Filosofar al calor del amor en un bar

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 29 de Julio de 2018

'Los bares, qué lugares, tan gratos para conversar.

No hay como el calor del amor en un bar'. Gabinete Caligari

Nadie lo sabe con certeza, pero apostaría mi nula reputación como adivino a que la filosofía nació en un bar, en uno de sus ancestrales antecesores, una de esas oscuras y sucias tabernas mediterráneas, probablemente con la mitad de sus ocupantes embriagándose para olvidar el día duro que habían tenido, la ineptitud o corrupción del político de turno al que había que desterrar, o como ellos decían, enviar al ostracismo, o el miedo a algunas de las interminables guerras en las que tenían la obligación de participar, abandonando familia y tierras que cultivar, o conversando sobre el terrible calor húmedo de ese interminable verano, en la costa griega. Mientras, la otra mitad de ocupantes del tugurio, probablemente, estaban totalmente embriagados y adormecidos con el susurro de conversaciones ajenas.

No sabemos mucho sobre cómo realmente comenzó la filosofía, pero desde luego no comenzó en lujosos palacios, o en estrafalarios templos dedicados a todopoderosos dioses, comenzó en la calle, allí en las plazas públicas se enseñaba, se debatía, se cuestionaba, se incordiaba, y probablemente, cuando el calor o el frio arreciaba, terminaban los filósofos y sus discípulos en alguna de esas andrajosas tabernas, cuando no en la casa de alguno de ellos, el más adinerado, acabando con sus existencias de víveres y libando sus caldos, terminando de desbrozar qué no funcionaba en ese mundo que poco a poco se iba haciendo más grande

Nos situamos, dejemos que esa atorada imaginación vuele, hace unos dos mil setecientos años, cuando algún parroquiano, harto de oír a alguien bramar sobre la injusticia de su vida y la perdida de los valores tradicionales que sustentaban la  grandeza perdida de la polis, disfrutando de los agrestes caldos que se tenían por vino entonces, se acercó al embriagado vocero, acompañado probablemente por el callado marido de su hermana, y le espetó, escupiendo sus propios caldos en la imprecación: ¿Qué sabréis vosotros de lo que en verdad es la justicia? Yo os contaré, y a partir de ahí, es historia.

Humor aparte, no sabemos mucho sobre cómo realmente comenzó la filosofía, pero desde luego no comenzó en lujosos palacios, o en estrafalarios templos dedicados a todopoderosos dioses, comenzó en la calle, allí en las plazas públicas se enseñaba, se debatía, se cuestionaba, se incordiaba, y probablemente, cuando el calor o el frio arreciaba, terminaban los filósofos y sus discípulos en alguna de esas andrajosas tabernas, cuando no en la casa de alguno de ellos, el más adinerado, acabando con sus existencias de víveres y libando sus caldos, terminando de desbrozar qué no funcionaba en ese mundo que poco a poco se iba haciendo más grande, a medida que se encontraban con otras culturas, con otras costumbres, con otros dioses, con otra sabiduría, intentando, al contrario que algunos retrógrados jerarcas de imperios caídos modernos, comprender dónde encontrar puntos en común entre concepciones y formas de vida tan distintas; se comenzó cuestionando a la naturaleza, al cosmos, a la cosmogonía, al mito, y se terminó por comprender, que ninguna de las respuestas que fuéramos encontrando, por certeras que fueran, tenían valor alguno si no nos comprendíamos a nosotros mismos, Sócrates dixit.

Vale que nuestros gobernantes renuncien a la sabiduría de la incertidumbre y duda que aguijonea al que practica la filosofía, de qué les vale en el ejercicio de sus deberes, cuando han de aparentar seguridad en sus dogmas, aunque se sientan más perdidos e inseguros que un payaso en un funeral. Vale que nuestros políticos desprecien el valor de enseñar filosofía, ética, en nuestras escuelas, de qué les vale a ellos que los niños, que las niñas, aprendan que el color de la piel es tan solo una curiosidad, como el color de los ojos o del pelo, que nacer a miles de kilómetros y huir arriesgando tu vida para escapar de la pobreza, de la guerra, de las torturas y violaciones, no te convierte en enemigo, sino en alguien a quien deberíamos proteger, y dar un hogar. A ellos les da igual, mientras más enemigos a los que culpar de las desgracias ajenas o con los que distraer de corruptelas o incompetencias propias, mejor. Vale que a nuestros dirigentes les traiga sin cuidado que no enseñemos a los adolescentes y a los jóvenes a distinguir ciencia de superstición, a creer en el valor de la razón, en el diálogo y no en la fuerza como método de resolver nuestros problemas, a distinguir la belleza, donde realmente se encuentra, más allá de esa idealización de estándares, diseñados para que unos pocos ganen dinero. De qué les vale a ellos si mientras más ocupados estén los jóvenes en edulcorados sucedáneos de vida, atrapados en la estupidez ajena que contagia la propia, más posibilidades tienen de seguir alienando y aprovechándose de su ingenuidad. En nuestras manos está cambiarlo, o no. Defendamos la filosofía por el valor que tiene, practiquémosla en todos los sitios, nos dejen, o no.

Paseaba melancólico una noche, volviendo a casa, pensando en mi búsqueda, durante toda mi vida, de lugares con ese espíritu filosófico, nunca he sido especialmente promiscuo, tampoco en las tabernas, apenado por la pérdida de un pub, el Van Gogh, que tras décadas de alumbrar a diferentes generaciones con un espíritu de tolerancia y encuentro, donde no te miraban las zapatillas o la marca de tu camisa al entrar, donde lo único que necesitabas para ser bienvenido era una sonrisa, o una lagrima necesitada de ser enjuagada, cerró recientemente

La filosofía es diálogo, consigo mismo, inevitables conversaciones que hemos de tener entre nuestro esqueleto, prematuro anunciante de nuestra mortalidad, y nuestra carne, exuberante exponente de nuestros deseos sin fin, pero nada tendría sentido, sin el diálogo con los demás, en las escuelas, en las universidades o centros de formación profesional, y en cualquier ámbito público que se nos ofrezca, sin pedir permiso. A nadie pidieron permiso aquellos filósofos que decidieron que ya era hora de cuestionar eso que tan pomposamente se llama tradición, ni esas costumbres que eran así porque siempre habían sido, que no es otra cosa que hacer las cosas de la misma manera que las hacían nuestros antepasados, con sus mismos prejuicios y estrechez de miras.  Honremos a aquellos que hace tantísimos siglos decidieron cuestionar, cuestionarse, todo, empezando por ellos mismos, y por qué no, hagámoslo también en los bares, en las tabernas,  en aquellos sitios que aún mantienen ese principio de que lo que importa es habilitar un espacio de encuentro, que no de desencuentro, pocos hay ya.

Las tabernas, en las que no te ensordecen con música machacona y banal, música estúpida ideal para aquellos que a pesar de tener una persona, o varias, dispuestas al olvidado arte de la conversación, se dedican a juguetear sin parar con la fría pantalla de su móvil, solos en medio de tanta compañía. Las tabernas, o similares, son lugares privilegiados para la conversación, sin conversación no es posible filosofar, y filosofar al calor del amor en un bar, es un privilegio de una civilización que aún se guarda un mínimo respeto, que aun encuentra lugar para reflexionar alejado de los agobios y presiones del día a día, lugares donde el tiempo se detiene, donde la noche se nos hace eterna y el crepúsculo nunca rompe la magia de una conversación, donde puede ocurrir el milagro de verte reflejado en otros ojos, donde el sentido adquiere significado en otra mirada.

Paseaba melancólico una noche, volviendo a casa, pensando en mi búsqueda, durante toda mi vida, de lugares con ese espíritu filosófico, nunca he sido especialmente promiscuo, tampoco en las tabernas, apenado por la pérdida de un pub, el Van Gogh, que tras décadas de alumbrar a diferentes generaciones con un espíritu de tolerancia y encuentro, donde no te miraban las zapatillas o la marca de tu camisa al entrar, donde lo único que necesitabas para ser bienvenido era una sonrisa, o una lagrima necesitada de ser enjuagada, cerró recientemente. Allí hui, hace años ya, de la mediocridad de tantos otros sitios banales, y lo encontré como se encuentran las cosas que merecen la pena, por casualidad. Una azarosa conversación sobre la música que sonaba, con Miguel, el dueño, mientras nos servía unas libaciones con las que calmar el calor del verano, derivó, como en el nacimiento de la filosofía, hace tantos siglos ya, a cuestionarnos sobre el peso de los años, sobre el significado de esto y de aquello, sobre si aún quedan verdaderos libertarios de espíritu, o dónde encontrar en estos amargos tiempos, donde todo lo que no tiene precio se vende, el corazón amable de la justicia encarnada. He perdido un lugar, pero no un amigo.

Aun me queda otro lugar donde retirarme, afortunadamente, abierto por otro amigo, Javi, con el apropiado nombre de La taberna de Kafka, nombre que resuena como un digno eco a la esquizofrenia opresiva del  homo contemporaneus, un lugar donde encontrarme en compañía, a pesar de mi natural tendencia a la soledad y sus cantos de sirena, donde siempre es posible encontrar algún conocido o algún amigable desconocido con el que charlar, que mantiene la esencia de lo único que pido a este tipo de lugares

Aun me queda otro lugar donde retirarme, afortunadamente, abierto por otro amigo, Javi, con el apropiado nombre de La taberna de Kafka, nombre que resuena como un digno eco a la esquizofrenia opresiva del  homo contemporaneus, un lugar donde encontrarme en compañía, a pesar de mi natural tendencia a la soledad y sus cantos de sirena, donde siempre es posible encontrar algún conocido o algún amigable desconocido con el que charlar, que mantiene la esencia de lo único que pido a este tipo de lugares; sentirme como en mi propia casa, acunado por vinos, algo menos agrestes y más sabrosos, a pesar de la leyenda, que los terrosos caldos bebidos por los antiguos griegos, rodeado por cuadros de lugares a los que viajar, o inspirados en la vida real o en la metafórica y literaria de Franz Kafka. Acunado por antiguos libros, dejados al azar por los parroquianos, junto al espejo que nos devuelve la mirada, alegre, triste, concentrada o desconcentrada, aliviada o preocupada, de gente real en la vida real, no en la figurada en la que tanto nos gusta refugiarnos. Allí, es posible detener el tiempo. No pido más, ni quiero menos.

Todos deberíamos tener un lugar, una taberna, real o metafórica, no importa, donde conversar, dialogar, discutir, enfadarnos, reconciliarnos, y sobre todo preguntarnos, dejar nuestros dogmas en casa, confrontar sin miedo con otros que piensan diferente, ser generosos en dejar atrás los prejuicios propios, y denunciar los ajenos, aprender que la tolerancia trata de aceptar que otros piensan diferente, y que limitar su libertad porque nos ofenden sus opiniones, dice más de nuestra intolerancia, que de la validez o la invalidez de sus ideas. Se trata de más ni menos que de  filosofar, y esas tabernas, son un lugar apropiado al carácter hedonista que debe acompañar a nuestra interminable indagación de la verdad, la belleza, la justicia, o, el mejor vino que degustar. No dejemos nunca de buscar ese lugar mágico donde encontrarnos con la filosofía, con amigos o con desconocidos, donde el pasado, el presente y el futuro encajen como los puzles de un niño, donde el tiempo transcurra al ritmo que necesites, y no al que te impongan, donde ni más ni menos, podamos filosofar al calor del amor en un bar.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”