La importancia de confiar en la ciencia

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 12 de Abril de 2020
Investigadora en el Instituto López-Neyra del PTS.
IndeGranada
Investigadora en el Instituto López-Neyra del PTS.
'El meollo del punto de vista científico es el rechazo a considerar que nuestros propios deseos, gustos e intereses nos proporcionan una clave para la comprensión del mundo'. De 'El lugar de la ciencia en una educación liberal' de Bertrand Russell.

Confiar en la ciencia no es tarea sencilla, más bien todo lo contrario. Miles de años de condicionamiento debido a la persistencia del pensamiento mágico nos han acondicionado para todo lo contrario. No es baladí tampoco la genética del pensamiento humano, que tiende a la estupidez, pero cambiarla es más difícil aún que vencer a la superstición. A pesar del aparente triunfo de la razón frente al mito, de la lógica frente a la superstición, estos elementos perviven, incluso en países o ámbitos de actuación que parecieran impensables, dados los avances de progreso de los últimos siglos. Por difícil que nos parezca creerlo, confiar en la ciencia va en contra de nuestra intuición, colonizada por la persistencia de ese pensamiento mágico que no confía en la ciencia, pues hay más mundos que éste, proclaman como excusa. Desgraciadamente, como en tantas otras cosas, eso que llamamos intuición, contrapuesta a la lógica de los hechos, no deja de ser la excusa para que, en la sabias palabras de Russell, pretendamos imponer nuestros deseos, gustos e intereses a las evidencias de la ciencia. El método científico, si algo pretende, es dejar aparte cualquier deseo, gusto o interés, sobre el resultado, y aceptar la fría lógica de los datos, para poder aproximarnos a un mayor conocimiento de los hechos del mundo en el que vivimos.

Otra epidemia en tiempos de la pandemia que estamos sufriendo, es la  proliferación de expertos de pacotilla, gente común como tú o como yo, políticos, periodistas, tertulianos, 'youtubers', hay para elegir. Gente que tienen en común que, como en tantos otros temas de los que no tienen ni idea, de la noche a la mañana pretenden hacerse pasar por expertos en medicina y en evidencias científicas

En las últimas semanas hemos sido testigos de cómo algunos de los dirigentes de las principales potencias del mundo infravaloraban, cuando no se reían abiertamente, de aquellas voces de la ciencia que nos advertían de la pandemia que estábamos sufriendo y de sus consecuencias. Bolsonaro en Brasil, Trump en los EEUU o Johnson en el Reino Unido, entre otros tantos, sirvan de ejemplo de la estupidez de hacer oídos sordos a las voces de la ciencia. No es nuevo, en la ciencia hace décadas que nos vienen avisando de los peligros de catástrofes medioambientales por el cambio climático, a las que atendemos, desgraciadamente, con los mismos oídos sordos, de aquellos que descalificaron  a la ciencia cuando nos avisaban de una pandemia por venir; no hay certezas absolutas, otros científicos opinan diferente, aunque las voces discrepantes sean minoría, o son unos exagerados, suelen ser los argumentos empleados.

Allí donde la prudencia de la ciencia nos advierte de lo falible que pueden ser algunas soluciones médicas o vacunas, mientras no se testen durante un tiempo y con múltiples pruebas, estos presuntos sabelotodo anuncian soluciones mágicas con medicamentos sin testar, certezas y simplezas

Otra epidemia en tiempos de la pandemia que estamos sufriendo, es la  proliferación de expertos de pacotilla, gente común como tú o como yo, políticos, periodistas, tertulianos, youtubers, hay para elegir. Gente que tienen en común que, como en tantos otros temas de los que no tienen ni idea, de la noche a la mañana pretenden hacerse pasar por expertos en medicina y en evidencias científicas; allí donde los científicos advierten de lo imprevisible de la evolución del virus, ellos argumentan que esto ya se sabía hace tiempo y que por qué no se habían tomado precauciones, aunque hace pocas semanas argumentaran lo contrario. Allí donde los investigadores advierten del tiempo necesario para hacer análisis y estudios, de la prudencia con medicamentos y vacunas, de adaptarse al método científico que aprende de los errores a través de las pruebas, de la necesidad de trabajar coordinadamente y compartir datos y aprendizajes, ellos pretenden aconsejarnos sobre cómo actuar, cuándo actuar, cuándo salir del confinamiento, en qué condiciones, y cualquier otro tema impulsado, no por la ciencia y sus incógnitas, sino por la certeza de sus preclaras creencias. Allí donde la prudencia de la ciencia nos advierte de lo falible que pueden ser algunas soluciones médicas o vacunas, mientras no se testen durante un tiempo y con múltiples pruebas, estos presuntos sabelotodo anuncian soluciones mágicas con medicamentos sin testar, certezas y simplezas. Sabían, y saben cómo actuar con soluciones simples, allí donde todo es complejo, y necesita de  mucha prudencia y tiempo, e ir aprendiendo sobre la marcha de los errores, para aprender de ellos y evitar sufrimientos mayores. Una pena que no sepan decirnos cuándo vendrá la segunda ola, ni con qué características, ni si el virus mutará, o el tiempo de inmunidad de aquellos que tienen anticuerpos. Al menos, ahora, cuando suceda es cuando dirán que lo sabían.

Especial mención merecen aquellos, sean políticos, magnates o presuntos periodistas, que son plenamente conscientes de las amenazas de la pandemia y con plena hipocresía, que no ignorancia, priman el beneficio económico, mantener sus privilegios y riquezas al coste de vidas humanas

Especial mención merecen aquellos, sean políticos, magnates o presuntos periodistas, que son plenamente conscientes de las amenazas de la pandemia y con plena hipocresía, que no ignorancia, priman el beneficio económico, mantener sus privilegios y riquezas al coste de vidas humanas. Siempre han existido estas personas y siempre existirán. No es el mismo debate que el de aquellos que simplemente hacen gala de ignorancia supina o de estupidez,  pues en este caso es la carencia de escrúpulos  morales y la hipocresía la que va más allá de la necesidad de confiar en la ciencia, pues saben que la ciencia tiene razón, y aun así les da igual, pues ponen en una balanza las monedas que ganan, y en la otra el coste de vidas, y siempre se inclinan por el peso del metal al peso de una vida humana.

El misticismo y nuestra credulidad ante los bulos que se divulgan a mayor velocidad que el virus, comparten la misma base; nos dicen aquello que deseamos creer, satisfacen nuestra necesidad de consolidar nuestros prejuicios, nuestra ideología, nuestra necesidad de certezas absolutas, frente a aquellas verdades de los hechos que la ciencia nos ofrece, y que no nos gustan, que nos inquietan, y por tanto no deseamos creer. La verdad científica siempre viene acompañada de dudas, preguntas, precauciones, debates, que forman parte de la provisionalidad de sus conclusiones, pendientes de la necesidad de múltiples y variadas confirmaciones, de correcciones. Así funciona el método científico, imperfecto,  pero no cabe ninguna duda que la verdad que nos ofrece es mucho más certera para comprender nuestro mundo que las falacias del misticismo, de la superstición o del mito. Más no valdría hacer caso a las sabias palabras de Miguel de Cervantes; Ninguna ciencia engaña en tanto que ciencia: el engaño está en quien no la conoce. Tristes los tiempos en los que la ignorancia o el desprecio a la ciencia se considera un mérito, en lugar del desmerito que merece.

Es por tanto tarea del Estado, a través de sus recursos, y en colaboración con las universidades, especialmente las públicas, dignificar la investigación científica, el trabajo de los investigadores, y más allá de emplear en plena crisis sus recursos para solucionar nuestra situación, desligarla en un futuro de la inmediatez del negocio. La ciencia necesita adelantarse, plantear múltiples escenarios futuros e investigarlos libremente

Nuestra sociedad, como está demostrando con claridad la grave crisis que estamos sufriendo, adolece de un déficit de confianza en aquello que la ciencia puede aportar para su bienestar y progreso. Durante décadas la investigación en ciencia ha sido la primera en sufrir recortes, sus investigadores eran infravalorados y subsistían con trabajos precarios, o pendientes de alguna empresa que actuara como mecenas. El problema es que  para las empresas, y es lógico, la investigación científica se rige por el beneficio, con lo cual las investigaciones y recursos están muy mediatizados por las oportunidades de negocio. Es por tanto tarea del Estado, a través de sus recursos, y en colaboración con las universidades, especialmente las públicas, dignificar la investigación científica, el trabajo de los investigadores, y más allá de emplear en plena crisis sus recursos para solucionar nuestra situación, desligarla en un futuro de la inmediatez del negocio. La ciencia necesita adelantarse, plantear múltiples escenarios futuros e investigarlos libremente. La ciencia necesita recursos y dignidad, necesita que confiemos en ella. No por lo que pueda ofrecernos de bienestar material inmediato, sino por lo que puede ofrecernos para salvaguardar nuestro futuro, y de las próximas generaciones.

Necesitamos que desde la más tierna edad, hasta el inicio de la madurez se enseñe a apreciar la mirada científica del mundo, y a respetarla

Y más allá de la necesidad de dotar a la investigación y la innovación científica de los recursos que necesita, necesitamos replantearnos la importancia de su papel en los diferentes escalones de nuestro sistema educativo. Desde primaria a la universidad. La educación ha de mirar al pasado, y reflexionar sobre el presente, con orgullo de aprender la  historia, la literatura, las lenguas clásicas, la filosofía, el arte, y de repensar errores cometidos, pero a su vez ha de elevar la vista al futuro, necesita que los valores de la ciencia, su metodología, su mirada hacia la naturaleza impregne la mirada de nuestros niños y jóvenes. Necesitamos que desde la más tierna edad, hasta el inicio de la madurez se enseñe a apreciar la mirada científica del mundo, y a respetarla. Es la única manera de progresar, de salir de las enredaderas de ese pensamiento mágico, de ese falso misticismo, que nos ancla al bulo y la ignorancia, y agrava crisis como las que estamos padeciendo.

Bertrand Russell definía la educación como la formación a través de la instrucción de ciertos hábitos mentales y de cierto concepto de la vida y el mundo. Confiar en la ciencia necesita de unos hábitos mentales, de un concepto de la vida, que durante mucho tiempo hemos descuidado en nuestra educación, y de ahí la epidemia de ignorancia y la falta de anticuerpos ante los bulos que predominan en las redes sociales y en algunos dudosos medios de (des)información. Y esa carencia unida a la grave crisis sanitaria solo puede empeorar la situación. El hambre de conocimiento, la alegría de desvelar aquellos misterios de la naturaleza que aún se nos ocultan, su utilidad para sobrevivir a la complejidad creciente de retos que se nos vienen encima, las herramientas que nos proporciona para nuestro progreso y supervivencia como especie, deberían ser suficientes argumentos para aprender a confiar en, y a promover, la ciencia. O si preferimos las bellas, más sencillas  y acertadas palabras del filósofo británico; Una vida consagrada a la ciencia es por lo tanto una vida alegre, y su alegría deriva de las mejores oportunidades que se les ofrecen a los habitantes de este atribulado y apasionado planeta.

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”