento. Ni siquiera en el ocio exploramos nuestra natural curiosidad, dejándonos llevar por las mismas aburridas actividades que adormecen nuestros sentidos, en lugar de atrevernos a rasgar los velos de aquello que desconocemos, investigar, aprender, disfrutar con nuevas experiencias que exciten la lujuria de la imaginación, mil veces más estimulante para cualquier deseo, que la de la carne.

Nos conformamos con ir dejando que el amor muera poco a poco, embriagado de aburrimiento. Ni siquiera en el ocio exploramos nuestra natural curiosidad, dejándonos llevar por las mismas aburridas actividades que adormecen nuestros sentidos, en lugar de atrevernos a rasgar los velos de aquello que desconocemos, investigar, aprender, disfrutar con nuevas experiencias que exciten la lujuria de la imaginación, mil veces más estimulante para cualquier deseo, que la de la carne

Thomas Hobbes en su análisis de la naturaleza humana, en el capítulo sexto de la primera parte de su Leviatán, dedica una breve parte a analizar la curiosidad. Lo primero que hace es definirla como aquel deseo que nos lleva a la búsqueda de saber el porqué y el cómo de las cosas que suceden en el mundo. Un aspecto singulariza este deseo por encima de cualesquier otro que domine a los seres vivos, y es su peculiar anclaje a la naturaleza humana; Esa pasión no existe en ninguna otra criatura viviente, excepto en el hombre. De modo que el ser humano se distingue de los otros animales no solo porque posee razón, sino también por esta pasión singular. En los animales predomina el apetito por el alimento y por otros placeres de los sentidos, lo cual elimina en ellos el deseo de conocer las causas. Nuestro pensador continua su disquisición dejando claro que pocos placeres hay disponibles para el ser humano más satisfactorios que el derivado de satisfacer su curiosidad; es éste un deseo de la mente que, debido al constante placer que se deriva de la continua e infatigable generación de conocimientos, excede la poco duradera vehemencia de todo placer carnal. Hobbes va más allá, al conectar el terror, el pánico que nos embarga en determinadas ocasiones con la ignorancia de las causas de ese miedo. Tememos, precisamente, por no conocer su por qué.

Unos dos mil años antes, a otros tantos miles de kilómetros, un antecesor suyo en la búsqueda de la sabiduría, Aristóteles, ya nos había mostrado la importancia que tiene para nosotros mantener activa, bien alimentada, esa chispa intelectual que despierta nuestra natural curiosidad, pues al igual que para el estagirita hubo un Primer Motor que dio lugar a todo movimiento inercial de nuestro universo, sin ese ansia por la sabiduría,  sin esa curiosidad que nos impulsa a llenar con conocimientos tanta ignorancia, ante tantas causas que desconocemos de ese abrumador y maravilloso mundo que nos rodea, ni la ciencia, ni la filosofía existirían, y sin ellas, seriamos meros espectadores pasivos que sucumbirían abrumados por la ignorancia. Bien claro nos quedó con las enseñanzas de Sócrates que ignorar algo, y ser conscientes de que lo ignoramos, no solo no es  algo de lo que debamos avergonzarnos, sino que es el primer paso a la sabiduría, pues no podemos alcanzar un atisbo de virtud moral, ni un ápice de felicidad, sin esa búsqueda que rellene los huecos que atormentan nuestra existencia. Ese amor por el saber que dio nombre a la filosofía, y que heredaría la ciencia en su eterna búsqueda de respuesta y deseo de control al caos que nos rodea, tan necesitado de patrones causales que nos ayuden a entenderlo.

Ese siglo, que dio lugar al resurgir de la filosofía natural, que en siglos posteriores coronaría la curiosidad humana convirtiéndose en la ciencia de la física, que desgarra pedazo a pedazo el conocimiento de ese universo tan complejo en el que vivimos, y cuyas fronteras teóricas hoy día, entre la filosofía y la ciencia ponen a prueba el atrevimiento de la sabiduría humana

La inquietud que acompaña a nuestra curiosidad, la deja claro al inicio de su Metafísica Aristóteles con el aforismo con el que iniciamos este texto: Todos los hombres por naturaleza desean saber. Nada surge por generación espontánea, todo tiene una causa susceptible de ser encontrada si nuestra curiosidad persiste, pese a la complejidad caótica que nos rodea. Ética, política, biología, astronomía, matemáticas, lógica y lenguaje, nada escapaba a la curiosidad del maestro del precoz Alejandro Magno, porque no hay nada peor que esa manía de los tiempos modernos de encajonar nuestra curiosidad y compartimentarla, como si alguien que fuera un científico no pudiera dejarse llevar por la búsqueda que la filosofía hace más allá de sus fronteras, o un ingeniero que nos muestra sus habilidades técnicas no pudiera sucumbir a los encantos que la imaginación de un poema puede despertar en su ordenada mente. Samuel Johnson en el siglo XVIII, tiempo del despertar de la ciencia experimental, nos aleccionaba escribiendo que la curiosidad es una de las permanentes y seguras características de un intelecto vigoroso. Ese siglo, que dio lugar al resurgir de la filosofía natural, que en siglos posteriores coronaría la curiosidad humana convirtiéndose en la ciencia de la física, que desgarra pedazo a pedazo el conocimiento de ese universo tan complejo en el que vivimos, y cuyas fronteras teóricas hoy día, entre la filosofía y la ciencia ponen a prueba el atrevimiento de la sabiduría humana.
 

 Quizá, si aprendiéramos más a ayudar a cribar, con el filtro de la sabiduría, nuestro conocimiento, y menos a prohibirlo, el mundo sería un lugar un poquito mejor, con una convivencia un poquito más fácil

Diego de Saavedra, diplomático y escritor español del siglo XVII, nos dejó escritas algunas interesantes reflexiones sobre la curiosidad en sus ensayos políticos, entre ellos su Idea para un príncipe político cristiano, representada en cien empresas. Tratado con el que se negaba a aceptar el cinismo maquiavélico, que pretendía imponerse en la acción de los reinos europeos. Para nuestro compatriota la curiosidad se atreve más contra lo que se prohíbe. Una de las lecciones que no terminamos de aprender, a pesar de que solo hay que observarla en esos curiosos sin constricción, que son los niños. Basta con que se nos niegue la curiosidad de conocer algo que despierta nuestra inquietud, para que se incremente el hambre por satisfacer nuestra curiosidad. Quizá, si aprendiéramos más a ayudar a cribar, con el filtro de la sabiduría, nuestro conocimiento, y menos a prohibirlo, el mundo sería un lugar un poquito mejor, con una convivencia un poquito más fácil. Cierto es, todo hay que decirlo , que no todos los pensadores y filósofos han estado de acuerdo con esta premisa, el pesimista Blaise Pascal, abrumado por un mundo que se le antojaba terriblemente hostil, desconfiaba enormemente de la curiosidad; una de las principales enfermedades del hombre es su inquieta curiosidad por conocer lo que no puede llegar a saber. Lo que podemos reprocharle a nuestro atormentado sabio francés es que; ¿quién dice que hay cosas que no podemos llegar a saber? esa inquieta curiosidad, a pesar de las dificultades, es la que siempre nos ha impulsado a superar límites que creíamos imposibles. Sin ella la libertad se hubiera quedado en un sueño fallido de nuestra imaginación. Esos grandes avances de hombres y mujeres que no se dejaron amedrentar, ni acallar su curiosidad, se deben a que a pesar de que en muchos casos les llamaron locos, los quemaron o los torturaron, supieron mantener viva su llama. El filósofo italiano Giambattista Vico decía que la curiosidad es hija de la ignorancia y madre de la ciencia, y así es, asumir nuestra ignorancia, despertará nuestra curiosidad, y con ella, no hay límites a lo que podamos conseguir ni descubrir, con constancia y sabiduría.  

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”