El fraude continúa
Ya dije aquí una vez que tengo algo parecido al Síndrome de Diógenes: guardo un montón de papeles que probablemente no sirven para nada. Aunque a veces me llevo sorpresas y descubro que sí que me valen. Para aportar en un juicio o, como es el presente caso, para escribir un artículo.
Procedo, sin más, a reproducir íntegramente un artículo que se publicó el 28 de octubre de 2001 en el periódico para el que trabajaba y en otro de su mismo grupo editorial. Lo titulé Tiempos de fraude consentido. Para el que no quiera hacer cálculos: hace casi catorce años de eso.
“Se descubrió que a Ana Rosa Quintana le escribió un libro un negro y la crucificaron. En cambio, los componentes de La Oreja de Van Gogh confesaron que no tocaron en su primer disco y éste se vendió como churros. Curiosa vara de medir la del público, pardiez.
En realidad, el de los donostiarras no es el primer caso de la historia musical en el que un fraude, en lugar de ser denunciado, recibe todo tipo de parabienes. Los Bravos no tocaron su archifamoso Black is black, como tampoco tocaron sus canciones The Monkees.
Más casos: en voz baja, los componentes de Melon Diesel le contaron una vez a éste que lo es que, en su primer disco, había “cosas” que no grabaron ellos. Algo similar me llegó sobre Los Cucas y sobre Los Caños, así que sospecho que esa práctica es generalizada.
El fraude llega incluso al directo. Hace ya muchos años, un grupo superventas (ahí me refería a The Blow Monkees) tocó en Algeciras con instrumentos pregrabados. Hasta bandas tan poco sospechosas a priori como Sexy Sadie o La Buena Vida se ayudan de lo enlatado.
A la gente, ya digo, le da lo mismo. Y de las compañías discográficas, mejor ni hablar. De hecho, son las que imponen que toque un músico en detrimento de otro, aunque sea éste el que aparezca en las portadas.
¿Cómo podrá hablarse de la música como una manifestación cultural equiparable a la literatura o la pintura si se tolera y aplaude el engaño? ¿Cómo lograr el respeto cuando la sinceridad –músicos tal cual, enfrentados a sus limitaciones- es, cada vez más, la excepción?”
Hasta ahí el artículo, ahora la reflexión: me temo que pocas cosas han cambiado desde entonces, salvo el hecho de que ahora las discográficas ni siquiera tienen el poder sobre los músicos que sí tenían antes. Estos son tiempos de autoedición, si acaso con acuerdos de distribución con alguna compañía que aportará al proyecto su código de barras y poco más. Riesgo cero, no merece la pena.
Pero los grupos que editan, de la forma que sean, tienden a sonar muy bien aunque sean unos neófitos. Y eso debería sorprender, de la misma forma que habría sorprendido, y ya me perdonarán que me ponga de ejemplo, que en mi primer libro yo hubiera manejado recursos propios de Sebald, Muñoz Molina, Magris u otros grandes narradores.
Se siguen usando trucos, claro. A lo mejor ya no se tira de músicos profesionales para sustituir a los principiantes, fundamentalmente porque eso vale mucho dinero y no está el horno para bollos, pero la tecnología proporciona un montón de herramientas que corrigen defectos.
El directo, a día de hoy, sigue siendo el único sitio válido para separar el grano de la paja. Es la prueba del algodón, si lo prefieren. Pese a que algunos canten varios tonos más bajo para evitar gallos o salgan a tocar con cosas pregrabadas (lo cual tiene su lógica si haces algo en plan New Order, porque está en su base, por así decirlo, pero es fraudulento si te dedicas, un poner, al power pop), hay detalles que siguen delatando quién es el que aporta algo y quién el tramposo. La actitud, las ganas, el compromiso, la palabra la dejo a su elección, pero ese algo que permite discernir que estamos delante de un grupo De Verdad. Aunque toque mal, aunque su cantante desafine de vez en cuando, aunque sus guitarras se acoplen, siempre lo preferiré a un impostor.