La fiebre del poder

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 16 de Octubre de 2016
Fotograma de 'La ola' (2008), del alemán Dennis Gansel.
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Fotograma de 'La ola' (2008), del alemán Dennis Gansel.

"La posesión del poder, por inmenso que sea, no da la ciencia de poder utilizarlo".

Honoré de Balzac

El poder está a nuestro alrededor desde que tenemos razón de ser, tentándonos con sus largos brazos, con sus dulces cantos, desde que aprendemos el dominio y la satisfacción que nos da controlar a través de la fuerza, o la sutileza, los deseos propios y ajenos. Casi se podría decir que lo mamamos con la leche materna. Políticamente, en nuestra sociedad, es la capacidad efectiva de dominio, de ejercer autoridad bajo pena de sanción. Pero el poder también es una ilusión, a veces no es tan importante la capacidad real de castigo al infractor de tus deseos de dominio, como hacerle creer que eso es posible. ¿Cómo si no explicar la mentalidad de rebaño que domina a la mayoría de los oprimidos? La resistencia a resistir al abuso de aquellos que no tienen más poder real que el que le otorgamos con nuestra pasividad, o al vendernos por cualquier hueso que arrojan a nuestros pies, como si fuéramos cachorros amaestrados. ¿Cómo explicar nuestra vana resistencia a la corrupción que ante nuestros ojos desmantela cualquier apariencia de igualdad y equilibrio a través de las leyes que para ello nos hemos dado? Quizá en parte por el miedo a ser pisoteados por aquellos que campan aparentemente inmunes a las leyes comunes, quizá por esa parte que se dejó seducir por el abusón que todos tenemos dentro, que ansía ser lobo y no cordero, y sentimos envidia de aquellos que se han despojado de cualquier lazo moral, o quizá, sencillamente porque nos conformamos con las migajas que nos arrojan.

Lo cierto es, que no puedes ignorarlo. Tan indiscutible es la probabilidad de ser corrompido por el poder, como la certeza de ser destruido si no lo tienes en cuenta. Atrapados en un juego diabólico, nos enseñan desde niños a ser víctimas o verdugos. A aceptar que siempre hay quien gana y siempre quien pierde, y que el silencio ante este perverso juego es la única solución, pues el lamento tan sólo lleva a la desesperación, y la desesperación te convierte en un bufón al que no sólo ignoran los débiles, sino que aquellos que abusan, utilizan como diversión o distracción para los suyos. Despreciándote, como un elefante haría con una hormiga a la que pisa sin notar su existencia. El poder es la más adictiva de las drogas, te enerva como el consumo de la cocaína y te da una apariencia de claridad y seguridad, que tan sólo barre bajo la alfombra tus inseguridades y miedos. Te hace alucinar, como una sobredosis de LSD, y te crees con la capacidad de doblegar cualquier obstáculo, sin importarte el daño que causas. Te endulza la realidad, como si el humo de la marihuana, o el hachís, dulcificara el agrio sabor de su desempeño. Te envalentona como el abuso del alcohol, y falsifica bajo su vértigo el pánico al desprecio ajeno o propio. No hay droga con mayor dependencia que el poder. Tan sólo probarlo y el hambre de ese deseo, siempre insatisfecho, de dominio, nunca se alejará de tu voluntad, por mucho que tu corazón, o los restos acorralados de tu conciencia clamen en su contra.

Siempre quieres más, rara vez uno se conforma con el poder que ya tiene. El miedo configura su desempeño; miedo a perderlo, miedo a que te consideren débil, miedo a ser lo que en verdad eres, no esa deformada imagen que has creado para subyugar. Miedo a mirar atrás y ver los cadáveres que ha alumbrado tu camino, miedo a que los esqueletos que pisas remuevan lo que te queda de conciencia, miedo a las víctimas que habrán de alumbrar tu ascenso, y que su voluntad pueda con la tuya. El camino de los poderosos es un camino lleno de dagas, de venenos que tarde o temprano te alcanzaran, quieras o no. Pero el poder también es una prisión. Te aísla, crea una burbuja a tu alrededor, tan sólo traspasada por aquellos que consideras demasiado débiles para arrebatarte cualquier gramo de poder. Una lujosa prisión que confunde amistad con sumisión o interés, que confunde amor con dependencia, que trastoca cualquier lealtad al albur de las migajas que puedas desprender para mantenerla. Cierto es, que ese es un camino que lleva en el mejor de los casos a la mediocridad, y en el peor a tu autodestrucción. Pero al poder le da igual, porque, aunque tu creas que te pertenece, es todo lo contrario. Una vez que

se ha servido de ti, no le importara sustituirte por alguien que no haya perdido el filo, que mantenga esa ansia de dominio que arrebata tu fuerza vital. Puede que, dado su cruel sentido del humor, incluso vuelva en contra de ti todas aquellas herramientas que utilizaste para adquirirlo. Es posible que en tu naturaleza se encuentre el ansía del poder por el poder, o puede que tan sólo lo desees como instrumento de cambio, con las mejores intenciones, con la mayor honestidad. Para transformar esa realidad tan dolorosa que te hizo acreedor de grandes ideales. Pero al final, como una enfermedad que va poco a poco aletargando tus sentidos, termina por sutilmente cambiarte a ti primero. Sigues jurando y prometiendo que todo lo haces por los demás, pero como un lobo hobbesiano ya tan sólo ves a los demás como el medio de obtener tu dosis de gloria.  El éxtasis del poder, que te hace creer que eres el eje central, indispensable en una misión para salvar a los demás, sin darte apenas cuenta, que lo único que está en juego es tu conciencia.

Maquiavelo, cirujano del poder, describe el amor al caos de esos animales políticos, sus palabras, no las mías, aspirantes a caciques. Las situaciones de desorden e inseguridad, provocadas o alimentadas por ellos mismos, les permiten situarse como única salvaguardia ante el caos. Lo que el pensador florentino llamaba el fraude de la protección, al ofrecerse el cacique como salvaguardia ante sus protegidos del caos e inseguridad que el mismo ha provocado. En el ascenso al poder tan sólo hay dos alternativas, nos dice; o acaricias y sometes con prebendas a aquellos que pueden oponerse y que te facilitan el camino, o los destruyes totalmente, sin piedad, de manera colosal y fulminante, de nuevo sus palabras, no las mías. Y eso ha de ser así, porque has de destruirles de tal manera que no sea posible la venganza, y porque el conflicto tan sólo ha de durar el tiempo que necesites para debilitar al adversario y preparar su destrucción. Maquiavelo plantea el dilema de cómo controlar aquellas republicas acostumbradas a la libertad y a dotarse de leyes propias, y encuentra tres posibles soluciones; barrerlas de la faz de la tierra, es decir destruir todo aquello que las dotó de libertad y de leyes igualitarias. Establecer una colonia, es decir, dejar a cargo a gente que la controle por ti, haciendo el trabajo sucio mientras tu como soberano, das algunas regalías de vez en cuando que te permitan que el odio se desplace hacia tus subordinados y no hacía ti. O, en tercer lugar, hacerte directamente con el control, con el riesgo de perder el control que ejerces en tu lugar originario de poder. Nuestro pensador italiano se declara partidario sin ninguna duda de la primera opción, ya que las innovaciones políticas que dotan de mayor libertad al pueblo son siempre inciertas e imprevisibles para poder controlarlas. Y las otras dos opciones abren la puerta a la incertidumbre de delegar el poder en otros, de una manera u otra, y eso, dada la naturaleza desconfiada y egoísta del poder, rara vez es una buena opción.

El poder no está tan sólo en la política, por mucho que sea allí donde su crudeza más se manifiesta. Se encuentra en todos los ámbitos de nuestra vida; en nuestras relaciones de pareja, con nuestros amigos, en nuestros trabajos, en nuestra familia, en nuestro ocio, en la escuela. Todo lo impregna, porque es parte de nuestra naturaleza, pero también lo son otros instintos. Elegir uno u otro, cada día, en cada momento, siempre vigilantes, es lo que determinará qué naturaleza prevalecerá. O bien dejamos que la fiebre del poder se apodere de nosotros, y así trataras a las personas como objetos, como medio para satisfacer tus fines. Actuando con el egoísmo de que  poder conseguir algo, o alguien, te da derecho a hacerlo, sin importar las consecuencias, utilizando a las personas como peones de tu juego privado, siempre jugando con las cartas marcadas, no es porque seas un miserable, que también, sino porque en el fondo, tienes miedo de no valer nada, de ser una cáscara vacía, de sólo ser apreciado por tus mentiras, de ser despreciado si te muestras como eres, pero al final, toda mascara cae, todo telón baja , y tú descubres que todo ese esfuerzo fue en vano, que tus éxitos son cenizas al viento, y entonces, es cuando de verdad, descubres el precio de tu egoísmo.

O bien, optamos, por lo contrario; cultivar a cada instante esas ideas capaces de corroer por dentro las obsesiones del poder, como un gusano a una manzana. Cultivar esos sentimientos que purguen el amor y la amistad de cualquier instinto de dominación. Cultivar esos sueños que alimentan la generosidad del compartir y no el instinto de guardar para nosotros todo lo poseído y de arrebatar a los demás sus posesiones. Cultivar, cada día, los deseos que alienten la alegría y la creatividad construida en común. Cultivar cada noche, las pasiones, que arañen y corroan nuestras pesadillas, que desnuden nuestras inseguridades, y muestren sin maquillajes el rostro de nuestra inocencia, aún posible.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”