'La importancia de no verlo claro'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 26 de Diciembre de 2021
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 'El método de afirmar o postular lo que necesitamos tiene muchas ventajas; las mismas que tiene el robo en relación con el trabajo honrado'. Bertrand Russell

No es fácil argumentar que una idea o un postulado que parece evidente no lo es tanto. En una  sociedad, una política y una moral acostumbradas a simplificar los debates, al negro y blanco, a ver cómo explicas que no verlo claro no solo no es un vicio sino que es una virtud.  Parece evidente que lo mejor es tenerlo claro, en la vida, en las relaciones, en la política, en lo profesional, hasta con el aburrimiento. Pero no. Tenerlo claro a veces es una virtud, sin duda, pero en otras tantas ocasiones es un síntoma de soberbia, de ignorancia, o de estupidez, hay donde elegir. Como denunciaba el sabio filósofo británico Bertrand Russell, es mucho más sencillo aparentar claridad y afirmar no tener dudas, pero la realidad es que la mayoría de las veces nos engañamos a nosotros mismos, o pretendemos engañar a los demás con esas presunciones, y nuestros actos tarde o temprano terminan volviéndose en contra nuestra. Y no es honrado. Ni para nosotros mismos, ni para aquellos que dependan de nosotros.

Desgraciadamente, la transparencia parece fuera de lugar en la política. Igual sucede con tantos otros ámbitos de la vida donde te piden seguridad en tus acciones, aunque no sepas  realmente ni dónde vas, ni porqué

El problema viene de lejos, de la manera en la que simplificamos los debates, y los sesgos biológicos y sociológicos que nos atolondran. Si un político aparenta mínimamente no tener algo claro, nos lanzamos hacía su cuello como si no valiera para el puesto, como si tener dudas antes de tomar una decisión no fuera lo más inteligente para alguien con responsabilidades. Desgraciadamente, la transparencia parece fuera de lugar en la política. Igual sucede con tantos otros ámbitos de la vida donde te piden seguridad en tus acciones, aunque no sepas  realmente ni dónde vas, ni porqué. Reivindicar un poco el desconcierto de la vida, sin exagerar, es un ejercicio mucho más sano de lo que parece.

La ciencia no produce certezas absolutas, pero no cabe duda que sus certezas son mucho más sólidas que aquellas que proceden de la superstición o de la mera opinión

En un escrito que tiene considerables décadas, titulado ¿Por qué filosofía? el filósofo español Xavier Rubert de Ventós reivindica el papel de la filosofía con un antiguo proverbio chino: Quien todo lo entiende…es que está mal informado. Y así es. En su momento hablamos de cómo destrozaron a Fernando Simón por manifestar los límites de su conocimiento en plena pandemia, titubear, equivocarse, dudar. Todos quisiéramos que la ciencia nos proporcionara certezas absolutas, pero eso mejor dejarlo a aquellos que tienen fe, a las iglesias que creen  en un Dios omnipotente que habla exclusivamente por la boca de sus dirigentes, o a aquellos suficientemente ingenuos para preferir que les mientan dándoles una falsa seguridad,  antes que inquietarles con las perturbadoras dudas que acompañan la sabiduría. La ciencia no produce certezas absolutas, pero no cabe duda que sus certezas son mucho más sólidas que aquellas que proceden de la superstición o de la mera opinión. Y esto es así, porque  tanto un buen científico, como un buen político, son tan buenos en sus ámbitos  como su capacidad para asumir la fragilidad de sus conocimientos.

La desconfianza es un buen lugar donde comenzar, siempre que no termines hundiéndote en ella permanentemente, o utilizándola como excusa para no confiar en nadie salvo en tus propias paranoias

La desconfianza es un buen lugar donde comenzar, siempre que no termines hundiéndote en ella permanentemente, o utilizándola como excusa para no confiar en nadie salvo en tus propias paranoias. La necesidad de verlo claro es atávica. El ser humano primitivo no tenía otra manera de sobrevivir a un medio ambiente tan hostil para su vida como la cafeína lo es para el sueño. Probablemente más. El problema es no aceptar, por ejemplo, que no todo tiene una explicación lógica, no porque haya fuerzas desconocidas que nos manejen a su antojo, sino porque por un lado el azar juega un papel, y por otro la realidad es suficientemente compleja como para no poder saber las causas de todo lo que nos sucede. Evitar convertir en una obsesión la búsqueda de causas para todo es un buen lugar donde seguir, tras la desconfianza previa. La epidemia de conspiranoia que acompaña a la real del Covid no es sino una muestra más de la búsqueda de causas, por estrambóticas que sean, a algo que nos está devastando. Incluso apostando por su no existencia, como la del niño que cierra los ojos, como si eso provocara que lo que tiene delante y tanto miedo le da, pudiera dejar de existir.

Se trata de aspirar a ver más allá, o incluso asumir que quizá debamos ver menos, porque no hay manera de diluir las tinieblas que nos ocultan ese conocimiento, y que esa desazón no va a desaparecer con una apariencia de certeza

La necesidad de ponerle punto sobre las íes a todo viene en gran parte de nuestra incapacidad para gestionar los miedos a lo que no podemos controlar. Lo atávico permanece en nosotros, aunque asume neurosis mucho más contemporáneas. La búsqueda del conocimiento es sabia si acepta ese miedo, y si comenzamos por respetar filosóficamente la famosa frase de Sócrates solo sé que no sé nada. Al menos para comenzar. La ciencia nos ofrece certezas, que no necesariamente claridad total, el arte placer estético, el amor o la religión consuelo, según cada cual y sus necesidades, pero sin renunciar a ninguna de estas disciplinas siempre es bueno dejar un hueco para la filosofía que asume la inquietud como un estado natural del ser humano. La actitud correcta es la del niño que pregunta todo sobre todo hasta que el adulto harto de no saber las respuestas ejerce su autoridad para acallar tanta pregunta. Ese adulto quizá, en lugar de presumir o inventar respuestas, debiera enseñarle al niño que no siempre podemos responder a todo, lo que no implica renunciar a seguir buscando respuestas.  La actitud filosófica es aquella que nos anima a no conformarnos con ver tan solo aquello que queremos ver, porque es lo que confirma nuestros deseos, o nos viene bien para nuestros objetivos. Se trata de aspirar a ver más allá, o incluso asumir que quizá debamos ver menos, porque no hay manera de diluir las tinieblas que nos ocultan ese conocimiento, y que esa desazón no va a desaparecer con una apariencia de certeza. En todo caso la ocultaremos, pero tarde o temprano volverá para acecharnos. Rubert de Ventós habla de conseguir una virtud, un hábito, construir una ignorancia ilustrada inasequibles al desconcierto que nos produce la realidad y sus derivadas circunstancias.

Nuestras expectativas determinan en demasía el resultado de nuestras resoluciones. No es esperable en la vida común el grado de objetividad que podemos obtener en los experimentos científicos, y aceptarlo es un paso más que necesario

No es un ejercicio fácil tratar de deshacerse de los marcos mentales, dependientes de nuestra educación, ideología, cultura, sociedad o manías personales, que también influyen, que determinan la manera de buscar conocimientos, y así cuando encontramos algo distorsionarlo para que se adapte a nuestros esquemas. Vemos lo que queremos ver en demasiadas ocasiones. Solo hace falta preguntar a un par de aficionados de futbol de equipos rivales sobre la misma jugada, y como ambos diferirán, aunque juren ser objetivos, sobre una polémica. Nuestras expectativas determinan en demasía el resultado de nuestras resoluciones. No es esperable en la vida común el grado de objetividad que podemos obtener en los experimentos científicos, y aceptarlo es un paso más que necesario.

La necesidad de tenerlo claro, aunque todo esté oscuro, es comprensible, pero no podemos quedarnos en esa necesidad

La necesidad de tenerlo claro, aunque todo esté oscuro, es comprensible, pero no podemos quedarnos en esa necesidad. Es cierto que sin ese anclaje de certezas, aunque sean en su mayoría discutibles, tendríamos serios problemas de integración social. La inquietud de la duda tampoco debe convertirnos en misántropos que desconfían de todo ser humano que se le acerca. Ese extremo no es una opción, pero tampoco el contrario. La actitud abierta y tolerante de estar dispuesto a dudar de nuestro propio esquema mental, de poner en cuestión nuestras creencias y valores, al admitir la bondad de no tener las cosas claras, solo puede ejercer una función diurética que viene bien para purgar nuestra racionalidad, y sobre todo nuestras emociones, de lodos que envenenan nuestro conocimiento.

La importancia de no tenerlo claro, o dicho de manera más erudita, la actitud filosófica correcta, es una posición necesariamente débil. Pero esa debilidad es el principio de su fuerza

La importancia de no tenerlo claro, o dicho de manera más erudita, la actitud filosófica correcta, es una posición necesariamente débil. Pero esa debilidad es el principio de su fuerza. Y lo es en la medida que renuncia a certezas previas, a principios bajo los que juzgamos todo lo que se nos acerca, sean objetos, ideas, personas, o cualquier cosa que englobe lo que llamamos realidad. Esa debilidad caracterizada por la renuncia previa a certezas es la fortaleza de la filosofía, y por ende, la fortaleza de nuestro sentido de la vida, del significado que a ella le demos. La claridad que pretende saberlo todo no es sino otra forma de ceguera, mucho más perjudicial que aquella que tantea las sombras, que especula sobre qué es aquello que vislumbramos levemente, que corrige su visión una y otra vez. Puede que si dejamos de creer que lo sabemos todo sobre la ciencia, la vida, la política, el amor, el sexo, el arte, la comida o el fútbol, la vida nos sorprenda con cosas que nunca creíamos que pudieran existir, porque la luz de nuestras certezas las ocultó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”