De juicios y prejuicios
Cuando alguien asegura que no tiene prejuicios es muy probable que no diga la verdad. Todos, desde que nacemos, recibimos consejos, valoraciones, ayuda para considerar qué es bueno y qué es malo y, además, nos congratulamos de pertenecer a un grupo: hombres, mujeres, ricos, pobres, analfabetos, cultos, inteligentes, desfavorecidos, españoles, vascos, europeos…La unidad alrededor de ese conjunto parece que nos concede cierto grado de identidad y nos vincula al clan como si fuéramos todos para uno. Y en parte es bueno, porque fomenta la solidaridad con el grupo, el problema viene cuando tratamos de menospreciar al que tenemos enfrente.
Hace unos días un amigo soltó en mitad de una conversación una de esas frases lapidarias que autodefinen a quien las pronuncia: “Yo no soy racista, pero no puedo entender que desde las instituciones se les ayude tanto a los inmigrantes y se abandone a su suerte a los españoles más desfavorecidos”. Verán, ya me aburre discutir sobre temas que yo tengo muy claros y que solo sirven para enfrascarme en diálogos de besugos con mis amigos. Solo diré una cosa al respecto a quienes piensan como él: pese a estar en continuo contacto con ONGs y personas relacionadas con asuntos sociales no conozco a un inmigrante que reciba más dinero que un español sin recursos, pero, si es así, ¿por qué nadie se cambiaría por uno de ellos?
No conozco a un inmigrante que reciba más dinero que un español sin recursos, pero, si es así, ¿por qué nadie se cambiaría por uno de ellos?
En fin, sé que este es otro debate en el que solo me pondría de acuerdo con una mitad de la población, no con la otra, así que lo dejaré aparcado. Y es que lo que me interesa de la frase pronunciada por mi amigo es el hecho de que empezara considerando que no era racista para soltar uno de esos tópicos que tanto daño hacen a los extranjeros que llegan sin recursos, ni familia, ni amigos ni posibilidades económicas, arriesgando su vida en ello.
Hay un tipo de prejuicios hostiles, que son tan evidentes que casi nadie osa recurrir a ellos: “Los negros son inferiores a los blancos”, “las mujeres no saben de mecánica”, “los parados no quieren trabajar”, “los ricos se merecen más que los pobres”, “los españoles somos mejores que los franceses”. Es cierto que afirmaciones como estas se escuchan aún por lo bajini ocasionalmente, pero por fortuna cada vez es menos habitual.
En cambio, hay otros prejuicios aparentemente benévolos, que dan la impresión de ir con buena intención y no sirven más que para perpetuar una situación de desigualdad: “Las mujeres cuidan mejor a los hijos que nosotros”, “los gays son más sensibles”, “los negros están más capacitados para el trabajo duro”. Aunque en apariencia estas afirmaciones parecen ensalzar los rasgos de aquellos a los que se dirigen, en realidad, lo que están haciendo es justificar la distinción del resto; o sea, en estos tres casos, si las mujeres, los gays y los negros son mejores en esos campos a los que se alude, es comprensible que se dediquen a ellos y dejen el resto de actividades para los hombres, los heterosexuales o los blancos.
Lo cierto es siempre que alguien comienza una frase con la afirmación de que no tiene un prejuicio y a continuación expone su pero…todo lo que va detrás no es más que ese mismo prejuicio, con mayor virulencia si cabe y más peligroso
Lo cierto es siempre que alguien comienza una frase con la afirmación de que no tiene un prejuicio y a continuación expone su pero…todo lo que va detrás no es más que ese mismo prejuicio, con mayor virulencia si cabe y más peligroso, porque es más sibilino, va envuelto en papel de celofán y no es más que un caramelo envenenado.
Hay experimentos que demuestran que cuando formamos parte de un grupo, en un aula, por ejemplo, y nos dividen en dos a través de un método tan aleatorio como tirar una moneda al aire y elegir entre cara y cruz, desde ese mismo instante ya empezamos a ver coincidencias con nuestro grupo y divergencias con el otro. Se desarrolla una inmediata simpatía hacia el nuestro y una evidente acritud hacia el del frente.
¿Y qué podemos hacer? Está claro que hemos crecido en una sociedad machista, racista, xenófoba, homófoba y clasista, así que de alguna manera todos estamos metidos en la tela de araña que nos empuja a encontrar similitudes entre nosotros y los demás y considerar que lo desconocido, los del grupo que no es el nuestro, siempre son peores.
Al fin y al cabo, no es cierto que las personas no cambiemos. Todos lo hacemos varias veces al día: variamos de opiniones, de valoraciones, de juicios, de formas de actuar…así que, ¿por qué no vamos a poder también reducir nuestros prejuicios o incluso hacerlos desaparecer?
Lo primero que deberíamos hacer si quisiéramos liberarnos de esos prejuicios sería observarnos, investigar nuestras actitudes, nuestras fobias y filias, nuestros gustos y disgustos, y a partir de ahí considerar dónde están localizados. No es posible cambiar aquello que no vemos en nosotros. Tal vez parezca una ardua labor, pero es muy útil analizar los motivos por los que albergamos esos prejuicios. Muchas veces serán heredados de nuestro entorno o familia, otras veces, tal vez sea porque nos haya pasado algo que hemos interpretado como malo con ese grupo social y lo hemos generalizado y, quizá, en alguna ocasión, sea simplemente por escondernos tras un personaje creado por nosotros para agradar a quienes tenemos a nuestro lado.
Al fin y al cabo, no es cierto que las personas no cambiemos. Todos lo hacemos varias veces al día: variamos de opiniones, de valoraciones, de juicios, de formas de actuar…así que, ¿por qué no vamos a poder también reducir nuestros prejuicios o incluso hacerlos desaparecer?
Os invito a intentarlo, no porque tener prejuicios os convierta en peores personas sino porque os hace más infelices. Y si alguna vez estáis a punto de poner un pero detrás de una frase en la que hayáis reconocido vuestra falta de prejuicios, pensáoslo dos veces porque con toda seguridad estaréis contribuyendo a extender la desigualdad en el mundo.