Ética para animales
Para quien tenga el sentido más elemental de la observación, es evidente que los animales sienten, sufren, conocen, intercambian, experimentan la sensación, la emoción, la afección, la percepción, que disponen de inteligencia y de previsión, que utilizan instrumentos fabricados por ellos mismos, que tienen un sentido del tiempo y de la duración, que practican la solidaridad, que son capaces de proyectarse en el futuro y de conservar una memoria del pasado, y luego actuar en consecuencia. Michel Onfray, Cosmos.
Estas palabras del filósofo francés, no son sino una llamada, desde la reflexión y la racionalidad, alejadas de cualquier fundamentalismo, a que la especie humana, una más de las muchas que comparten el hogar que llamamos Tierra, ejerza la madurez y la responsabilidad que le corresponde a la hora de respetar nuestro Medio Ambiente, el equilibrio de nuestra biósfera y al resto de animales, especialmente los sintientes, con los que compartimos nuestra existencia. Es curiosa la naturaleza humana, esa especie que Aristóteles definió como animal racional, y que desde entonces parece haberse proclamado dueña y señor del resto de especies, actuando de todas formas, menos racionalmente. Una especie que no ha dejado de proclamarse en guerra consigo misma y cometer barbaridades y asesinatos en masa, genocidios, y que no deja de esquilmar recursos y destruir especies, llevándolas a la extinción. Ni siquiera hemos sido capaces de defender en la mayor parte del planeta los Derechos Humanos. ¿Tendría algún sentido plantarse una ética que fundamente unos Derechos de los animales? Es lo que trataremos de responder con algunas pinceladas, que quizá no nos digan mucho sobre las otras especies, pero deberían decirnos algo sobre nosotros mismos. Quienes plantean esa falsa dualidad de porqué preocuparse por los animales, cuando hay tanto de lo que preocuparse por las personas, no se dan cuenta, o quizá sí, de la falacia y debilidad de su argumento. Los racistas decían que primero eran los blancos, especie superior, y luego el resto. En Europa, no son pocos los que piden que los recursos, abundantes, deban priorizarse para los nativos, y abandonar a aquellos que huyen de la muerte; de guerras y de la hambruna. No se trata de elegir entre humanos y animales, ni se trata de elegir entre humanos. Claro que salvaríamos a una persona antes que a un animal, como probablemente arriesgáramos la vida de un adulto por salvar a un niño. Pero, qué tiene que ver eso con una ética que dignifique nuestro trato con el resto de especies sintientes con las que compartimos planeta. No hay términos excluyentes en preocuparse por humanos y animales, a la vez, salvo quizá en la conciencia del que lo plantea.
Centremos el debate, no hablamos sobre si ser carnívoros o vegetarianos, o algunas de esas variedades hípsters, más preocupadas por tunear la imagen propia, que motivada por alguna percepción moral. Comer animales o no, es una cuestión personal, que corresponde a valores propios, pero no es ese el debate sobre la necesidad de una ética en nuestros tratos con los animales. Se trata de encontrar la equidistancia adecuada; como señala Onfray “ni hacerlos instrumentos a nuestro servicio, ni animalizarlos, ni humanizarlos”. Uno de los primeros filósofos en manifestar una preocupación ética en nuestro trato con los animales es el pensador inglés Bentham (1748-1832) que atribuye a los animales los mismos principios que guían al ser humano; la búsqueda del placer y la huida del dolor. No niega que puedan servir de sustento, pero rechaza radicalmente causarles sufrimiento o maltratarlos. Establece un paralelismo con la esclavitud humana, y espera que al igual que la revolución francesa supuso un punto de inflexión para acabar con esa lacra, algún día seamos capaces de hacer otra revolución del mismo género que acabe con los sufrimientos y la explotación de los animales. Porque la clave para Bentham, no es si los animales pueden razonar o hablar, como decía Descartes para justificar nuestro abuso sobre ellos, sino si pueden sufrir. Y sabemos que pueden sufrir. Aceptar leyes que permitan esa tortura y sufrimiento de los animales, muestra una ambigüedad moral, que deja espacio para leyes que también puedan aplicársenos a nosotros, los seres humanos. Es una justificación antropocéntrica la del filósofo británico, pero no deja de haberse demostrado, a lo largo de la historia, que las excepciones y la laxitud en cuanto a justificar daños y sufrimientos, termina por llevarnos a ruinas en nuestros comportamientos morales. Años antes, Jean Meslier (1664-1729), una especie de cura anarquista, que se puso del lado de los pobres, de los humillados, de los humildes, escribe sobre la repugnancia que le produce ver a los niños golpeados, a las mujeres maltratadas y a los animales martirizados. Algunos se rasgarán las vestiduras pensando que es una barbaridad equiparar una cosa y otra. Y evidentemente no es lo mismo, ni de lejos, pero ¿alguien duda que una persona capaz de hacer sufrir a un animal gratuitamente, lo justifique como lo justifique, no sufre algún tipo de tara moral? Una tara que lo emparenta con quien se aprovecha de aquellos que no pueden defenderse por sí mismos. Montaigne, el escéptico y aventurero sabio francés, utiliza su dosis de ironía habitual al señalar que los hombres no dejan de esclavizar a los hombres, pero hasta ahora no hay ningún caso de un animal esclavizando a otro. Es el sadismo, propio de la humanidad, lo que nos diferencia de los otros animales. Es evidente que existe una diferencia, de grado, que no de naturaleza, que marca una diferencia. No se trata de equiparar derechos entre seres humanos y el resto de especies animales, pero eso no obvia la necesidad de una profunda reflexión ética que devenga no sólo en leyes que protejan a los animales de maltrato, sino de una educación cívica, que asuma que es igualmente importante aceptar este respeto como parte esencial de nuestros valores, al menos si queremos seguir madurando éticamente en nuestras sociedades.
Y ¿qué hay de los toros?, ese es un debate que por mucho que polarice a la sociedad española no debe ser evitado. Eso sí, a ser posible, hay que asumirlo con la misma racionalidad con la que aspiramos a que nuestra cultura aprenda que existe una ética, que con sus diferencias esenciales, deberíamos asumir en nuestros comportamientos con los animales. Cazadores y amantes del toreo, suelen proclamar que no sienten placer matando a los animales, lo que es difícil de creer, aunque podemos poner esa declaración en suspenso, y admitir pulpo como animal de compañía. Ahora bien, pretender convertir la caza recreativa o el toreo, en arte y justificarlo por la tradición, no sabría decir si es una pretensión absurda o trágica. Una tradición no es nunca de por sí un valor, o eso nos llevaría a justificar, como desgraciadamente sucede, una suspensión de comportamientos morales, humillando y torturando a animales, por el placer de la fiesta, y el jolgorio. Al fin y al cabo, como decían los pensadores antes mencionados, la esclavitud era una tradición, al igual que el maltrato a mujeres o niños en otras sociedades actuales, o en culturas históricas. Es difícil de justificar, sea toreo, o algunas de esas otras “fiestas” de nuestros pueblos donde la gente no parece ser capaz de divertirse sino es a través del dolor, la tortura y la humillación ajena. Sí, de un animal. Y qué decir de la pretensión de placer artístico, en los ejecutores o en los espectadores. Pretender que algo sea arte en base a rituales o tradiciones, por el hecho de llevar años celebrándose, no dice nada en su favor, salvo la falta de madurez ética de las sociedades que las amparan. La laxitud en la definición de arte, quizá podamos soportarla, pero en nuestra ética, cuánto tiempo sin que nos resintamos por ello. Se alaba que los toreros sean valientes y arriesguen su vida. Cierto, como las arriesgan médicos en situaciones límites, bomberos o voluntarios, por ejemplo, que se dejan la vida sin que nadie les premie, ni les den millonadas, ni les considere mitos modernos. ¿Acaso no merece más reconocimiento un culto a la vida que un culto a la muerte y la tortura?
Cazadores recreativos y toreros matan animales, con mayor o menor tortura, porque les aman, a la naturaleza y al toro. ¡Vaya manera de amar!, matando a lo amado. No parece que ningún ser humano desee ser amado por alguien capaz de matarle por amor. Parece razonable encontrar formas algo menos tóxicas, aunque sean menos artísticas, de amar al otro, sea semejante o desemejante. Si se quiere respetar a una raza de animal en concreto, toros bravos, por ejemplo, arriesgando la vida, por qué no se hacen ejercicios acrobáticos sobre ellos, como se hacía en la antigüedad en Creta, y se celebra en vez de un culto a la muerte y la tortura, un culto a la vida, la inteligencia, la vitalidad, la potencia y la razón.
El filósofo español Jesús Mosterín cree que no puede existir un comportamiento ético, sin tener en cuenta a los animales. Si nuestra racionalidad nos induce a tratar de maximizar la consecución de nuestros fines y la satisfacción de nuestros intereses, la moralidad nos invita a someter dicha maximización a la restricción de no agredir, dañar, ni hacer sufrir a los otros seres. Nuestras intuiciones y sentimientos, como sociedad evolucionan, y a veces, hasta sorprendentemente, maduran éticamente. Introducir en nuestras leyes nuevos derechos, procedentes de una madurez ética es un movimiento lógico y racional, más allá de las emociones que puedan moverlo. Ya en la antigua Grecia, sabios como Empédocles o Pitágoras reclamaban castigos a los que hicieran daño a un animal, pues es un crimen el dañar a un bruto. La UNESCO y la ONU aprobaron la Declaración Universal de los Derechos del Animal, que entre otros artículos que invito a leer, proclama en su artículo 2. a) Todo animal tiene derecho al respeto. b) El humano, en tanto especie animal, no puede atribuirse el derecho de exterminar a otros animales, o de explotarlos violando ese derecho. Tiene la obligación de poner sus conocimientos al servicio de los animales. C) Todos los animales tienen derecho a la atención, los cuidados y a la protección del humano.
Friedrich Nietzsche, notario de la desolación nihilista que desnudaba la hipocresía de nuestra sociedad moderna, dándonos esperanza en la oscuridad, con su amor a la vida, nos alumbró con una nueva lección, antes de hundirse por siempre en la oscuridad de la locura. Su último acto cuerdo fue abrazarse desesperadamente en una plaza al cuello de un caballo martirizado con crueldad por un cochero, para protegerle con su frágil cuerpo consumido por la enfermedad, y después, ante la incomprensión de la multitud que le observaba, abrazarse sollozando a un conocido, buscando consuelo ante la barbarie cometida.