Filosofía y ciudad

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 10 de Julio de 2016

"Toda ciudad es una cierta comunidad. La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia;

su origen se explica por las necesidades de la vida, pero su mantenimiento procura el bienestar." 

Aristóteles, Política (1252a, Libro I, 1, y 1252b, libro I, 2)

Hay diferentes filosofías para los seres humanos en su inagotable despertar al sueño de la razón: Una filosofía para ese vehículo que nos comunica y que a veces tan sólo nos confunde; el lenguaje. Una filosofía para ayudarnos a desentrañar los singulares caminos de la sabiduría; filosofía del conocimiento.  Una filosofía para revisar las entrañas de las disciplinas que se ocupan de la naturaleza; filosofía de la ciencia. Disciplinas que pretenden ir más allá de los límites de lo meramente físico y entender el mundo en su totalidad; la Metafísica. Filosofías para explorar ese extraño idioma que imponemos al cosmos para entender su funcionamiento, como si fuera la máquina de un reloj; filosofías de las matemáticas y de las lógicas. Incluso filosofías que pretenden desvelar que hay detrás de cada comportamiento humano y aleccionarnos con reglas a través de sus descubrimientos; las llamadas éticas. Y por supuesto, balbuceos para intentar desvelar que se esconde tras la belleza y la fealdad, y la majestuosidad de ambas; filosofía del arte. Y así podríamos seguir casi interminablemente, pues no hay conocimiento relacionado con las esperanzas y las desesperanzas humanas, que no merezca una filosofía; un buscar en las entrañas de ese aspirante a conocimiento, y a través de la eterna prueba de la duda, encontrar efímeras certezas, que nos ayuden a comprender el mundo, a comprendernos a nosotros. Así qué, ¿por qué no habría de haber una filosofía de las ciudades?

 Una filosofía que analizara el malestar que aqueja a las ciudades en su crecimiento o en su anquilosamiento, propusiera alternativas, y las tratara como si fueran algo, que realmente son, entes vivos, cuya salud, cuya vitalidad, cuya alimentación, cuyo cuidado, físico y mental, determinan nuestra propia salud como ciudadanos y ciudadanas. Es en las ciudades, donde la convivencia humana ya sea en familia o en lo social, se juega su futuro. Es en las ciudades donde la política de las pequeñas cosas puede hacer grandes cosas por los que allí vivimos, o amargarnos nuestra cotidianidad. Es en las ciudades donde enseñamos a nuestros hijos los valores que durante toda su vida defenderán, la convivencia con lo diferente o su desprecio. Es en las ciudades donde el aire que respiramos es tan insalubre, o saludable como para determinar la calidad de nuestras vidas. Es en las ciudades donde a veces nos protegemos tanto de los otros, que terminamos por ser prisioneros en nuestras propias pequeñas cárceles, esos edificios y espacios residenciales tan resguardados y tan aislados, que parece que guardaran el tesoro nacional. Es en las ciudades donde elegimos conservar y compartir espacios públicos, reales o virtuales, para incentivar la participación, la democracia y las actividades conjugadas en común, o simplemente los convertimos en espacios vacíos, inertes. Es en las ciudades donde la elección que hagamos de cómo transitamos de un sitio a otro y el respeto que tengamos a los demás en ese tránsito, determina si la ciudad es un mero lugar por el que pasar lo más rápido posible de casa al trabajo y al ocio, y viceversa, o un sitio en el que nos sintamos como en nuestras casas, donde habitar, convivir, participar, jugar, aprender, disfrutar. Es en las ciudades donde el cuidado que tengamos con nuestra herencia histórica, tanto la tangible, como es nuestro patrimonio, o la intangible, como es nuestra cultura compartida; decidirá si la ciudad es de unos pocos o de todos. Ahora más que nunca debemos ir a las raíces de qué tipo de ciudad queremos, qué tipo de ciudad necesitamos, una filosofía para ciudades, una filosofía para pensar qué tipo de vida compartida queremos.

Las ciudades fueron los lugares dónde originariamente las personas se agruparon para protegerse de otros humanos y levantaron fuertes murallas para evitar la depredación provocada por la ambición de la rapiña de sus congéneres y su interminable sed de poder. Pero también fue el lugar donde nació la política pronunciada en común, y aprendimos que la mejor manera de gobernar los intereses de todos, no era sino a través de la participación de todos. Las ciudades siempre han conjugado lo mejor y lo peor que hay en nosotros. Desarrollamos numerosas formas de agruparnos en las ciudades, como los gremios para relacionar y colaborar unas profesiones con otras. Allí nació también la burguesía que daría lugar a las primeras revoluciones contra el aristocrático poder de unos pocos. Allí nació la clase trabajadora; que lideraría una revolución que nos dio esperanzas de poder encontrar una forma de convivir más justa entre todos y evitar la frustración de una convivencia deshumanizada y explotadora.

Las ciudades han ido creciendo y creciendo, convirtiéndose en entes cada vez más complejos y deshumanizados, y por tanto más necesitadas de políticas inteligentes e integradoras, ambiciosas en la planificación de su futuro, cuidadosas en la gestión del presente, respetuosas con su pasado. Ciudades que necesitan tanta atención en su salud, como si fueran un ser humano, pues una ciudad saludable es la única que permite que crezcamos unos y otras socialmente, políticamente, éticamente. Desgraciadamente, no es lo más común entender que la ciudad es un todo que respira y necesita una sana interacción entre todas sus partes. Lo más común es aislar unas zonas de otras, crear guetos donde alojar y esconder a los más desafortunados, mientras otras zonas se convierten en millas de oro para el beneficio y disfrute de unos pocos.  Importa tan sólo lo que reluce, lo aparente. Lo que se ha de enseñar, como si tan sólo nos preocupáramos del maquillaje que esconde partes terriblemente amoratadas por los daños que nos ocasionamos, o que nos ocasionan. Convertimos los barrios que deberían ser las piezas vitales de un cuerpo bien engrasado, en piezas desarticuladas unas de otras. Aisladas. Vivimos aislados unos de otros, convirtiendo los espacios públicos que deberían ser de gozo común, en espacios meramente de tránsito entre el refugio de un barrio residencial a otro. De la casa, al trabajo. Inundamos la periferia con centros comerciales gigantescos, de plástico como nuestras ciudades, fantasías para protegernos en nuestros aislamientos, centros multifuncionales de ocio. Pero qué ocio nos proporcionan esos centros sino el del consumo por el consumo, donde la interacción humana queda limitada a compartir asientos en un cine con las películas más banales posibles, o en mesas tan de plástico como la comida que ofrecen, para culminar con tiendas desarraigadas de los barrios, encadenadas a las multinacionales donde la moda de lo banal se impone. Discotecas donde importa más cómo vas vestido que la calidez de tu sonrisa. Aislados y estúpidos, así vivimos en las ciudades hoy día.

En los setenta, con la democracia en nuestro país nació una nueva sensibilidad urbana que apostaba por integrar lo que la depredación y la ideología de la dictadura había segregado, barrios para ricos, barrios para pobres. Centros de las ciudades donde todo era posible, escaparates para enseñar, y barrios convertidos en pequeñas ciudades dormitorio donde nada sucedía nada más que en las propias casas, trastiendas que esconder. Muchas ciudades mudaron sus rostros y se hicieron más habitables para todos, con servicios, espacios públicos e infraestructuras que integraran y no discriminaran, accesibles a todos independientemente de su estatus social o del barrio donde vivieran. La cultura era concebida como un valor tan esencial para la convivencia como la atención a la gestión de las pequeñas cosas que nos facilitan la vida. Cierto es, que, en muchos casos, el devenir durante las siguientes décadas del espíritu que guiaba las políticas en las ciudades dependía mucho de las sensibilidades de aquellos que las gobernaron y su disponibilidad para hacerlo con y para la gente, y no tan sólo para unos pocos que se llenaban los bolsillos amparados por la desmesura y la corrupción dejada por el abuso del ladrillo.

Hace pocos meses lo vivimos en nuestra carne en la propia ciudad de Granada, donde todo ese legado explotó. El alcalde del PP, Torres Hurtado, y otros dos concejales que habían dirigido la ciudad durante años, tuvieron que dimitir acosados por escándalos de corrupción urbanística. Un nuevo Alcalde, del PSOE, Paco Cuenca, apoyado por el resto de grupos políticos, fue el encargado junto al resto de concejales socialistas, de tomar las riendas y hacernos respirar un futuro diferente para Granada. Si hay una ciudad que lo tiene todo para merecer una filosofía es la nuestra. Tiene historia, tiene patrimonio, tiene cultura, tiene posibilidades, y sobre todo tiene el valor, la solidaridad y el espíritu de sus gentes. Si en tan poco tiempo, la mirada propia y ajena sobre la ciudad ha cambiado, dejando paso a la posibilidad real de conseguir una ciudad de todos y todas, todo es posible, en Granada, incluida una nueva filosofía de ciudad que cambie lo necesario, para convertirla en un lugar, una ciudad, donde convivir, y no solo transitar, como hormigas afanosas de un sitio a otro.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”