La crónica inédita

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 14 de Mayo de 2015

A lo largo de mi vida profesional he tenido la fortuna de hacer muchas crónicas de conciertos. Sin embargo, en ocasiones me he quedado con las ganas, ya fuera porque eran bolos que vi lejos de lo que ahora los inventores de palabros llamarían mi “ámbito competencial” o porque, sencillamente, no tenía sitio donde publicarlas.

A este último grupo pertenece la que ahora reproduzco. El más que notable concierto que dio Richard Hawley en Málaga en septiembre de 2012 (o quizás en octubre, eso no lo recuerdo bien) me sugirió tantas cosas que me dio mucha rabia encontrarme en paro y no plasmar todas esas sensaciones por escrito.

“Escribe una crónica aunque sea para ti, para mí, para mandársela a quienes te dé la gana”, me sugirió Belén cuando le comenté mi frustración. Le hice caso y de paso también se lo hice a Vladimir Voinovich, que dejó escrito lo siguiente: “Hay personas que sólo necesitan escribir. Y lo que pase luego con lo que escriben les trae completamente sin cuidado”

Pues mira por dónde, esa crónica que tan molona me quedó (al carajo la falsa modestia) van a verla ahora más personas. Con lo cual le quito la razón a Voinovich: sí que me apetece que la lea más gente. 

Sin más, ahí la dejo:

Miró la cartulina que portaban varios asistentes y en la que se leía "Richard es Dios" y, tirando de humor inglés, dijo: "Creo que el Papa no estará de acuerdo". Segundos después, ya en serio, añadió que él tampoco lo estaba.

No, Richard Hawley no es Dios. Pero sí es otras muchas cosas: un cantante con una evidente capacidad para emocionar, un guitarrista notable y, por encima de esas dos cosas, alguien que puede presumir de honestidad. 

Que fue lo que hizo en el teatro Edgar Neville de Málaga, en un ambiente sofocante que no tuvo su origen en la aglomeración de público (apenas se superaron los 200 espectadores) sino en el mal acondicionamiento del aire.

Durante una hora y cincuenta minutos, Hawley y su más que solvente banda repasaron un cancionero que a estas alturas, con seis discos a sus espaldas, ya tiene entidad como para que del mismo se pueda discriminar el grano de la paja. Puestos a elegir, se decantó por los de su último álbum, 'Standing at the sky´s edge' y del anterior, 'Truelove´s gutter', dejando casi completamente de lado el 'Lady´s bridge', del que sólo rescató la obligatoria 'Tonight the streets are ours' y el 'Cole´s corner' que le encumbró en 2005 y que provocó una de las anécdotas más sensibles del insensible mundo del pop: ese año, el premio al disco del año de la industria británica se lo llevaron los Arctic Monkeys y, cuando salieron a recogerlo, lo primero que dijeron fue que en la sala se había cometido un atraco, que habían robado a Richard Hawley porque el galardón tenía su nombre. En directo, el aliento de su último trabajo envuelve el resto del repertorio. Las guitarras saturadas y la distorsión se convierten en un elemento en el paisaje casi tan fundamental como la voz profunda del artista, y la novedad se agradece porque denota, como los olvidos nada involuntarios de canciones antiguas, que el protagonista de la velada no es hombre que quiera vivir de lo ya conseguido, que por el contrario pretende demostrar que su carrera es de largo recorrido.

Eso es loable, pero el mejor Hawley, no obstante, sigue siendo el que remite a la ortodoxia. O al clasicismo, si se prefiere. El que toca un acorde que lleva al espectador a pensar cuál debe ser el siguiente y a asentir con la cabeza cuando lo escucha, porque eso es exactamente lo que pega ahí. A lo mejor porque es lo de toda la vida, pero hay que saber hacerlo, y él sabe cómo. Sabe cómo hacer canciones que gustan ahora y seguirán gustando dentro de treinta años, ahí es nada.

El mensaje es ése, que la canción es lo que importa y que todo lo demás es secundario. El camino fácil es invitar al público a tocar las palmas, recurrir a juegos de artificio, a luces que se encienden y se apagan. Él escoge el difícil: llegar al alma del público prescindiendo de todo eso. Tiene mérito que un tipo tan sobrio y con tan poco glamour consiga el respetuoso y total silencio de la sala cada vez que se lo propone. Eso sólo está al alcance de los grandes.

Como el concierto perfecto es el que está por llegar, hay que decir que sobraron cosas: algunos temas se alargaron más de la cuenta y sobraron momentos experimentales, aunque tampoco muchos. Pecados veniales que se le pueden perdonar perfectamente a un señor que no los ha cometido para impresionar, sino porque así le dictó su conciencia que actuara. Al menos si dijo de corazón, como pareció, que intenta cumplir día a día la máxima de su padre, que debe estar muy mayor pero aún trabaja: sé fiel a ti mismo, nunca te dejes comprar.

No podía ser otro el final. 'The Ocean', incomparable (¿incomprable?) y eterna, cerró el concierto. Todos la esperaban y a nadie decepcionó.Es imposible, se parece mucho a la canción perfecta. Es tan extraordinaria que nadie quiere que se acabe, y el primero el mismo Hawley, que la alargó hasta lo indecible, secundado en el escenario por cuatro tipos normales y corrientes, tan honestos, sinceros y profesionales como él, y abajo por un público entregado por completo.

"Gracias de todo corazón, mantened la fe", se despidió el líder tras la última nota, cuando todo estaba envuelto en las mejores esencias.

No, no es Dios. Pero se agradece que sea alguien como él quien te hable de fe.

 

 

Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).