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La importancia de no tenerlo claro o cómo filosofar en tiempos intempestivos

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 22 de Abril de 2018
'The bus' (1929), de Frida Kahlo.
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'The bus' (1929), de Frida Kahlo.

'El hombre que pretende verlo todo con claridad antes de decidir nunca decide'. Henri-Frédéric Amiel, Filósofo suizo.

'Desgraciados los hombres que tienen todas las ideas claras'. Louis Pasteur, Químico y biólogo francés.

Todo el mundo lo tiene claro menos yo, qué le vamos a hacer. Al menos esa es la sensación con la que a veces me acuesto trastornado por la vorágine del mundo, desde las tertulias políticas que nos amenizan la mañana, la tarde y la noche, hasta las desbarradas conversaciones en la barra de un bar, donde la claridad de opinión sobre cualquier tema es proporcional a la borrosidad que induce la ingesta de alcohol. Ese es el principal axioma para triunfar en política, en el trabajo, en los estudios, en el amor, en definitiva, en la vida en general. Hay que tenerlo claro para triunfar en la vida. Mientras menos certezas encontramos, más nos vanagloriamos de tenerlo claro. El postureo de las redes sociales, donde hasta la tragedia parece perfecta, elevado al cubo en la vida real. No se te ocurra poner de manifiesto tus dudas a la hora de valorar o posicionarte sobre algún tema complejo, más allá, para entendernos, si te gusta más el pescado que la carne, si no quieres que el adjetivo de pusilánime se ancle en tu biografía. El paradigma del coaching, como ridículamente se llama a los motivadores; ante todo en la vida tú disimula y di que lo tienes claro, por muy poco claro que en realidad lo tengas.

No se te ocurra poner de manifiesto tus dudas a la hora de valorar o posicionarte sobre algún tema complejo, más allá, para entendernos, si te gusta más el pescado que la carne, si no quieres que el adjetivo de pusilánime se ancle en tu biografía

La necesidad de tenerlo todo claro viene de lejos, no es exclusiva de la estupidez contemporánea, por muy arraigada que se encuentre en nuestros tiempos. El ansia de claridad se encuentra anclada en nuestra naturaleza, y es curiosamente la desconfianza ante esta engañosa necesidad de la que surgió la filosofía. Así que aquí va un spoiler, o mejor dicho destripe, de la trama académica de la filosofía; no hace falta conocer a Aristóteles, Kant o Hegel, por un decir, para tener un aptitud filosófica de la vida, basta con ser desconfiado y tener dudas ante esa aparente claridad con la que se nos presentan la cosas, o las decisiones que hemos de tomar en la vida. Supongo que es fácil entender por qué en una sociedad de consumo cada vez más banal, donde esa actitud se paga duramente, la filosofía ha quedado abandonada en el cajón de no sé qué hacer contigo, como ese amante despechado al que se tiene cariño por sus entretenidos momentos pasados, pero al que no se quiere ver ni en pintura, no sea que nos recuerde lo perfectamente imperfecto y caótico que es el amor, o el sexo.

Existe una patológica necesidad, desde tiempos primitivos, de que cada cosa, cada persona ocupe su lugar, todo ha de subsumirse en un afán clasificatorio. Todo ha de ser catalogado y dictaminado como bueno, o como malo. Éste es formal, aquel es una bala perdida. Esta persona es guapa, la otra fea, ésta es ordenada, el otro un desastre. La complejidad inherente a la personalidad de cada uno, sus condicionantes, sus imperfecciones que muestran lo perfecto que es el caos, ignorado en aras al culto a la sacrosanta claridad. El azar tampoco encuentra reconocimiento. Lo casual sacrificado al altar de la causalidad, todo ha de tener causa y explicación, que seguramente en muchos casos así sea, pero ni en muchas situaciones tenemos necesidad de ello, ni podemos evitar que el azar emborrone la necesidad causal.

La actitud filosófica nunca va a proporcionarte las certezas de la ciencia, o el consuelo de la religión, ni siquiera el placer que proporciona el arte, ¿por qué practicarla entonces? Porque la vida  es incontrolable, porque la apariencia de claridad, de tenerlo todo bajo control, nos lleva a la paradoja de no controlar nada

La actitud filosófica, tan necesaria como poco practicada, tiene un único secreto, no olvidarnos del niño que fuimos, curiosos, siempre inquisitivos, una pregunta siempre nos llevaba a otra, ni siquiera la autoridad de nuestros progenitores cuando hartos nos decían: porque lo digo yo y basta, era suficiente para en nuestro interior dejar de rumiar lo poco claro que lo teníamos, aunque aceptáramos a regañadientes, por temor al castigo. La actitud filosófica nunca va a proporcionarte las certezas de la ciencia, o el consuelo de la religión, ni siquiera el placer que proporciona el arte, ¿por qué practicarla entonces? Porque la vida  es incontrolable, porque la apariencia de claridad, de tenerlo todo bajo control, nos lleva a la paradoja de no controlar nada. La claridad es una ilusión, y como toda ilusión es peligrosa, y más pronto que tarde nos lleva a la melancolía. Aceptar que las cosas no están claras, que el control es tan escurridizo como una acera tras una procesión de Semana Santa, es la única manera de ejercer un poco de control. Somos como el borracho de la anécdota; un peatón pasea al anochecer por una solitaria calle de la gran ciudad, hasta encontrarse con alguien que ha bebido más de la cuenta, dando vueltas alrededor de la luz de una farola. Al acercarse el preocupado peatón le pregunta al beodo qué está buscando;-una moneda, le contesta, la he perdido. – ¿Aquí?, le inquiere el ciudadano dispuesto a ayudarle.-No, por allá, apuntando a una zona que está a oscuras, pero es que aquí hay luz para buscarla.

Aprendemos, desde que dejamos la niñez, respuestas programadas que no responden a nada, más que a encajar de cierta manera y a barrer bajo la alfombra las dudas que puedan emborronar la claridad impostada para triunfar en la vida. Filosofar implica un esfuerzo nada fácil, dejar al lado todas esas imposturas, en cierto sentido olvidar lo que creemos saber, todo lo preconcebido. Poner en un paréntesis todos los prejuicios. Problemas que nos parecen insolubles en la vida se deben más a la incapacidad de pensar de manera diferente, alternativa, no convencional. Esopo, fabulista de la antigua Grecia, lo ejemplifica maravillosamente en ese pajarito que se posó en una ánfora para beber agua, al estar demasiado baja se dio cuenta de que si no cesaba de inclinarse para poder beber terminaría cayendo y ahogándose, hasta que se le ocurrió la peregrina idea de ir a buscar piedras e ir lanzándolas hasta subir el nivel del agua. Ya por aquel entonces, hace más de dos mil quinientos años, eran conscientes de la necesidad de salir de las respuesta aprendidas para encontrar soluciones a problemas ante los que nos atascamos continuamente. Desgraciadamente, en la educación académica, en las empresas, en el funcionariado que sostiene los cimientos burocráticos de nuestra sociedad, cualquier pensamiento de este tipo, cualquier actividad propuesta que se escape a lo previamente configurado se tacha de extravagante.

Pensar de manera discordante es la única manera de reflexionar sobre hábitos que damos por hecho como esenciales, que condicionan nuestra forma de vida, y que rara vez ponemos en duda

Pensar de manera discordante es la única manera de reflexionar sobre hábitos que damos por hecho como esenciales, que condicionan nuestra forma de vida, y que rara vez ponemos en duda. Un ejemplo muy clarificador; la gratificación que sentimos al comprar un móvil de última generación, por el que hemos pagado nuestro mil eurista sueldo del mes casi al completo. Se han hecho pruebas sociológicas donde el mismo producto se ofrecía a dos grupos pagado a precios diferentes, ni siquiera uno de marca blanca igual en prestaciones a uno de marca promocionada. El mismo producto provocaba satisfacciones en el cliente muy diversas. A más precio pagado, más satisfecho con el producto se encontraba uno, aunque fuera exactamente el mismo, incluida la marca. Es de locos, ¿no? Así funciona la clarividente lógica del capitalismo, que no deja que nunca pongamos en duda nada relativo al precio que pagamos por los productos, por ridículo que sea. El sistema depende de ello.   

Vayamos a la última reflexión, la más importante; te hacen creer que la moralidad, ser más moral, tiene que ver con la claridad que tengas a la hora de tener una jerarquía de criterios para juzgar el comportamiento ajeno, y el propio. No lo tengo tampoco eso tan claro. Quizá en lugar de juzgar en base al narcisismo de esos principios inmutables, nos deberíamos dejar influir por el contexto concreto, por la situación que pone en juicio nuestra moralidad. Los valores morales son por su naturaleza, por mucho que nos pese, poco claros, dudosos, plurales, y contextuales. Es polémica esta afirmación, pero; ¿y si es en la debilidad de nuestras convicciones donde hemos de encontrar nuestras moralidad?, y, ¿si es en la renuncia a la ortodoxia de nuestras creencias donde podemos encontrar soluciones a los conflictos de convivencia que tenemos?

Pensemos en Cataluña, unos y otros manifiestan con fe ciega y con principios inamovibles sus razones para el choque y el conflicto, la respuesta de uno provoca la reacción del otro, y así en un bucle que  puede durar generaciones. En verdad, ¿no hay otra manera de entendernos? No basta con ser críticos con los demás, con sus convicciones y principios, hemos de serlo también, y en primer lugar, con los nuestros, la autocrítica, cuyo fundamente viene dado precisamente por la importancia de no tenerlo claro. No hay verdades eternas, no hay principios clarividentes, así no funciona la convivencia humana, así no se construyen cimientos fuertes para nuestras sociedades, así no funciona la moral o la ética. Pensemos débilmente para ser fuertes como individuos, y como sociedades. ¿Paradoja? quizá, decía el escéptico pensador rumano Emile Cioran: Las raíces de la duda son tan profundas como las de la certidumbre. Simplemente es más rara, tan rara como la lucidez y el vértigo que la acompaña.

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”