El karma y el infantilismo moral

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 22 de Julio de 2018
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Ley del karma: cosechamos lo que sembramos.

La verdad es que no, no cosechamos lo que sembramos, ya nos gustaría, al menos a los que procuramos comportarnos con cierta decencia y generosidad con los demás. La justicia, en sentido moral, comportarnos justamente con los demás, rara vez nos recompensa recíprocamente. El bien que hagamos,  rara vez se nos retribuye con un bien equivalente. Cuando alguien se comporta  injustamente, aprovechándose de los demás, rara vez se le retribuye con la misma moneda, por mucho que innumerables refranes nos animen a tener paciencia y esperar la caída del malvado. En la mayoría de las ocasiones sucede más bien lo contrario, el buen comportamiento o bien pasa inadvertido, o es castigado por el egoísmo de aquellos a los que les importa bien poco la generosidad, y la dignidad de tener conciencia, y ponen por encima de todo su propio ego. Y el malvado, por el contrario, suele poner bien conservada en almíbar su conciencia, si la tuviera, siempre que su comportamiento le beneficie personalmente.

Cuando alguien se comporta  injustamente, aprovechándose de los demás, rara vez se le retribuye con la misma moneda, por mucho que innumerables refranes nos animen a tener paciencia y esperar la caída del malvado. En la mayoría de las ocasiones sucede más bien lo contrario, el buen comportamiento o bien pasa inadvertido, o es castigado por el egoísmo de aquellos a los que les importa bien poco la generosidad, y la dignidad de tener conciencia, y ponen por encima de todo su propio ego

Reconozcámoslo, el ser humano tiene una infumable tendencia a lo naíf en términos morales, que da un poco de grima.  Una especie de infantilismo moral que se encuentra multiplicado por mil, en la era de la comunicación y paraíso de la desinformación en la que vivimos, en memes, gifs y  otras estulticias modernas que saturan las redes sociales y hacen las delicias de aprendices de Coelho, súper vitaminados con un exceso de cafeína matutina. Ese infantilismo moral se resume en un principio básico; si nos portamos bien esperamos que haya una recompensa por ello, como si fuéramos niños que tan solo son capaces de comportarse con cierto decoro y generosidad cuando la ocasión lo requiere, siempre que a escondidas se les recompense con juguetes, caramelos, o mejor aún, ambas cosas.

Es imposible que abras Facebook, o cualquier red social, sin que te encuentres con que algún optimista ser humano haga referencias a las leyes del karma, como si un mantra tan absurdo se fuera a hacer realidad con decirlo. Más allá de la impostura de heredar un milenario concepto de religiones orientales y occidentalizarlo de manera banal, tampoco podemos extrañarnos del absurdo, en una sociedad como la española dispuesta a dar condecoraciones a vírgenes diversas (de las religiosas no de las otras), nombrarlas alcaldesas perpetuas de sus municipios, o  creer que por compartir la imagen de no sé qué santo o santa, tus arcas se llenarán de dinero, en el más egoísta de los casos, o tendrás salud, en la no menos egoísta, pero más inteligente de las opciones.

La famosa ley del karma viene a decirnos, en mil retoricas formulaciones, que cosechamos lo que sembramos; que o bien en este mundo, preferentemente, o en la siguiente reencarnación, si crees en ella y tienes mucha paciencia, comportarnos bien, ser generosos,  tratar al otro como te gustaría que te trataran a ti, tiene una recompensa porque algún dios, o el propio universo, cosmos o cualquier ente que se te ocurra te recompensará por ello y equilibrará la balanza. Tal justificación, que pretende motivar nuestro comportamiento moral ha llegado, es el capitalismo, tampoco hay que extrañarse, a  servir como argumento para la venta de coches; no recuerdo qué anuncio de coche en concreto, porque todos me parecen iguales, los coches, no los anuncios, el caso es que un padre va con su hija, siendo generoso y educado en su conducción, respetando las normas de circulación, sin prisas, gritos, ni convertirse en ese energúmeno en el que se transforman maravillosas personas en cuanto cogen un volante. La niña se lo recrimina, pero al final, se muestra que el karma funciona, y el padre es tratado con reciproco respeto. Lección moral aprendida para la niña, y coche vendido, que tampoco seamos ingenuos, es lo más importante. Lástima que la realidad sea bien distinta.

Es imposible que abras Facebook, o cualquier red social, sin que te encuentres con que algún optimista ser humano haga referencias a las leyes del karma, como si un mantra tan absurdo se fuera a hacer realidad con decirlo

Recordaba ese anuncio el otro día, cuando en uno de esos momentos de debilidad que uno tiene de vez en cuando, en los que cree que por respetar tú las normas y comportante con generosidad, los demás harán lo mismo contigo, me disponía a cruzar un paso de peatones, sin semáforo, cuando observé que se acercaba una furgoneta. Como había distancia suficiente para que frenara y me cediera el paso, algo que  se supone debería hacer, miré al conductor para que se diera cuenta de mi presencia, nunca está de más ser precavido, me miró, y  me disponía a cruzar el paso, cuando el conductor de la furgoneta, seguramente asustado por perder dos segundos de su valioso tiempo, aceleró. Mi perplejidad aumentó, cuando alzó su mano disculpándose por su comportamiento. No sé de qué me hubiera servido su disculpa si me hubiera atropellado, y él  hubiera perdido algo más que dos segundos de su precioso tiempo, y yo algo más que la dignidad moral, el caso es que no pude dejar de sonreír y pensar en la paradoja del infantilismo moral del ser humano, capaz de lo  mejor, y de lo peor, a veces en la misma persona. Si el karma hubiera funcionado, seguramente su furgoneta se hubiera estropeado o pinchado una rueda, o algo similar, y hubiera perdido algo de tiempo tras tal vil acción, pero se ve que el cosmos y yo no estamos en los mejores términos.

La idea de una recompensa a nuestra moralidad no es de ahora, probablemente viene de la época en la que empezamos a desarrollar una sociedad y acostumbrarnos a tener que vivir unos con otros. La religión siempre se ha basado en el binomio recompensa/ castigo, si te comportas según sus preceptos morales ( que en ocasiones y no pocas son los más inmorales de los preceptos), recibirás la recompensa, no ya en esta vida, que estás para sufrir, enriquecer a unos pocos, y ser continuamente machacado, pero irás al cielo. Si por el contrario no les sigues el juego al dogma, probablemente irás al infierno, si te masturbas demasiado o te gusta el sexo más allá de la procreación,  si eres una manzana y quieres estar con otra, en lugar de con una pera, como el famoso ejemplo de la ínclita ex alcaldesa madrileña Ana Botella al criticar el matrimonio entre personas del mismo sexo, o la adopción,  o mil ridículos dogmas presuntamente morales más, serás castigado tras tu placentera y pecaminosa vida.

La idea de una recompensa a nuestra moralidad no es de ahora, probablemente viene de la época en la que empezamos a desarrollar una sociedad y acostumbrarnos a tener que vivir unos con otros

El ínclito Kant era muy consciente de que una ética que se preciara no podía sostenerse en el binomio recompensa/castigo, sus fundamentos deberían ser autónomos, y nuestro comportamiento moral no regirse por esperanzas de que causar el bien, repercutiría en un bien reciproco con el que los demás nos recompensarían. Kant trata de responder en sus obras a tres preguntas básicas: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? A nosotros nos preocupa las más moral de las preguntas; ¿Qué debo hacer?: El sesudo pensador alemán creía que todo ser humano puede encontrar dentro de sí una serie de reglas que hemos de cumplir, en nuestro comportamiento, más allá de nuestras inclinaciones naturales o deseos. Mandatos incondicionales, lo que él llamaba imperativos categóricos. Por ejemplo: ¡haz el bien!, di siempre la verdad, cumple tus promesas, etc. Son incondicionales porque no son un medio para un fin, no pretenden lograr nada. Se trata de actuar así porque es lo correcto, tu deber, y porque estos imperativos están al servicio de un valor absoluto; las personas y su dignidad. Uno de sus enunciados posibles de ese mandato moral, que encontramos en nuestro interior, sería: “Obra solo según la máxima a través de la cual puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal”.  Ese obrar implica que has de ser bueno y justo con los demás, porque es lo que querrías que todos hicieran, para maximizar las posibilidades de que todo el mundo pudiera ser feliz. Pero, ¿qué garantiza que eso sucederá?

El infantilismo moral del que no nos hemos desprendido en todos los milenios de civilización, se  expresa en ese regateo de la decencia moral, siempre esperando a cambio algún premio, cuando si algo no tiene precio es la dignidad, comportarse conforme al deber moral, respetando tu concepción de la justicia, la libertad ajena tanto como la propia, y eligiendo la solidaridad por encima de tu innato egoísmo

La respuesta la encontramos en su tercera pregunta: ¿Qué me cabe esperar?, que es la que Kant responde de forma más tramposa, ya que exige algo contrario a todo lo que había venido defendiendo hasta entonces, ese rigor en el conocimiento y en la moral. Nos pide un salto de fe. Dios, la  inmortalidad y la libertad no son demostrables teóricamente, a través de la razón. Son postulados; es decir hipótesis que la razón práctica exige para la acción moral. La esperanza de una vida después de la muerte o la existencia de un Dios que garantice la justicia frente a las injusticias sufridas en la vida, es una exigencia práctica, para seguir viviendo, podríamos decir. Para Kant si Dios existe, podrá hacerse realidad el bien supremo de que las personas buenas alcancen la felicidad que se merecen en la promesa de que se impartirá justicia en esa vida inmortal que nos espera en el cielo, paraíso o lo que sea. Vuelta al karma, o algo similar, en el más riguroso de los filósofos. Nuestro pensador se sacó ese as de la manga por un motivo muy sencillo, el infantilismo moral que sigue impregnando nuestras acciones morales, nuestra ética. Kant pensaba que esa zanahoria era necesaria para que poco a poco, políticamente, fuéramos reformando nuestra sociedad y alcanzando mayores niveles de justicia recíproca, y nadie acabara primando su egoísmo sobre la generosidad social.

El infantilismo moral del que no nos hemos desprendido en todos los milenios de civilización, se  expresa en ese regateo de la decencia moral, siempre esperando a cambio algún premio, cuando si algo no tiene precio es la dignidad, comportarse conforme al deber moral, respetando tu concepción de la justicia, la libertad ajena tanto como la propia, y eligiendo la solidaridad por encima de tu innato egoísmo. Cierto que el karma no existe, y que lo más probable es que comportarte con dignidad moral más probablemente te aleje del éxito, y te acerque al fracaso, te produzca más decepciones que alegrías te dé, dado el circo lleno de pirañas hambrientas de poder en el que se ha convertido la competición por prosperar en nuestra sociedad, pero si necesitas un consuelo, sí hay una máxima moral que se dará; tu comportamiento moral rara vez te beneficiara a nivel individual, pero sí el valor moral y la justicia  de la sociedad en la que vives. Se trata de ser mejor persona, no para que los demás lo sean contigo, sino para que algún día nosotros y nosotras sea el pronombre que nos defina, no el solitario y egoísta yo, yo mismo, yo solo, yo misma, yo sola.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”