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Fuera prejuicios

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 24 de Septiembre de 2015
Peret.
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Peret.

Leo en algún sitio que Ryan Adams (el cool, el que no lleva la B delante de su nombre de pila) va a sacar un disco de versiones de Taylor Swift y puedo visualizar sin problemas la imagen: centenares de seguidores del primero rasgándose las vestiduras y repitiéndose que no puede ser, que tiene que tratarse de una broma, que por qué, zeñó, por qué.

Pero también veo esta otra: centenares de seguidores del primero justificando la idea, interiorizando primero y proclamando después, con afán proselitista, que si eso se le ha ocurrido a Ryan Adams (repito: el cool, el que no lleva la B delante de su nombre de pila) sus razones tendrá y que si él lo hace bien hecho está, que para eso es un monstruo.

Unos y otros se dejan llevar por sus prejuicios, cosa bastante habitual en el mundo del rock. Los rockeros, que se sepa ya, los tienen (tenemos) a montones. Desde chicos, podría decirse. El neófito, el que está aún al inicio de su aprendizaje, suele rodearse de personas con la intención de que le aporten algo, de que le enseñen cosas, de que le descubran artistas y grupos interesantes. Eso lo harán o no, pero con seguridad también le inculcarán prejuicios, le dejarán claro que si eres rockero NO TE PUEDE GUSTAR esto o lo otro.

Luego, ese mismo rockero, cuando se hace más mayor, puede o no dotarse de un criterio propio. Lo suyo es que lo haga, desde luego, porque si no su existencia será un sinvivir, un continuo plantearse si tal cosa que ha oído en la radio le debe agradar o no, u ocultar a sus semejantes que una determinada canción que suena en los bares de moda le resulta placentera, o que odia profundamente a alguna de esas bandas que los guays alaban casi por unanimidad .

Pero es que esos mismos guays, esos que aspiran a crear tendencias y establecer doctrinas inamovibles, definitivas, sobre lo que procede, caen también a veces en contradicciones. Madonna, por ejemplo, no mola, ¿verdad que no? Es comercial, superventas, petarda. ¿Y qué ocurre entonces cuando la versiona Jon Auer, el de The Posies, hay que replantearse las creencias más sagradas? Kylie Minogue mola mucho menos aún, eso los guays no lo dudarán ni un segundo. ¿Y si sale en un disco haciendo un dúo con Nick Cave hay que sacarla del infierno? Cindy Lauper es lo peorrrrr, pero ahora resulta que su inofensivo Girls just wanna have fun suena en Radio 3 tocado por unos tipos que son modernitos y tal, así que a ver qué decimos.

En fin, ejemplos los hay a cientos, creo que con estos bastan. Yo a esos enterados les hacía una cata a ciegas, sin shazam de por medio ni ninguna otra pista, y seguro que se iban a llevar más de una sorpresa. Desagradable, por supuesto.

Por fortuna, me crié en un ambiente musical absolutamente despojado de prejuicios. Mi padre era de un ecléctico que tiraba de espaldas. Si le gustaba una melodía, iba y se compraba el single. Por eso en mi casa había cosas de los Beatles, pero también de Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina. Ya saben, los de Son tus perjúmenes, mujer. De pequeño escuché a Nino Bravo, a Shocking Blue, a los Pekenikes, a Bobby Darin, a Dean Martin, a María Jiménez, a Fórmula V y hasta a David Bowie. Sí, el Space Oddity, aunque para mí que el disco se lo regalaron.

Eso no impidió que por una mezcla entre falta de personalidad y excesivo respeto a la opinión mayoritaria (lo cual viene a ser falta de personalidad también, ahora que caigo), me dejara llevar en su momento por los prejuicios. Una voz interior me susurraba que el Tubular Bells debía gustarme sí o sí, porque todos decían que era una obra maestra, y tanto llegué a creerlo que hasta me pillé otras cosas aún más infumables de Mike Oldfield, como el Incantations, un doble elepé por el que su autor debió haber sido condenado a galeras sin titubear. Y de los truños de heavy metal que me he tenido que tragar por miedo al qué dirán mejor no hablo. Eso sí, defendí a capa y espada a Bowie y a otros tipos sensibles, lo que se tradujo en no pocas imprecaciones contra mi persona. Lo superé y, curiosamente, ahora muchos de esos que lo ponían de moña (y a mí, de paso), lo tienen por un genio. Lo dejo ahí, que esto va de prejuicios, no de reproches ni de rencores.

Con el tiempo, eso sí, he conseguido sacudirme bastantes prejuicios. No llego al punto de mi padre, pero estoy en ello. Y desde estas líneas recomiendo transitar por ese camino, porque es sanísimo. Si odian a un clásico, proclámenlo a los cuatro vientos. Si les encanta una canción de un supuesto paria, también.

Prediquemos con el ejemplo. Ahí van algunas cosas que a lo mejor no me deberían gustar, pero que sí que me gustan: Benny Moré, Celia Cruz, Frank Sinatra, Dean Martin, (canciones de) Antonio Machín, Peret y otros rumberos, especialmente en bodas y saraos, (coplas de) Concha Piquer, Pérez Prado, la primera etapa de Madonna, Michael Jackson hasta el Bad, los dos primeros de Duran Duran y Culture Club…

En cuanto a lo que odio… Bueno, creo que los que me conocen ya saben de mis fobias, de todas o de casi todas. Pero no sé si he mencionado alguna vez lo mucho que detesto a Queen. No me gustaron ni siquiera cuando una vez, en Coín, los versionaron en directo Lagartija Nick. Ni por esas, oigan.

 

Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).