¿Existen los milagros?
Es conmovedor que, entre la maraña de noticias políticas, económicas y sucesos dramáticos también sea posible encontrar historias enternecedoras que cautivan un corazón. Es, al menos, lo que me ha pasado a mí con una noticia aparecida hace unos días en el Daily Mail inglés.
Stepgen Mckears es un hombre de setenta y dos años residente en la localidad británica de Severn Beach que utiliza su cobertizo para hacer trabajos caseros, manuales y obras menores. Por eso, allí guarda su caja de herramientas. Algunas noches deja desperdigados los utensilios con el fin de emplearlos al día siguiente, pero hace poco, no pudo evitar su estupor al entrar temprano en dicho habitáculo cerrado con llave y encontrarse las herramientas recogidas en su caja, pese a haberlas dejado dispersas por encima de la mesa.
No sé ustedes, pero yo a eso lo llamaría un milagro. Vamos que, si hubiera soñado con un roedor así, por la mañana, al despertar, me habría tronchado de risa por haber imaginado algo tan absurdo.
Horas después visionó el contenido de la grabación y la respuesta al enigma llegó en forma de roedor: un ratón blanco tomaba con sus patitas cada una de las herramientas y las iba introduciendo en la caja, como si fuera consciente de que ese era el lugar indicado para ellas. El vídeo, colgado en internet, se ha hecho viral y pone de manifiesto algo a todas luces increíbles: que es posible que un ratón se convierta en ayudante de un carpintero.
No sé ustedes, pero yo a eso lo llamaría un milagro. Vamos que, si hubiera soñado con un roedor así, por la mañana, al despertar, me habría tronchado de risa por haber imaginado algo tan absurdo.
Cuando uno pasea por los diarios de la red es relativamente fácil encontrar noticias que se salen de lo común y que podrían considerarse milagros. Por ejemplo, el caso de Jo Cameron, una escocesa de sesenta y seis años que dejó boquiabierto al anestesista, que quería pincharle para que el cirujano le extrajera un hueso de la muñeca de la base del pulgar por una osteoartritis, al confesarle: «No hace falta que me pongas anestesia, porque no siento dolor»
Cuando uno pasea por los diarios de la red es relativamente fácil encontrar noticias que se salen de lo común y que podrían considerarse milagros. Por ejemplo, el caso de Jo Cameron, una escocesa de sesenta y seis años que dejó boquiabierto al anestesista, que quería pincharle para que el cirujano le extrajera un hueso de la muñeca de la base del pulgar por una osteoartritis, al confesarle: «No hace falta que me pongas anestesia, porque no siento dolor». Lo más curioso del caso es que los médicos certificaron que era cierto que Jo durante toda su vida había sido inmune al padecimiento, de manera que a veces se quemaba y no se percataba, o sonreía mientras otros estarían hartos de lamentarse por dolores comunes de huesos, heridas y demás. ¿Cómo se puede llamar a algo semejante sino milagro?
Otro caso significativo es el de María, una bebé que nació con un peso de un kilo trescientos gramos, con el corazón del tamaño de un dedal, y a quien se le ha practicado una intervención cardíaca exitosa por primera vez en alguien tan pequeño.
Cada día se producen historias increíbles, de esas sobre las que no es fácil encontrar una causa y que nos contentamos con considerar una excepción, como si la palabra milagro tuviera tantas connotaciones religiosas que nos pareciera imposible calificarlas como reales.
El hecho es que los milagros existen y, solo con estar pendientes de ellos, es relativamente fácil verlos delante: ¿cuántas veces hemos pensado que nuestro bebé no se ha caído o no se ha matado de milagro? La respuesta que solemos dar es que los recién nacidos son de goma, pero no es cierto y lo sabemos. ¿Acaso nunca hemos vivido situaciones de esas increíbles, en las que nos hemos librado de una desgracia o incluso de la muerte? Yo recuerdo una vez que me vi obligado a pasar entre dos vehículos que circulaban en direcciones contrapuestas y jamás he sabido cómo llegué a tener la destreza de no chocar, pese a que la situación llegó por sorpresa y había menos de un palmo de distancia entre cada coche.
El hecho es que los milagros existen y, solo con estar pendientes de ellos, es relativamente fácil verlos delante: ¿cuántas veces hemos pensado que nuestro bebé no se ha caído o no se ha matado de milagro?
Eso sin contar con las veces que uno consigue algo que parecía destinado a otra persona. La presentadora Paz Padilla, por ejemplo, ha contado más de una vez que, antes de ser famosa, acompañó a su cuñado mago a un casting y acabó siendo ella la elegida, cuando ni siquiera había imaginado que algo semejante pudiera ocurrir. Una de las acepciones de milagro según la Real Academia Española es «un suceso o cosa rara, extraordinaria y maravillosa». Y esa definición concuerda con muchas de las situaciones que vivimos casi a diario, a las cuales nos les damos apenas importancia; sin embargo, cuando nos resfriamos y no podemos ir a nuestro trabajo, nos enfadamos mucho y nos victimizamos: «¿Por qué me ha tenido que pasar a mí y ahora?»
Abrimos los ojos a las desgracias y los cerramos a los milagros, de forma que es inevitable que estemos más preparados para ver las primeras que los segundos. ¿Qué pasaría si hiciéramos lo contrario? Tal vez, entonces, descubriríamos que el mayor milagro del universo es la propia vida y empezaríamos a disfrutarla como tal.