Demasiadas opciones de “izquierdas” se están fraguando o se han fraguado en nuestro país, últimamente, seguramente fruto de la complejidad de la sociedad global y de las dificultades de ofrecer una alternativa política solvente a la crisis económica, política y de valores que vivimos. Y lo más curioso, opino yo, es que todas compiten por situarse un palmo más a la izquierda del PSOE, en lo que parece una carrera por llegar a la situación de que cada votante de izquierdas tenga un partido al que votar. Eso sí, ajustado milimétricamente a su propia y personal manera de pensar y actuar. 

La derecha nunca ha tenido estos problemas, le resulta mucho más fácil aglutinar a todo (o casi) su electorado en una única opción, en la que conviven las diversas sensibilidades. Pero la izquierda no funciona así; por suerte existen las diferencias de criterio o de oportunidad; los matices ideológicos o la interpretación de los mismos; el debate sobre la priorización de la administración del presente o el diseño del futuro, sobre la base de lo hecho o dejado de hacer en el pasado. En definitiva, en la izquierda política, prima la pluralidad sobre la uniformidad, el matiz sobre el dogma y el debate sobre la sumisión. Y eso es bueno, sano e inteligente, además de democrático.

Aunque puede, también, no ser lo más adecuado para obtener la victoria electoral y ejercer el gobierno, sobre la base de ser la referencia mayoritaria de los valores y principios de la sociedad. Respeto y defiendo el pluralismo político, también dentro de la izquierda; reivindico el debate y el contraste como mejor fórmula para avanzar en la conformación de posiciones políticas. Pero también planteo si, de una vez, no habrá llegado el momento de que la izquierda política deje de preguntarse sobre cómo alcanza la perfección teórica de su ideario, y responda sobre cómo encauza, incluso imperfectamente, la transformación de la sociedad en la que actúa.